Hoy resultaría impensable volver al sistema que dejó de funcionar en 1994. Pero es justo valorar, en una Argentina que debe despojarse de mitos para comprender su realidad, el sentido igualador y en cierto modo democrático que inspiró la instauración del Servicio Militar Obligatorio.
En 1994, a raíz de un grave y desgraciado episodio ocurrido en el cuartel de Zapala, como consecuencia del cual resultó muerto el soldado conscripto Omar Carrasco, el entonces presidente de la Nación, Carlos Saúl Menem, impulsó la inmediata derogación del Servicio Militar Obligatorio. Fue sin duda una expresión de rápidos reflejos políticos más que el producto de meditados estudios sobre el modo de terminar con un sistema que quedaba atrás en casi todo el mundo.
La necesidad de contar con grandes masas de hombres medianamente preparados para la guerra había llevado a muchos países a adoptar regímenes orgánicos de capacitación castrense y establecer redes de rápida movilización. Pero, al producirse en las últimas décadas del siglo XX gigantescos avances en materia de armamentos y logística, se comprendió que resultaba más eficaz y rentable contar con fuerzas reducidas, aunque altamente entrenadas, prontas para intervenir adonde se las enviara. Mientras en otras partes el cambio fue realizándose en forma gradual, en la Argentina se produjo un corte de cuajo, que provocó grandes dificultades de adaptación para las Fuerzas Armadas.
La supresión del Servicio Militar Obligatorio fue recibida con beneplácito, indiferencia o abierta antipatía por la sociedad, según la edad y circunstancias de sus componentes. Buena parte de los ciudadanos que habían pasado por las filas, sin dejar de reconocer determinados excesos, conservaban -y mantienen- gratos recuerdos derivados del compañerismo y la capacitación para ciertas tareas aplicadas “en la vida civil”, además de la emoción patriótica provocada por la jura de la Bandera y otras ceremonias castrenses.
La Armada había sido precursora en el llamado a conscripción, por ley de 1898. Pero le correspondió al Ministro de Guerra Coronel Pablo Riccheri, obtener el respaldo necesario para poner fin al sistema vigente de convocatoria de la Guardia Nacional, compuesta por ciudadanos arrancados de sus hogares y actividades mientras durase la guerra o revolución que había determinado su llamado a filas, para combatir junto al Ejército de Línea constituido por “destinados” o “enganchados”.
Riccheri se había hecho cargo de esa cartera el 13 de julio de 1900, luego de una destacada actuación en el Ejército. Pertenecía a una de las primeras promociones del Colegio Militar de la Nación y había realizado sus estudios de oficial de estado mayor en Bélgica, con altas calificaciones y premios. El tratamiento del proyecto de ley en el Congreso originó debates mucho más intensos que los ocasionados por la ley para la Armada, en los que participaron, entre otros, el veterano de la guerra del Paraguay coronel José S. Dantas, y un brillante egresado del Colegio Militar de la Nación, el general Alberto Capdevila. El primero apoyó entusiasta la iniciativa de Riccheri, pero el segundo lo censuró acremente. Sin embargo, el proyecto contó con el apoyo de gran número de viejos y notables hombres de armas, encabezados por el ex presidente teniente general Bartolomé Mitre y por el entonces jefe del Poder Ejecutivo, teniente general Julio Argentino Roca, quienes no sólo ostentaban la máxima jerarquía militar, sino que se hallaban en la cúspide de su influencia y prestigio.
Capdevila argumentó que “los que han comandado tropas en nuestras guerras nacionales y civiles, los que han sentido en los campos de batalla la necesidad casi instintiva del soldado profesional, están de un lado. Los que han ido a buscar en instituciones similares de Europa, organizaciones inadaptables a nuestro país, están del otro”.
El respaldo recibido de los altos jefes del Ejército Viejo, entre los que también estaba el teniente general Luis María Campos, llamado a crear poco más tarde la Escuela Superior de Guerra, organismo que atendería al perfeccionamiento cultural y científico de los jefes del arma; el aval de muchos de los compañeros de Riccheri y el respaldo de una amplia mayoría entre los legisladores permitieron la aprobación del proyecto en la Cámara de Diputados, el 11 de octubre de 1901. La aceptación del Senado, que lo convirtió en ley el 5 de diciembre, con el número 4031, permitió que el presidente Roca la promulgase cinco días más tarde y la reglamentara cuatro meses después.
La nueva norma garantizaba el cumplimiento del artículo 21 de la Constitución Nacional, que expresaba: “Todo ciudadano está obligado a armarse en defensa de la Constitución”. Establecía que “todo argentino debe servicio militar personal” y que “la obligación del servicio militar es igual para todos los argentinos y tendrá una duración de veinticinco años”. Además estructuraba al Ejército en tres planos: el de la Línea, la Guardia Nacional y la Guardia Territorial. Pero revolucionaba el sistema al reducir sustancialmente el número de voluntarios y asignar la responsabilidad de ocupar las plazas de tropa a los ciudadanos aptos para el servicio, cualquiera fuese su estado civil. De aquellos sólo permanecerían en las filas 1.800 hombres para actividades especiales. Pero la misión de entrenarse con el fin de defender a la patria quedaba en manos de jóvenes incorporados en forma igualitaria, quienes, después de su capacitación por el período de ley, pasaban a la reserva hasta los 25 años con la obligación de concurrir al primer llamado y de realizar dos períodos de ejercicios militares o maniobras, de un mes de duración por período, en la forma y época que reglamentara el Poder Ejecutivo. Con respecto al período de incorporación a las filas, la casi totalidad debía cumplir seis meses, y dos años la quinta parte del total reconocido apto. Los ciudadanos de 28 a 40 años, encuadrados en la Guardia Nacional, estaban obligados a realizar cuatro períodos de instrucción, de 15 días de duración como máximo. En cuanto a la Guardia Territorial, agrupaba a los hombres de 40 a 45 años, a quienes sólo se les exigía, durante ese lapso, concurrir anualmente, durante cuatro domingos consecutivos, a recibir instrucción, especialmente de tiro.
En el afán de formar oficiales de la reserva para atender la nueva situación, la ley permitía a los jóvenes que contaran entre 17 y 19 años, y hubiesen aprobado el cuarto año de los colegios nacionales, incorporarse a unidades del Ejército por el término de seis meses, al cabo de los cuales y cubiertos los requisitos correspondientes, recibirían los despachos de subtenientes de la reserva. Con ese grado serían inscriptos en los respectivos escalafones y podían continuar ascendiendo hasta el grado de mayor, tras cumplir con las condiciones establecidas. Poco menos de cuatro años más tarde, el 28 de septiembre de 1905, fue sancionada la Ley Orgánica del Ejército Nº 4707, que modificó la del Servicio Militar y la de ascensos militares. La diferencia con respecto al primero fue que los conscriptos debían pertenecer a la reserva del Ejército de línea hasta los 30 años de edad, y que el término de prestación efectiva debía ser de un año para los que resultaran sorteados y se encontrasen dentro de la cantidad determinada por la ley de presupuesto. El resto debía incorporarse por tres meses. Aparte de llenar el objetivo de capacitar militarmente, clase por clase, a los jóvenes de 20 años, el Servicio Militar Obligatorio marcó un notable cambio, que no puede ni debe ser ignorado, en la sociedad argentina. Anualmente, millares de jóvenes provenientes de los más remotos lugares de la República fueron sometidos a revisiones médicas completas, que no sólo los beneficiaban individualmente mediante la prevención o curación de dolencias, sino que contribuían a contar con un completo cuadro sanitario de una importante parte de la población.
Cada cuartel, base o buque tuvo quien enseñase las primeras letras a aquellos que, a los veinte años, aún eran analfabetos. Por otra parte, los habitantes de regiones del país donde se hablaban lenguas autóctonas, y los hijos de inmigrantes europeos residentes en zonas rurales, que se expresaban en el idioma de sus padres, recibieron los rudimentos del propio. Reglas de convivencia social, hábitos de trabajo de disciplina homogeneizaron a los ciudadanos en la forja del Servicio Militar, con respeto para cada uno de los conscriptos, salvo excepciones que las normas militares penaban severamente. Muchos oficiales y suboficiales pagaron con reclusión los excesos de autoridad.
Hoy resultaría impensable volver al sistema que dejó de funcionar en 1994. Pero es justo valorar, en una Argentina que debe despojarse de mitos para comprender su realidad, el sentido igualador y en cierto modo democrático que inspiró la instauración del Servicio Militar Obligatorio.
Fuente: De Marco, Miguel Angel - Lo que significó el servicio militar obligatorio.
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ahora mismo estoy agregando este blog a mis favoritos. muy buena info.
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