El presidente venezolano sigue lanzando proclamas y agregando cuentas a su rosario de autoritarismo. Para ello dispone de una fórmula que suele ser infalible entre los sectores más pobres y menos instruidos de la población.
Consiste en una demagogia revolucionaria manejada para exaltar los ánimos y seducir verbalmente al auditorio, intentando con esa fachada a veces espectacular y otras veces enfurecida, enmascarar una realidad ingrata, donde la inflación galopante (la más elevada de la región) agudiza el empobrecimiento general, el precario suministro de energía ha sumergido al país en constantes apagones, la escasez de víveres amenaza a las capas desvalidas del pueblo y la corrupción administrativa resulta cada día más visible.
Hay algo que al presidente venezolano nunca le falta, sin embargo. Es la locuacidad que le permite desarrollar un discurso sencillo y vehemente, bastante persuasivo para retener a los catequizados, provisto de flujo inagotable, que se apoya casi siempre en dos pilares fundamentales. El primero es la autopromoción del régimen y el segundo es la prédica antiimperialista, irónicamente dirigida contra el país que le paga en divisas la mayor parte del petróleo que exporta. Esos recursos millonarios le permiten despachar al exterior las valijas llenas de dólares con que ayuda a ciertos gobiernos amigos (Argentina) y mantiene a otros (Nicaragua). No le rinde cuentas a nadie sobre tales donativos, que refuerzan su imagen entre los aliados del hemisferio y colaboran para crearle un perfil de magnanimidad.
Los pujos autocráticos de ese régimen han crecido en las últimas semanas con algunas medidas. Valiéndose de una mayoría parlamentaria que perderá el miércoles próximo con la renovación de bancas, el presidente venezolano logró que se le otorgaran poderes extraordinarios que durante dieciocho meses le permitirán gobernar por decreto, habilitándolo a ignorar al Poder Legislativo sin necesidad de disolverlo. Mientras eso se procesa, planifica otras cosas como la apropiación de tierras privadas para el establecimiento de sus colonos, la manipulación de una Ley de Medios para estatizar los órganos informativos independientes que han sido hasta ahora voceros de la oposición, el proyecto de control oficial sobre los contenidos de Internet que puedan ser adversos al gobierno y que podrán ser censurados, así como una nueva Ley de Educación que elimina la autonomía universitaria e impone la enseñanza obligatoria del socialismo.
Los desplantes del régimen venezolano han llegado a tal punto que hasta el presidente de Brasil llamó al orden a su colega caraqueño para que modere el discurso antinorteamericano. Contemplados desde el exterior, ciertos procesos de autoritarismo producen la sensación de una jaula que va ampliándose a medida que refuerza sus barrotes y cierra cada vez más puertas, detrás de las cuales queda un país cautivo en que sigue debilitándose el ejercicio de los derechos, garantías y libertades. La mitad de ese país resiste vigorosamente ante un gobierno avasallador y la otra mitad lo respalda, beneficiada por una lluvia de subsidios que suele ser una de las mejores armas para conquistar a los más débiles.
Cabe desear que quienes lo apoyan no abran los ojos demasiado tarde, cuando descubran el verdadero semblante del sistema y ya no existan medios para combatirlo institucionalmente o para manifestar la disidencia. Esa podrá ser la etapa en que la jaula se haya cerrado y no se pueda levantar vuelo, quedando solamente la opción del encierro involuntario, el silencio forzoso o el derramamiento de sangre. Dicha evolución, que se ve venir cuando se endurecen las palancas del poder, podrá ser similar a lo que sucedió en la URSS de los años 20, en la Alemania de los 30, en la España de los 40, en la China de los 50, en la Guatemala de los 60, en la Camboya de los 70, en la RDA de los 80, en el Sudán de los 90 y en Cuba hasta el día de hoy.
Editorial El País Digital
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