domingo, 2 de enero de 2011
Cuando calienta el sol
Calor. El verano agobiante, la inflación y la violencia, un cóctel explosivo para el Gobierno.
Por James Neilson
Como un aguaviva expuesta al sol, el relato de Cristina está derritiéndose con rapidez desconcertante al llegar los primeros calores de un verano que amenaza con ser insólitamente largo y tormentoso. Puede que se hayan equivocado quienes dicen que el país corre peligro de precipitarse en el caos, pero es tal la bochornosa sensación térmica, agravada por la serie de episodios violentos que se ha producido últimamente, que no sorprendería del todo que antes de terminar el verano el país se desahogara entregándose a un nuevo estallido social. El Gobierno parece presentir que le aguardan muchas dificultades, de ahí sus esfuerzos por convencerse de que Eduardo Duhalde está fogoneando el malestar. Las denuncias, basadas como están en nada más que pálpitos, reflejan el temor de que ya esté en marcha un proceso similar al que, a inicios del 2002, le abrió las puertas de la Casa Rosada al “padrino” bonaerense.
En la Argentina, lo mismo que en los Estados Unidos de hace cuarenta años en que los disturbios raciales masivos eran rutinarios, el verano es una estación peligrosa. Cuando las ciudades se convierten en hornos, se desnudan no sólo los cuerpos, sino también los instintos primarios. Hay apagones que dejan a la gente sin luz y, a veces, sin agua. Se pudren alimentos perecederos. Para algunos, las vacaciones traerán un poco de alivio, pero para muchos el saber que otros han logrado alejarse de los tórridos centros urbanos es de por sí una provocación. Y como no puede ser de otra manera, en los días de calor se multiplican las protestas que, como ya es tradicional aquí, se manifiestan cortando calles, rutas y vías con el propósito de exasperar a la mayor cantidad posible de personas y, de tal modo, presionar al Gobierno para que haga algo. Es lo que sucedió hace una semana en Constitución: al paralizar el servicio de trenes por más de siete horas, obreros tercerizados en conflicto con la Unión Ferroviaria desataron una batalla callejera descomunal protagonizada por pasajeros frustrados y otros que, luego de dar rienda a su furia, se pusieron a saquear los comercios de la zona.
Para un gobierno que, cuando la seguridad está en juego, es reacio a “reprimir”, el tumulto fue una prueba nada agradable. Reaccionó con su lentitud habitual enviando primero un pelotón de policías que no tardó en verse desbordado. Después, mandó más –algunos llevaban armas de fuego–, además de carros hidrantes que vomitan agua azul y lanzagases, hasta que por fin consiguió restaurar un simulacro de orden.
Entonces, con la finalidad de minimizar los costos políticos propios y, desde luego, perjudicar a sus adversarios, un coro de voceros oficiales liderado por Nilda Garré atribuyó lo ocurrido a una alianza de Mauricio Macri, Eduardo Duhalde y Jorge Altamira del Partido Obrero, es decir, a una conspiración harto improbable urdida por neoliberales, peronistas de la vieja guardia y trotskistas. Aunque todo es posible en el cada vez más extraño universo político local, pocos encuentran convincente la teoría gubernamental de que la oposición variopinta ha cerrado filas a fin de obligarlo a asegurar el orden echando mano a la violencia. Antes bien, los intentos de reivindicar dicha teoría hicieron sospechar que la Presidenta, el ministro del Interior Florencio Randazzo y la de Defensa, Garré, se habían despedido de la realidad para buscar refugio en un mundo paralelo que ellos mismos han inventado.
El desconcierto que sienten Cristina y sus colaboradores puede entenderse. Mucho ha cambiado en las semanas pasadas. La realidad real está haciendo trizas del relato gubernamental. Mientras que los tomadores de predios públicos o privados –lo mismo da– se han encargado de mostrarle a Cristina que, a pesar de varios años de crecimiento macroeconómico chinesco, el “modelo de inclusión” excluye a una parte importante de la población del país, sindicalistas supuestamente aliados con el Gobierno están mofándose de las cifras confeccionadas por aquella obra cumbre del realismo mágico latinoamericano que es el INDEC al reclamar aumentos salariales del 30% o más, pagos adicionales de hasta 6000 pesos “por única vez” y otras concesiones que –esperan– sirvan para que los esforzados trabajadores agremiados puedan sobrevivir hasta marzo, cuando comenzarán a negociar en serio.
Como siempre sucede cuando tienen motivos para creer que el Gobierno entiende que no es de su interés enfrentarlos, los capos sindicales, encabezados por el camionero voraz que aspira a desempeñar el papel en la política nacional que dejó vacante Néstor Kirchner, están preparándose anímicamente para lanzar una gran ofensiva. Hugo Moyano, sus hijos y los sindicalistas que comparten su forma de pensar dirán que quieren colaborar con un gobierno nacional y popular que presuntamente está a favor de repartir la riqueza disponible de manera más equitativa, objetivo que, según su opinión, supondría redistribuirla para que los obreros recibieran por lo menos la mitad. Desde el punto de vista de hombres duros que están resueltos a aprovechar una oportunidad que les parece irresistible, es cuestión de una oferta amable que a la Presidenta no le convendría rechazar.
Antes de irrumpir el verano, Cristina y su equipo trataban la inflación como un problema ideológico. Para ser un creyente kirchnerista auténtico, era necesario insistir en que la tasa anual apenas alcanzaba el 10%; en cambio, afirmar que se había desbocado y que pronto saltaría por “la barrera” del 30%, como ya ha hecho en Venezuela, el país que por ahora es el campeón mundial en la materia, era un síntoma de neoliberalismo cavernario.
Será por eso que al bueno de Amado Boudou se le ocurrió informarnos de que los únicos que se preocupaban por el tema eran los ricos. El siempre festivo ministro olvidó que la inflación es algo más que un asunto que sirve para mantener ocupados a especialistas fascinados por los números. Lejos de ser una mera estadística, es un mal terrible que se ensaña con los más pobres, una forma de gangrena que en un lapso muy breve puede llevar a la descomposición social. Por cierto, no es ninguna casualidad que las décadas en que la Argentina se depauperó mientras que otros países de características parecidas se enriquecieron se vieran signadas por la inflación crónica.
En las puertas de un año electoral, el Gobierno no hará esfuerzo alguno por frenar la inflación galopante. A lo sumo, procurará atenuar su impacto con más subsidios, acusando a la oposición de tratar de desestabilizarlo confabulando con empresarios desalmados y rezando para que no suceda nada que lo obligue a tomar medidas antipáticas. No le será fácil. Parecería que Cristina carece de la autoridad personal necesaria para manejar con éxito la situación que su propio Gobierno –y el de su marido difunto– hizo tanto para crear.
La impresión de que el centro del sistema político nacional se ha debilitado mucho a partir de aquel 27 de octubre ha puesto en marcha un proceso que, de no revertirse pronto, tendrá secuelas aciagas. Como escribió en 1919 el irlandés William Butler Yeats en “El segundo advenimiento”, un poema célebre que acaba de traducirse nuevamente en España: “Todo se desmorona; el centro cede; / la anarquía se abate sobre el mundo, / se desata la marea ensangrentada, y por doquier / se anega el ritual de la inocencia”.
Tal vez no sea para tanto, pero en un país que aún no ha encontrado un punto intermedio entre un Poder Ejecutivo excesivamente fuerte y uno demasiado débil, el que se hayan propagado dudas en cuanto a la autoridad de la Presidenta es motivo de inquietud. También lo es que Cristina haya reaccionado ante la pérdida de su marido replegándose a un entorno conformado en parte por ideólogos de lo que podría calificarse de la izquierda peronista de épocas ya idas y en parte por santacruceños de experiencia limitada que, es de suponer, merecen su confianza. Si bien es normal aquí que los mandatarios prefieran rodearse de coprovincianos, además de parientes, la costumbre así supuesta, atribuible a la ausencia de partidos políticos institucionalizados como los que existen en todos los demás países de cultura occidental, suele tener consecuencias muy negativas. Además de reducir al mínimo la reserva de talento del gobierno de turno, estimula la corrupción.
Antes de la llegada del calor, el oficialismo se presentaba como el garante de la gobernabilidad. Sus propagandistas insinuaban que, a pesar de la muerte de su cónyuge, sólo Cristina estaría en condiciones de impedir una recaída en la inestabilidad enloquecedora que siguió al derrumbe de la convertibilidad y, con ella, el gobierno de Fernando de la Rúa. Pues bien, acaba de entregar a sus adversarios el tema del orden, de la necesidad de hacer respetar la ley porque, de lo contrario, el país sí se haría ingobernable. Macri, Duhalde, Julio Cobos y otros raramente abren la boca sin aludir a lo fundamental que es asegurar el orden, mientras que Cristina se ha comprometido con un grado de permisividad que aplaudiría la minoría pequeña a la que le encantaría ver una convulsión política y social de características a su entender revolucionarias, pero que no atrae en absoluto a quienes quisieran vivir con cierta tranquilidad.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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