sábado, 1 de agosto de 2009
¿Promoción y asistencia a PyMEs o más burocracia y clientelismo?
Conociendo que alrededor del 60 % de la población, de una u otra manera, está vinculada a alguna MiPyME, en el accionar proselitista de la clase política no puede faltar su vehemente reivindicación y la profusión de promesas de apoyo a tan multitudinario sector de la economía.
Por Gustavo Ernesto Demarchi
Los políticos vernáculos, conscientes de la enorme extensión económica, social y territorial que abarcan las pequeñas y medianas empresas en la República Argentina, han incorporado a su discurso habitual la enfática defensa de este tipo singular de organizaciones económicas. Conociendo que alrededor del 60 % de la población, de una u otra manera, está vinculada a alguna MiPyME (ya sea como empleado, obrero, proveedor, prestador de servicios, cliente, consultor, profesional, empresario, asociado o accionista), en el accionar proselitista de la clase política no puede faltar su vehemente reivindicación y la profusión de promesas de apoyo a tan multitudinario sector de la economía. Una vez apoltronados en el ejercicio del poder, nuestros políticos arman costosas oficinas nacionales, provinciales y municipales orientadas –según dicen- a la promoción, el asesoramiento, la capacitación y la asistencia financiera del conglomerado de micro, pequeños y medianos emprendimientos más vasto del país.
Sin embargo, si observamos detenidamente el perfil de las políticas públicas que vienen siendo aplicadas desde hace décadas, comprobaremos que, conviviendo con reiteradas expresiones decididamente pro-pymes, en realidad se las combate sin piedad imponiéndoles una abrumadora presión fiscal que, al asfixiarlas, las privan de viabilidad. Así, a menudo se empuja a estas empresas a la clandestinidad, llámese “informalidad” u operatoria “en negro”; o, lisa y llanamente, a la quiebra y a la consiguiente desaparición como gestoras de actividad económica y fuentes de empleo. Esto es así porque, salvo excepciones de relevancia menor, la “cultura” impositiva y previsional vigente desde hace décadas, funciona priorizando el afán recaudatorio y, en todo caso, con la mira puesta en la capacidad contributiva de las corporaciones de grandes dimensiones, haciendo oídos sordos del impacto nocivo que determinadas decisiones gubernamentales generan sobre las entidades de tamaño intermedio y/o menor.
Las grandes empresas, en especial aquéllas que cuentan con vínculos permanentes con casas matrices radicadas en el exterior, resuelven con recursos financieros adecuados, gran capacidad de lobbying y mayor ductilidad gerencial y operativa, los problemas que de continuo les genera el accionar desaprensivo y demagógico de los gobiernos en materia de política económica. No obstante esta comprobación irrefutable, los funcionarios, dirigentes y militantes políticos cultivan con entusiasmo digno de mejor propósito, el latiguillo monocorde e hipócrita con el cual se censura a “los grupos económicos”, a “las compañías multinacionales”, a “los monopolios extranjeros”, al “imperialismo”, etcétera.
Por su parte, la habitual perorata de quienes detentan el poder de turno, orientada a mejorar “la distribución del ingreso” y a ejercer la tantas veces reivindicada “justicia social” en presunto beneficio de las capas menos favorecidas de la población, implica disponer aumentos de remuneraciones por decreto, convalidar montos indemnizatorios expropiatorios, alimentar la “patria pleitera” en materia laboral, tolerar la impredecibilidad de los costos judiciales por siniestros del trabajo, aplicar controles de precios arbitrarios que castigan al comerciante minorista y/o al eslabón más débil de la cadena de valor, demonizar la actividad empresarial en su conjunto, desalentar las inversiones productivas, etcétera.
Mientras tanto, como es de amplio conocimiento -salvo para el INDEK- la brecha de ingresos entre los más pudientes y los más carenciados se amplía en forma sistemática aún en tiempos de relativa bonanza; las relaciones laborales tienden a precarizarse; y la informalidad se extiende gracias al fabuloso diferencial que obtienen quienes operan “en negro”, a pesar del estricto seguimiento de las transacciones que realizan los organismos de recaudación.
Como ya lo ha demostrado la ciencia económica (Curva de Laffer), a mayor presión fiscal sobre las actividades económicas, habrán de disminuir los montos recaudados; en tanto que será más alta la porción de negocios que se concreten en la clandestinidad. Además, como el Estado es un prestador ineficiente de servicios, termina imponiéndose la mentalidad justificatoria de los delitos de elusión y evasión tributaria que se cometen. En definitiva, en condiciones de competencia las empresas que operan respetando la legislación vigente son desplazadas por las que abrazan la informalidad, tanto impositiva como laboral.
Cuando el Estado Nacional se sumerge en alguna de las tremendas crisis financieras y fiscales que periódicamente conmueven el entramado macroeconómico -resultado de las políticas económicas dilapidatorias que ejecutan nuestros gobiernos-, sólo sobreviven las estructuras más poderosas, las que disponen de anclajes organizacionales y financieros en el exterior, o cuentan con amigos influyentes en los ministerios. Las MiPyMEs, durante los colapsos que se desatan cíclicamente en la Argentina, no obstante ser numéricamente mayoritarias, están condenadas a desaparecer o a ser fagocitadas por las mejor pertrechadas. Por eso, la Argentina tiene una de las tasas de mortalidad empresarial más altas del planeta; bochornoso record del cual muy poco se habla.
En dirección contraria a esta preocupante realidad, en el país proliferan las secretarías y las subsecretarías, los departamentos, los institutos autárquicos y las reparticiones que, con diferente denominación y similar propósito, se ocupan de asistir a las PyMEs, brindándoles asistencia, asesoramiento, capacitación y apoyo diversificado.
Debe reconocerse que, cada tanto, se implementan beneficios impositivos y crediticios dirigidos a favorecer el crecimiento del abigarrado universo PyMEs. Pero, como dichas ventajas puntuales suelen ser eliminadas sin previo aviso y en cualquier momento pueden cambiar las condiciones fiscales que favorecieron su implementación (por ejemplo: cuando -como ahora- el superávit de Tesorería se evapora), los empresarios serios prefieren no tomar compromisos especulando con recibir beneficios; es decir, se abstienen de hacer cálculos y planes incluyendo los subsidios ofrecidos porque saben, con sobrada y trágica experiencia, que “lo que hoy se da, mañana se quita”.
Por lo expuesto, es modesto el impacto positivo que puede esperarse del proyecto de Ley para PyMEs -que hace años ronda el Congreso- precisamente porque las exenciones al pago del Impuesto a las Ganancias que el mismo prevé, además de exigir requisitos arbitrarios, una vez que se hubieran realizado las inversiones que la norma pretende incentivar, las cambiantes condiciones –incluida, la posible derogación del beneficio- pueden convertir tales inmovilizaciones en un bumerang que erosione el patrimonio de la firma que ingresó al sistema.
Son tan cambiantes e impredecibles las reglas de juego macroeconómicas en la Argentina actual, que cualquiera que intente aplicar criterios de planeamiento estratégico en el gerenciamiento de sus negocios, tarde o temprano se encontrará en serios problemas; más aún si la rentabilidad o la sustentabilidad de su emprendimiento comercial o industrial depende, parcial o totalmente, de una exención, de una alícuota diferencial, de un dólar bonificado, de un subsidio a la exportación, etc. Es más, suelen ser tan engorrosos los requisitos y los trámites exigidos para participar de los planes de fomento, que muchos empresarios desisten de presentarse para evitarse dolores de cabeza. Además, la sombra de la corrupción –recurrente y sistémica en estas pampas australes- suele cernirse amenazante sobre las tratativas que vinculan a funcionarios y a empresas.
Así como no puede confiarse de la continuidad en el tiempo de los beneficios que ofrecen los gobiernos a las micro, pequeñas y medianas empresas, éstas son remisas a tomar deuda en entidades bancarias porque no saben cuándo habrán de modificarse los parámetros (tasa de interés, tipo de cambio, presión tributaria, etc.) que regulan y viabilizan este tipo de operatoria crediticia y la actividad económica en general. A ello se suma el tradicional crowding out que ejerce el Estado sobre el mercado financiero, absorbiendo liquidez para atender sus compromisos corrientes, elevando en forma permanente el costo del dinero de los préstamos disponibles para el sector privado. En este punto, cabe destacar que todos los intentos oficiales por ofrecer fondos al público con tasas bonificadas han fracasado en forma rotunda, a pesar de las ingentes sumas obladas en publicidad. Con estas condiciones, no debería sorprender que la demanda de crédito en la Argentina sea tan modesta en términos de PBI, lo cual implica que el apalancamiento en materia de inversiones apenas cubre la reposición de los activos físicos amortizados. Ergo, el país permanece estancado, mientras que la incorporación tecnológica es aportada solo por las corporaciones extranjeras.
Frente a contexto tan desalentador, pernicioso para el desarrollo de las actividades económicas de las empresas de dimensiones intermedias y menores, si se encararan medidas que respeten la lógica económica que ha cimentado el progreso de tantas naciones del orbe, con sólo reducir en forma general, continuada y ostensible la actual presión fiscal, asistiríamos a una poderosa ola expansiva de negocios y proyectos en todos los órdenes de la economía nacional. Para ello se requiere formular una profunda reforma del Estado, tanto en la nación como en provincias y municipios, de manera de compensar la caída del volumen de recursos tributarios que la baja de alícuotas generaría, al menos en la primera etapa. También, demandará un esfuerzo importante combatir la corruptela que domina diversos ámbitos de la gestión pública, en especial en las contrataciones de obras de infraestructura, los subsidios desmesurados a prestadores de servicios, y la política de distribución de dinero de tipo clientelar que envilece, tanto a las instituciones republicanas como a quienes reciben las dádivas.
De encararse una severa reforma estatal como la esbozada, podría evitarse la costosa proliferación de oficinas formalmente dedicadas a la asistencia a emprendimientos y PyME; dependencias atestadas de funcionarios, empleados, asesores, consultores, punteros, supernumerarios y, obviamente, “ñoquis”. Si efectivamente se desmontaran las exacciones depredadoras actuales, la economía del país, traccionada en forma positiva por el boom productivo que sobrevendría, experimentará una explosión expansiva de tal magnitud que, entre otros resultados permitiría resolver el problema del desempleo y de la marginalidad social. Nótese que las pequeñas y medianas empresas son las principales generadoras de puestos de trabajo. De ese modo, la “máquina de fabricar pobres” dejaría de funcionar, y aquéllos que viven explotando la miseria de sus compatriotas deberán buscar alguna actividad que sea útil a la comunidad.
De ponerse en marcha la elemental estrategia de política económica aquí planteada –reducir tributos y gasto público; replantear el aparato estatal-, el conjunto de fuerzas productivas con que cuenta la sociedad civil argentina estará en condiciones de liberar sus potencialidades superlativas y de lanzarse a edificar las bases del desarrollo nacional tantas veces postergado. Además, los más conspicuos integrantes de la dirigencia burocrática detentadora del poder se verán obligados a abandonar el estilo demagógico y perverso de hacer política al que están acostumbrados.
Lo difícil va a ser encontrar esta receta de política económica incorporada a los programas de los partidos políticos, mientras que será mucho más difícil aún dar con el estadista que esté dispuesto a llevarla a cabo…hasta las últimas consecuencias.
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