Lo que me llama la atención de todo esto de la grosera apariencia de Cristina Kirchner es el "nuevo riquismo", de total anti glamour. La presidenta de Argentina es la mejor expresión de la anti elegancia, parece una piñata en cada aparición pública valorada en 50 mil dólares en alhajas.
Por S. Viau
Las deliberaciones de la cumbre del Mercosur comenzaron sin Cristina Fernández. Cuando la presidenta argentina se acomodó, por fin, en su asiento, el jefe de Estado paraguayo, Fernando Lugo, en un tono que fluctuaba entre la amabilidad y la sorna se lo hizo notar. Cristina Fernández no pidió disculpas.
Sonriendo con la picardía de una colegiala puso la pelota en el tejado de uno de sus ministros: "Yo llegué a las 9, la hora en que mi canciller me dijo que debíamos iniciar".
Y agregó muy fresca: "Digo esto porque con la misoginia que cunde, muchas veces se informa de la llegada tarde de una presidenta. Me ha tocado asistir a tres cumbres internacionales en las que hubo hombres que llegaron tarde y tuvimos que esperar media hora, pero nadie dio cuenta de esa noticia".
En la fila de atrás, festejaban sus palabras los titulares de Economía, Amado Boudou, y de Salud, Juan Manzur. A Jorge Taiana, sentado a la izquierda de Cristina Fernández, no le cabía un alfiler.
Lo cierto es que a la demora, la Presidenta había sumado otras conductas inexplicables:
Le echó la culpa a "su" canciller, quien, sin embargo, se había hecho presente en la sede de la reunión a la hora establecida, 8.30 de la mañana.
Respondió con un feminismo de saldos a la delicada referencia de Lugo.
Quiso minimizar su incorrección amparándose en supuestas tardanzas ajenas.
Acusó a sus pares de misoginia.
Las desconsideraciones de Cristina Fernández son recurrentes: da el plantón a sus visitantes en las audiencias (hizo esperar casi una hora a Susan Segal, la titular de la American Society, que bien ganados tiene los honorarios que le paga la Casa Rosada); arribó con 45 minutos de retraso a la cena de gala que le ofrecían los reyes en el Palacio de Oriente y que al embajador en Madrid, Carlos Bettini, le había costado un riñón conseguir; en mayo de 2008, en Perú, los jefes de Estado reunidos debieron esperarla; en noviembre de 2008 se presentó con demora a la "foto de familia" que inauguraba la cumbre del G-20 y hubo que repetir la escena para que no quedara un hueco allí donde debía estar la Argentina.
Sin embargo, no es este rosario de papelones de alto nivel lo que más asombra. Al fin y al cabo, Néstor Kirchner dejó de seña a Vladimir Putin en el aeropuerto de Moscú.
Lo que hay que reconocer, contra la opinión de ciertos funcionarios que tratan de trazar entre ambos una línea imaginaria, es que Cristina Fernández no es distinta de su marido.
Es igual, sólo que con faldas, y los dos practican deportes más desagradables que la excéntrica costumbre de la impuntualidad.
Se asegura desde hace rato y con insistencia que, en la intimidad, el santacruceño maltrata a sus colaboradores e, incluso, algún ex ministro debió detenerlo con una advertencia: "A mí no, Presidente".
Su mujer, en cambio, lo hace en público.
Si en esta oportunidad fue Taiana quien tuvo que escuchar firme como un granadero el sambenito que le colgaba frente a sus colegas y un puñado de primeros mandatarios, el 29 de junio, durante la rueda de prensa convocada tras los comicios, fue el ex jefe de Gabinete Sergio Massa el destinatario del chubasco que le descargó frente a la prensa nacional y extranjera porque no supo informarle al instante a cuánto estaba el real.
"Debería saberlo", lo verdugueó. Y antes aun había dado una reprimenda a la ministra de la Producción, Débora Giorgi, porque no habían sido publicadas todavía en el Boletín Oficial las retenciones al maíz y al trigo. En esa oportunidad, los testigos de los modos de Cristina Fernández fueron un grupo de pares de Giorgi y su subordinado, el secretario de Comercio Guillermo Moreno.
En suma, que la Presidenta ha tratado a los miembros del gabinete como los señoritos del cortijo tratan a Régula en Los santos inocentes; o como los invitados de Lord Darlington al señor Stevens, el mayordomo de Lo que queda del día.
Régula calla y obedece; Stevens digiere como puede su humillación.
Agachar la cabeza, aceptar el desplante es el secreto de su oficio: saben que no son empleados, son sirvientes.
Los ministros del gabinete kirchnerista también guardan silencio y tragan. Pero ellos no son sirvientes de Cristina Fernández. Son empleados, no a sueldo de los Kirchner sino de los ciudadanos.
¿Qué les pasa, entonces? ¿No tendrá superyó esta gente? Porque sólo les falta decir, igual que Régula: "A mandar, señorito, que para eso estamos".
Sale con Fritas
Regresar a PyD
Contáctenos: politicaydesarrollo@gmail.com
Para suscribirse editor_politicaydesarrollo@yahoo.com.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario