Cristina Fernández de Kirchner perdió una magnífica oportunidad para congraciarse con vastos sectores de la clase media que aspiran a que la Presidenta dé paso definitivamente a un estilo de gestión más moderado y más respetuoso de las instituciones.
Por Fernando Laborda
La jefa del Estado había dado, en las últimas semanas, algunas señales para esos sectores de la población. Al inaugurar a comienzos de este mes las sesiones ordinarias del Congreso, dijo que quería ser compañera de los sindicalistas y no cómplice; cuestionó los cortes de rutas y de calles, que impiden movilizarse a los propios trabajadores, y habló de la falsa dicotomía entre mano dura y garantismo.
Tal vez, por entonces, la Presidenta advirtió que buena parte del descenso en su imagen positiva producido en diciembre del año pasado obedeció a la actitud pasiva de su gobierno ante la ola de usurpaciones de terrenos y de espacios públicos.
La Presidenta también optó por disciplinar, semanas atrás, a un grupo de intelectuales, encabezados por el director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, que pretendía impedir la presencia de Mario Vargas Llosa en la inauguración de la Feria del Libro porteña. Y puso en caja a la diputada ultrakirchnerista Diana Conti, cuando ésta insinuó su idea de propiciar la reelección indefinida para la primera mandataria. Pero hasta ahí llegó.
Hubiera bastado una simple decisión política, sin siquiera tener que recurrir a la violencia, para desalojar a los 40 manifestantes que impedían la distribución de los diarios frente a las plantas impresoras de Clarín y La Nación. Una decisión que le hubiera permitido a la Presidenta jactarse de que, con su gobierno, hay justicia para todos. Sin embargo, no fue así. No hubo tal decisión y, posteriormente, reinó el silencio oficial. Una manera de decir, como en otras tristes épocas de nuestra historia política, "al enemigo, ni Justicia".
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