En este país del sudeste asiático fueron asesinadas 2 millones de personas en los 70. Los campos de exterminio son ahora atractivos turísticos.
Sábado a la mañana en Phnom Penh. En la calle, muchos caminan hacia la avenida Preah Sisowath, la zona más turística, a orillas del Río Tonlé Sap. Esta ciudad es capital del Reino de Camboya, país del sudeste asiático que formaba parte de la Indochina Francesa (con Laos y Vietnam). “¿Vas a los bang bang bang?”, pregunta el taxista imitando con sus brazos una ametralladora en acción. Su risa resulta desagradable: parece desconocer su propia historia. El hombre deduce adónde voy: a los campos de la muerte.
El terror en los huesos, exhibidos en el museo. Foto: Lorena Samponi
A 15 kilómetros de la capital se encuentra un pasado sombrío y brutal que, poco a poco, se volvió punto turístico. Los campos de la muerte –The Killing Fields– cada día reciben a cientos de personas que visitan el lugar donde funcionó uno de los 300 centros de tortura durante la dictadura que comenzó en 1975. Este campo de exterminio, conocido como Choeung Ek, está alejado de la ciudad. Para llegar, el tuctuc –triciclo motorizado que funciona como taxi en Asia– se abre paso a toda velocidad por un camino de tierra todo poceado. El calor es sofocante. “Es mejor llegar temprano para recorrerlo”, aclara el taxista. La primera imagen en las afueras de la capital es poco grata. Cada tanto, los olores son tan nauseabundos que nos obligan a taparnos la nariz. En Camboya la desigualdad se respira a cada paso. Es el reflejo de un país que se recupera, pero a cuenta gotas. “Cuidado con la mochila”, me aconseja el taxista.
En el Choeung Ek hay rastros de pasado, como son los árboles de la palma de azúcar cuyas hojas eran utilizadas para cortar la garganta de los prisioneros. En la tierra abundan los pozos que, según la gente del lugar, “es porque ahí hubo tumbas”. Todavía hay cadáveres escondidos. Cuando llueve es frecuente que harapos, huesos y dientes asomen a la superficie. También el lugar conserva “El árbol mágico”, de donde se colgaban los parlantes que emitían las marchas comunistas. El audioguía que alquilé a la entrada del predio asegura que “es el tipo de árbol donde Buda se sentó cuando alcanzó la iluminación”. Cada noche, sobre ese gran árbol, los soldados estrellaban cabezas de los bebés y niños que llegaban al campo de exterminio. Las madres eran obligadas a observar los asesinatos. Tenían prohibido llorar.
Testimonio de la cama de tortura. Foto: Lorena Samponi
Cuando el Choeung Ek se volvió museo, a metros de la entrada, se construyó una gran estupa de forma budista. Hay que descalzarse para entrar. Adentro de esa estructura de cemento, hay poco espacio para moverse. Nos sumergimos a través de vidrieras que en su interior contienen unos cinco mil cráneos divididos según edad y sexo. En ese lugar, cada 20 de mayo se realiza una ceremonia para conmemorar El día de la ira, mientras cientos de monjes budistas rezan.
El comienzo del horror
El ideólogo, en principio desde el anonimato, fue Pol Pot, un hijo de acomodados terratenientes formado en Francia, que durante su estadía en París pensó cómo Camboya podía dejar de ser una colonia. Así se acercó a las ideas comunistas y junto con otros compatriotas que estudiaban con él decidió formar el Partido Comunista Camboyano. Cuando la idea de revolución era un hecho, Pol Pot volvió a su país y se unió a los norvietnamitas, una alianza que duró poco. En la jungla fronteriza con Vietnam se fortalecieron los Jemeres Rojos, aldeanos vueltos revolucionarios bajo el liderazgo de Pol Pot, que en cuatro años asesinaron a más de dos millones de personas.
Templo para recordar a los asesinatos. Contiene 5 mil cráneos. Foto: Lorena Samponi
El dictador prohibió el uso de la moneda, la religión, la cultura, la educación, las manifestaciones artísticas y el deporte con el sólo objetivo de tener “una sociedad autosuficiente”. La caída de la capital de Camboya fue en la mañana del 17 de abril de 1975. Las tropas Jemeres marcharon triunfales por las calles de Phnom Penh. La gente festejaba porque creía que se terminaba el gobierno de Lon Nol, quien presidía el país desde hacía tres años. Pero ese día la ciudad fue vaciada y muchos murieron en la larga procesión al campo. Paradójicamente, mientras el país se convertía en el máximo productor mundial de arroz, los camboyanos pasaban hambre.
Mirada argentina
María Soledad Palmero, profesora de Dibujo y Pintura Artística, oriunda de Chubut, trabajó como voluntaria en distintos jardines pertenecientes a la diócesis de Battambang, además de capacitar a docentes. La argentina dice que en Camboya valoran mucho a los profesionales porque “casi no hay”, fueron asesinados durante la dictadura: “Es una generación que ha sido aplastada”. Su relación con los camboyanos le dejó la certeza de que son gente espiritual, agradecida y respetuosa pero que tienen que “recuperar los vínculos afectivos, la idea de familia”.
Durante su estadía en este país asiático, la docente no dejó de sorprenderse de algunas cotidianidades de sus habitantes. “Tiene costumbres muy diferentes a las nuestras. Creen en la reencarnación, por eso creman los cuerpos, fallece una persona y la familia quema el cuerpo en el patio de la casa o al aire libre. Cada tanto se siente el olor a que se está quemando un cadáver”, describe. Lo que le impactó de este país es que existe mucha prostitución infantil y que es frecuente que algunos padres “vendan” la virginidad de sus hijas. “Se lleva a la nena a un hospital público donde se certifica que la nena sea virgen”, cuenta.
El museo de la muerte
En el que actualmente es el Museo de los Crímenes Genocidas funcionó la S-21, una cárcel para “prisioneros especiales”. El lugar, que fuera originalmente una escuela, todavía conserva el antiguo patio del recreo, que está rodeado de plantas, árboles y varios bancos. El patio está rodeado por tres edificios de paredes grises y sucias. Las galerías y ventanas conservan las rejas y alambres de púa que fueron colocados para evitar que los prisioneros se escaparan o se suicidaran. Debían ser torturados hasta que se creyeran lo que los Jemeres les hacían repetir. También firmaban confesiones que los vinculaban con la CIA estadounidense o a las fuerzas vietnamitas. En tiempos de Pol Pot, la S-21 se convirtió en una cárcel de máxima seguridad donde fueron asesinados más de 14.000 prisioneros. Sólo siete personas sobrevivieron.
Unas escaleras anchas y oscuras conducen a cada uno de los tres pisos que tiene cada edificio. Las celdas pueden visitarse pero no ser fotografiadas, aunque muchos no cumplen con esta regla del museo. “¡Cómo hay gente sacácandose selfies!”, se queja una turista valenciana, Sara. Al entrar a una de las aulas, una mujer que está sacando fotos gira hacia la puerta y con cara de espanto me dice: “La sensación es que todo se cae encima. Las marcas en las puertas son de la época, el pizarrón, este lugar carga una energía de lo que pasó. Todo está tal cual, todo lo que se usó”. La mujer saca otras fotos y luego se pierde.
En otras aulas más amplias del edificio B están colgadas las fotos en blanco y negro de los detenidos, muchos de ellos con su número de ingreso. Cuando llegaban al S-21, los prisioneros eran registrados y fotografiados. Mujeres, hombres y niños: las caras de horror se repiten. Las escaleras manchadas nos llevan al último edificio, el C. Allí hay otras aulas que tienen gabinetes angostos de madera –similares a confesionarios– y pequeñas celdas construidas con ladrillos huecos y revoque desprolijo. De ahí hay que irse rápido: la oscuridad intimida.
A los veinte minutos, vuelvo al patio. El taxista parecía apurado. “Tengo otro viaje”, se excusa. ¿Irá otra vez a los bang bang bang? De sólo pensarlo, el olor nauseabundo me envuelve .
CLARIN