sábado, 25 de diciembre de 2010

El modelo tiene los días contados

Con cierta frecuencia, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y sus colaboradores nos recuerdan que están firmemente comprometidos con un "modelo" o, lo que suena aún mejor, un "proyecto" de país determinado y que nada los hará abandonarlo.
Por James Neilson

Antes bien, están resueltos a "profundizarlo" pase lo que pasare. Huelga decir que los voceros del gobierno actual no son los primeros en hablar de este modo. Decían más o menos lo mismo quienes acompañaban a Eduardo Duhalde, Fernando de la Rúa, Carlos Menem, Raúl Alfonsín, los militares, Isabel Perón, Juan Domingo Perón y muchos otros presidentes nacionales. Todos trataban de convencer a la gente de que por fin el país contaba con un gobierno que obraba de acuerdo con una estrategia de largo plazo, una que, debidamente instrumentada, serviría para inaugurar una época signada por la prosperidad y la justicia social.

Todos los modelos que precedieron al kirchnerista terminaron hundiéndose. Es posible que en algunos casos un gobierno sí haya elaborado un modelo, proyecto o plan que, de haber sido más favorables las circunstancias, podría haber fructificado, pero la verdad es que todos fracasaron. No hay motivos para suponer que el destino del esquema reivindicado con tanta vehemencia por Cristina sea diferente. Incluso si la presidenta logra ser reelegida en las elecciones del año que viene, para desazón de quienes anteponen sus propias preferencias ideológicas a la mera realidad, tendría que cambiar radicalmente de rumbo. Puede que ya haya comenzado a hacerlo.

Desde hace mucho tiempo la Argentina es escenario de una lucha entre los partidarios de dos modelos distintos, el "liberal" por un lado y, por el otro, el "populista" o "corporativista". Variantes de modelo liberal fueron prohijadas sin mucho éxito por distintos regímenes militares y, con mejor fortuna aunque de manera llamativamente excéntrica, por Menem. Su atractivo se debe a la convicción de que al país no le queda más alternativa que la de adoptar los arreglos económicos que han brindado resultados tan positivos en los países desarrollados. Quienes sienten entusiasmo por el modelo populista se inspiran en la voluntad de muchas personas de defender lo que toman por la idiosincrasia nacional combinada con la resistencia tenaz al cambio de los muchos empresarios, dirigentes sindicales y políticos que tienen razones de sobra para sentirse conformes con el statu quo, lo que puede entenderse por ser cuestión de un sistema que les ha resultado muy beneficioso.

Si bien quienes piensan así se afirman debidamente horrorizados por las condiciones de vida de millones de compatriotas luego de décadas de heterodoxia voluntarista, las atribuyen al "capitalismo salvaje", convenciéndose de este modo de que están luchando con coraje por proteger a los pobres contra personajes desalmados, esclavos de "los números" que, de tener la oportunidad, los depauperarían todavía más.

Hace apenas diez años parecía que la mayoría había decidido que al país le convendría seguir procurando hacer funcionar el modelo calificado de liberal. Ni siquiera el derrumbe de la convertibilidad los hizo cambiar de opinión. A comienzos del 2002 muchos encontraron razonable la propuesta un tanto estrafalaria del académico teutón Rüdiger Dornbusch de que una especie de junta internacional encabezada por alguien de "un país pequeño respetado como Finlandia, Holanda o Irlanda" se encargara de manejar las finanzas nacionales. El en aquel entonces ministro de Economía Roberto Lavagna dijo que Dornbusch era loco, pero en el país del "que se vayan todos" la sugerencia no ocasionó indignación.

Asimismo, en las elecciones del año siguiente, Menem y Ricardo López Murphy sumaron más del 40% de los votos, mientras que Adolfo Rodríguez Saá que, a pesar de haber sido el presidente del default, tenía ideas económicas parecidas a las de Menem, consiguió otro 14%. Antes de consolidarse en la presidencia Néstor Kirchner, pues, la ciudadanía daba por descontado que, no obstante la debacle reciente, la Argentina no se alejaría del "rumbo" que había emprendido al salir, merced a la convertibilidad instalada por Domingo Cavallo, de la prolongada tormenta hiperinflacionaria.

Aunque la feroz oposición de Kirchner al liberalismo económico siempre fue más retórica que otra cosa –no se le ocurrió intentar emular a su aliado coyuntural, el venezolano Hugo Chávez, proclamándose líder de una "revolución socialista"–, no cabe duda de que la decisión del santacruceño de hacer del "neoliberalismo" simbolizado por Menem y el FMI el blanco de sus diatribas más furibundas modificó drásticamente el clima de opinión. Puede que lo único que distingue de los más ortodoxos el modelo que "construyó" Kirchner y que su viuda dice estar profundizando sea el intervencionismo estatal caprichoso, motivado por factores políticos, cuando no personales, y el impulso dado al "capitalismo de los amigos" intrínsecamente corrupto so pretexto de que ayudaría a crear una auténtica "burguesía nacional" pero, así y todo, en un lapso muy breve el gobierno kirchnerista logró convencer no sólo a sus partidarios sino también a muchos adversarios de que el tantas veces denunciado liberalismo estaba en la raíz de buena parte de los males nacionales. Huelga decir que la crisis financiera que sacudió el planeta en septiembre del 2008 permitió a los kirchneristas insistir en que, a diferencia de los líderes de los países ricos, ellos habían descubierto los secretos del desarrollo económico.

Con todo, si bien el modelo híbrido que efectivamente existe aún dista de satisfacer a quienes fantasean con retomar el camino abandonado cuando Isabel puso a Celestino Rodrigo en el Ministerio de Economía, hace varios años se contagió del virus populista más letal, el de la inflación. Por ser reacios gobernantes como Cristina a aplicar los únicos antibióticos que sirven para eliminarlo, se resignan a convivir con él con la esperanza de que la enfermedad desaparezca sin que resulte necesario hacer nada desagradable. Aunque pueden transcurrir años antes de que la inflación crónica se transforme en hiperinflación, las consecuencias económicas, sociales y políticas siempre son negativas ya que, entre otras cosas, tiene un impacto devastador en el presupuesto familiar de quienes ya apenas logran sobrevivir, de ahí el clima cada vez más tenso que se da en los bolsones de pobreza extrema que rodean todas las ciudades del país.

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