sábado, 30 de abril de 2011

29 de Abril: Día del Animal

Perros de Guerra junto a los Soldados en Malvinas, Caballos criollos en la Conquista del Desierto, los caballos del Restaurador, los perros cimarrones y Chupete, el caballo inolvidable.
 
Perros de Guerra
La Infantería de Marina de la Armada Argentina cuenta con el honor de haber destacado perros de guerra en la Gesta de Malvinas de 1982, contándose con numerosas actuaciones heroicas por parte de estos "soldados".

Vogel
La Infantería de Marina de la Armada Argentina cuenta con el honor de haber destacado perros de guerra en la Gesta de Malvinas de 1982, contándose con numerosas actuaciones heroicas por parte de estos "soldados".
De la dotación de perros de guerra de la ARA Veteranos de Malvinas, el que superó a todos en longevidad, fue Vogel, un ovejero alemán nacido en la Base Naval de Puerto Belgrano e hijo de Tell y Nixie, también nacidos en la BNPB. Luego de la Gesta de Malvinas presidió todas las ceremonias de la Unidad luciendo en su capa la condecoración de Veterano de Guerra de Malvinas, y al fallecer el 1 de diciembre de 1991, fue enterrado en la BNPB mirando hacia las Islas Malvinas y con un monumento en honor a los perros Veteranos de Guerra.

Xuavia

La perra Xuavia estaba preñada cuando partió a la Gesta de Malvinas, siendo su Guía el Soldado C/62 Carlos Silva del Batallón Seguridad ARA Agrupación Perros de Guerra. En la noche del 13 al 14 de junio, luego de soportar un intenso bombardeo británico sobre las posiciones argentinas, Xuavia regresaba junto a las tropas patriotas a Puerto Argentino pero repentinamente se separó y corrió hacia la negrura de la noche. Varias horas después fue encontrada dándole calor con su cuerpo a un soldado argentino herido, el cual fue llevado prontamente hacia el hospital por los camilleros y enfermeros del Ejército. De no haber sido por Xuavia ese soldado habría muerto congelado y desangrado. Luego del conflicto Xuavia regresó a su base naval y dio a luz a nueve cachorros con parto normal. El padre fue Duque.

Tom

El camión me esperaba afuera, junto a mis soldados y los equipos. Tomé un gran manojo de camperas y me dirigí a la carrera, pero se me cruzó un perro de la base que habíamos criado desde cachorro y me hizo caer. Me levanté maldiciendo, tomé otra vez las camperas y retomé mi camino, pero a los pocos metros otra vez el perro me hizo caer. De la bronca, lo tomé y le dije "Estás jodiendo, entonces venís con nosotros a Malvinas" y lo subí al camión.

Al ver el perro, el soldado Cepeda me preguntó asombrado "¿Y eso, mi Cabo Primero? ¿Cómo se llama el perro?".

Entre risas le contesté "Desde hoy se llama Tom, porque vamos al Teatro de Operaciones Malvinas".

Al poco tiempo se transformó en el ser mas mimado y querido entre todos, pero debíamos ocultarlo de los superiores, por eso en las inspecciones siempre estaba dentro de algún bolso, campera o saco de dónde solo salía su hocico para respirar. Luego de unos días de espera en Santa Cruz partimos en un Hércules hacia las Islas Malvinas transportando a nuestro personal, dos cañones Sofma, un Unimog y desde luego a Tom, que para esa altura ya era otro soldado movilizado del Grupo de Artillería 101.

En Malvinas Tom se comportó como un bravo artillero. Cuando tirábamos con la máxima cadencia de fuego hacia los británicos, él se paraba delante del cañón como el mejor de los combatientes; siempre ladraba y jugaba con aquél que estaba bajoneado en los momentos de calma para darle ánimo; cuando había "alerta roja de bombardeo naval" era el primero en salir del refugio para buscar a los más alejados y el último en entrar a cubrirse; y muchas veces su instinto canino presintió los bombardeos aéreos antes que se gritara la alarma, lo cual manifestaba con ladridos que ya conocíamos. Compartía con nosotros la comida y los soldados le fabricaron un abrigo con los gorros de lana y bufandas.

El 11 de junio, a las 11:15 hs, un avión pirata se lanzó frenéticamente sobre nuestra posición bombardeando nuestro cañón y haciéndolo estallar, nosotros corrimos a cubrirnos y Tom, como siempre, parado sobre una roca ladraba dando la señal de alerta. El avión efectuó otra pasada, esta vez ametrallando con furia nuestra tropa que repelía el ataque con fusiles, en ésta oportunidad varios fueron heridos (yo entre ellos), y Tom, que corría avisándoles a los más distantes fue alcanzado por las esquirlas. El humo y el olor a pólvora cubrieron el lugar. Como pudimos, heridos, buscamos a Tom y lo encontramos tendido sobre una piedra inmóvil, con sus grandes ojos negros mirándonos y despidiéndose lentamente de sus camaradas.

Allí quedó para siempre nuestro cañón y el mejor testigo de esta Gesta, nuestro querido Tom. Allá en la fría turba malvinera él es otro bastión argentino, que junto a los héroes que dieron su vida por la Patria, significan soberanía y un especial estilo de vida. Cuando volví al continente, en honor a él, todos los perros que tuve se llamaron Tom y mientras yo viva así lo haré.

Tom en Malvinas fue mi mejor amigo. ¡Y yo... jamás olvido a mis amigos!

Fuentes
Oscar J. Planell Zanone / Oscar A. Turone – Patricios de Vuelta de Obligado.
Relato del Cbo 1º VGM Omar Liborio del GA 101, Ejército Argentino.

***************

Animales en la Conquista del Desierto: Caballos criollos
El indio se hizo dueño y señor de las pampas, gracias al caballo. El hombre blanco, por lo tanto, debía contar con la cooperación del corcel criollo para poder conquistar esa inmensidad “donde la vista se pierde sin tener donde posar”.

La preponderancia del caballo como medio de comunicación y transporte, así como del empleo de la caballería como principal arma de combate en la lucha de frontera, se explica perfectamente si nos atenemos a las características geográficas del escenario, las condiciones económicas del medio ambiente y el carácter de sus habitantes. No podemos olvidar que la zona por la cual luchaba el hombre blanco era un extenso territorio cubierto de praderas donde habían proliferado los caballos y vacas en estado salvaje, creando así una “industria” de la cual tomaban parte indios y criollos. El gaucho, como el indio de las pampas, era “hombre de a caballo”. Familiarizado con su uso se hizo magnífico jinete desde su infancia. El gaucho era por idiosincrasia un guerrero de caballería, su natural instinto y la aptitud de jinete adquirida en sus faenas rurales hacían de él un centauro que el ejército sabía aprovechar.

El miliciano “arrancado de su rancho”, como el soldado de línea era de ese pueblo que había hecho del caballo su complemento para todo aquello que fuera transporte, trabajo y hasta distracción. Sin él se encontraba perdido. Es como un ave sin alas. Apenas se afirma sobre el recado vuelve a recuperar su perdida prestancia y ese algo especial de su personalidad de magnífico jinete.

Una frase ha quedado en la historia como expresión del sentir gaucho ante la falta de su caballo. Es la que, lejos de su lar nativo, resume toda la desgracia del caudillo: “El Chacho” Peñaloza: “¡En Chile…. y a pie!

Esos hombres que siguieron a San Martín, Las Heras, Lavalle, Güemes, Rauch o Rosas, lo hicieron de a caballo y se sintieron consubstanciados con los regimientos que esos hombres dirigían con la maestría de consumados jinetes. La historia registra como los regimientos de caballería se remontaban hasta con redomones recién sacados de los corrales. Es que el gaucho-soldado era además de buen jinete un domador en potencia. Martín Fierro cantaría:

Yo llevé un moro de número,
sobresaliente el matucho!
Con él gané en Ayacucho
más plata que agua bendita.
Siempre el gaucho necesita
un pingo pa fiarle un pucho.

Y haría resaltar su regreso al hogar, a pie… sin la más preciada compañía del gaucho, como lo diría una copla popular:

Mi mujer y mi caballo
se han ido a Salta.
Mi mujer puede quedarse,
mi caballo me hace falta.

Así como el indio de las pampas se convirtió en el más tenaz de los guerreros y el mayor peligro para las poblaciones civilizadas de América, debido al auxilio que para sus correrías le facilitaba el veloz y resistente caballo pampa, así las fuerzas nacionales debieron recurrir a tan eficaz medio, que les permitiría llegar hasta las propias madrigueras del salvaje, a dar el golpe y volver a su guarnición, “malón blanco” que transitaría por las mismas huellas dejadas por el indio en sus “rastrilladas”, cicatriz enorme de la pampa que mostraba el lugar donde se produjera la herida profunda que malones sucesivos habían efectuado en el corazón de esa pródiga campiña bonaerense, al llevarse miles y miles de reses para los aduares pampas o los mercados chilenos.

Muchos escritores han dedicado brillantes páginas al caballo criollo y al caballo pampa del indio, verdadera joya que sabía correr en cualquier terreno y hasta boleado.

No puede dejarse de recordar que en la lucha contra el indio, fue una de las preocupaciones principales de todos aquellos que debieron contar con sus ejércitos para combatirlos, el tener a mano buenas caballadas, no solamente para llegar hasta las distantes tolderías o perseguirlos, sino para el momento de la pelea, que debía realizarse en caballos entrenados para las rápidas maniobras del combate.

Roca le informaba a Alsina en 1875: “…y contraerse a resolver este solo problema, sin lo cual nada se puede intentar: el medio de tener en todo tiempo buenos caballos”. (1)

En los distintos acontecimientos que se desarrollaron en torno a la línea de fortines, el caballo ha constituido el principal factor de muchas victorias o derrotas.

En los últimos tiempos, cuando las distancias a recorrer eran contadas por leguas, hasta el infante debió ser provisto de caballo, para poder sortear el difícil obstáculo de llanuras, lomadas, montañas, ríos y arroyos. Cuando era atacado, desmontaba y formaba en cuadro, haciendo valer la potencia de fuego de sus fusiles. Por eso el bravo milico supo escuchar esta:

Plegaria del caballo de armas

“No. No hundas las rodajas de tus espuelas, en mis ijares sudorosos. ¿No sientes, acaso, mis tirones pidiéndote más rienda? Quiero llegar al enemigo antes que la punta del acero de tu brava lanza.


Afírmate altanero en la silla, prepara el brazo y deja las riendas que yo no he de volver.


Mis ollares olfatean la muerte; pero soy criollo y voy al choque desafiante con el heroico escuadrón, tengo alas en los cascos, que nunca el enemigo vio de atrás y escucha, valiente soldado expedicionario mi relincho cual grito bronco y guerrero de mi raza.


Nada detiene mi ímpetu. Los caídos por la lanza traicionera que apenas hiere pero desangra, sí empañan sus pupilas con lágrimas ¡Interprétalas soldado! Como desesperación, tristeza, pena, al no haber llegado al encontronazo brutal, al crujir de huesos y dientes, a la lanza rota y al nervudo brazo rojo en sangre y al jinete que cae sobre el jinete y al grito y al insulto y al toque de carga repetido, como al mejor homenaje a ti, mi amo, a mis hermanos moribundos, que también mueren por la Patria”. (2)

En cuanto a la mula, se la proveyó en cantidades, supliendo al caballo en el transporte de los elementos necesarios para la vida de frontera. Siendo Roca comandante de las de Córdoba le informa al ministro Alsina que dispone de 500 mulas para enviarle a la frontera bonaerense, lo que da un alto índice de su utilización, pues se entiende que ese número era el sobrante de sus arrias.

En la zona montañosa de Neuquén su uso se hizo más regular, por la fácil adaptabilidad de este équido al terreno montuoso.

En un telegrama del coronel Racedo a Roca el 13 de enero de 1879 le dice entre otras cosas: “Con 600 mulas más, mi División estará pronta para la gran expedición”.

El perro fue el fiel amigo, compañero, guardián y “proveedor” en los momentos de soledad, vigilia y hambre que el soldado debía aguantar durante su permanencia en esos fortines. Durante la noche, su fino olfato y oído eran una eficaz ayuda para detectar a los invasores.

Remigio Lupo recuerda que en su paso por la línea de fortines tendida por Alsina encontró en un mísero fortín a dos soldados:

“…Por qué tienen ustedes aquí esta cantidad de perros? –les pregunté al ver una jauría de perros flacos que por allí andaban- Ellos nos conservan la vida, señor. Hay veces que nos faltan las raciones, y entonces comemos los animales que estos nos ayudan a cazar. Desgraciadamente esta escena de dolor la he visto repetida en muchos de los demás fortines…”

Las fotografías de los fortines los muestran en gran cantidad, y de que también acompañaban a su amo hasta en los ataques lo demuestra el perro que encontró, entre el bosque de caldenes de Malal, al cacique Pincén, que se había ocultado ante el ataque de las tropas de Villegas. (3)

Referencias
(1) Olascoaga, Cnl Manuel José – Estudio topográfico de la Pampa y Río Negro – Revista del Suboficial – Buenos Aires (1930).
(2) Com. 6 Destacamento de Montaña – Boletín Histórico – Junín de los Andes (1960).
(3 Schoo Lastra, Dionisio – El indio del desierto – Revista del Suboficial, Vol. 88, 1937.

Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Raone, Juan Mario – Fortines del desierto – Revista del Suboficial Nº 143.

*********************

Los caballos del Restaurador
“El mejor caballo que he tenido y tendré jamás, me lo regaló don Claudio Stegmann. Era bayo, del Entre Ríos, murió en la expedición de los desiertos del Sur, comido por un tigre…” ¿Quién es este anciano, rudo, de pequeños ojos celestes, de aspecto sólido aún que anota estas palabras al margen de una amarillenta carta escrita casi un cuarto de siglo atrás? Lo que a continuación agregó nos lo revelará. “…que encontrando después lo enlazó y mató el general Rosas”.

A muchos, muchísimos años de acontecido, Juan Manuel de Rosas recuerda al caballo y el episodio. Aquello sucedió en un pasado ya lejano, en las no menos lejanas pampas sudamericanas y el evocador está ahora en un lugar de las islas británicas, en “Burguess Farm” cerca de Southampton. Ni el tiempo ni el espacio le velan el recuerdo. La carta así acotada, ha sido escrita en 1847 por don Claudio Stegmann. Nada, en su texto, tiene vinculación con el comentario, como no sea el nombre del dador de aquel “bayo de Entre Ríos”. Es una simple solicitud de permiso para establecer una pulpería en el partido de Pila. Pero el peticionante le había regalado un caballo “el mejor que he tenido y tendré jamás” y esto ya nunca podrá ser olvidado por el Restaurador de las Leyes.

Gran caballista

Cualquiera sea el juicio que merezca la acción de Rosas en el gobierno del país –cosa ajena al tema que nos ocupa- no se puede dejar de reconocer la extraordinaria personalidad que, como hombre jinete y diestro en el manejo del caballo, tenía el rubio comandante de Los Cerrillos. Conocida es la importancia que para el encumbramiento de los caudillos argentinos tuvo la habilidad ecuestre; y es evidente que gran parte de su ascendencia sobre el gauchaje supo ganarla Rosas a caballo. Antes, ya Martín Miguel de Güemes, más que con su oratoria gangosa, salpimentada con palabras “no sanctas”, según Paz enfervorizaba al paisanaje con la bizarría de sus “marchadores” dispuestos en el lujo del accionar de sus manos como para un desfile victorioso. Rosas, joven aún, escribe su “Introducción a los Mayordomos de Estancia” revelando, con sus conocimientos rurales, un especial interés por el mejoramiento de los planteles yeguarizos. Entre otras recomendaciones, donde apunta ya su conocido puntillismo ordenativo, pueden observarse su preocupación en el mantenimiento del pelaje en las tropillas, evitando dar a los chasques, animales que pudieran alterar el orden cromático del conjunto; y sobre todo, la que reglamenta el servicio de yeguas en las manadas. Ahí establece que deben reservarse para padres los ejemplares más altos y mejor conformados, lo que hace suponer que de tal manera obtendría –mediante esta selección y los buenos pastos- caballos criollos de una alzada superior a la normal, tal como lo ocurrido con los caballos de los llamados Montos Grandes.

Adolfo Saldías dice que en 1820 Rosas solía montar un tordillo, cabos negros, “de grande caja, manos finas, nerviosas y atrevidas”. Como lo quiere la tradición criolla, este tordillo sería no sólo un pingo aparente, sino por su pelaje, un guapo andador. Es entonces un mozo de 27 años (había nacido en 1793) y ya sus mentas de jinete, pialador y boleador le habían granjeado la admiración del gauchaje. Y esto en una tierra de jinetes, donde el “maturrango”, es decir el escasamente capacitado para el ejercicio de la equitación, era mirado con menosprecio. Recordemos que en época de las luchas emancipadoras tal calificativo se utilizaba habitualmente para “descalificar” al soldado realista. Por aquellos años, correspondientes a la segunda década del 1800, Rosas, es reconocido –aún por sus enemigos políticos- como un extraordinario jinete. El mismo Sarmiento lo admite, cuando al hacer el elogio de su maestro, el presbítero José de Oro, “insigne domador (dice) de apostárselas a don Juan Manuel de Rosas…” ¿Y no es el mismo Sarmiento quien consagra a don Juan Manuel como el más corajudo para las “diabluras” a caballo cuando sale al campo a competir aparceramente nada menos que con López y con Quiroga? Si de todos aquellos caudillos el más fuerte, debe ser el más agalludo para gauchear sobre el caballo no hay duda alguna que el porteño ya está demostrando que es capaz de jinetear, no ya un chúcaro, sino el mismo país y “hacerle sentir las espuelas” como dirá años más tarde, el propio Rosas.

El ecuestre Restaurador

Ya instalado en el poder Juan Manuel sigue siendo el gran jinete de su juventud. Sus paseos por la Alameda, acompañado de su hija Manuelita, entusiasta amazona, como ya veremos, lo muestra siempre gallardo y arrogante, con su rozagante porte de lord inglés. Luego de su primer matrimonio inicia en marzo de 1833 su campaña “a los desiertos del sud” desde la guardia del Monte.

A esa expedición lleva su “crédito” ese bayo entrerriano que posteriormente había de ser devorado por un tigre. Son de imaginar las calidades de aquel caballo criollo, melancólicamente evocado por su dueño medio siglo después. ¡Qué flor de pingo habrá sido para que un experto conocedor como Rosas, que por razones obvias podía disponer del caballo que quisiese, le dispensara el premio de aquel enaltecedor recuerdo!. Pero el tigre que diera en tierra y convertido en piltrafa lo que fue una hermosa y soberbia criatura, piafante y vital, habría de ser ultimado por la mano de quien ya había demostrado que no solía tenerla liviana para el castigo.

En vísperas de Caseros todavía se le ve a don Juan Manuel revistando a sus tropas en un soberbio caballo gateado con el que, sin duda, reanimaría en Santos Lugares el un tanto alicaído entusiasmo de sus federales. Frente a ellos, días antes de la batalla, luego de hacer picar a su flete, hizo un tiro de bolas contra el mástil de una bandera al tiempo que gritaba un muera “al Imperio del Brasil”.

Cuenta el coronel Pedro José Díaz, jefe de una brigada de la infantería rosista, que ya empeñada la batalla se le acercó Rosas, jinete en su corcel de pelea, para hacerle una observación a fin de que preparara a sus infantes previniendo un movimiento envolvente del enemigo. “Diciendo estas palabras –relató más tarde Díaz- volvió la vista hacia atrás y halló cerca de sí un paisano a caballo que llegaba trayéndole una carta o un mensaje, no recuerdo de dónde; y sin esperar a que el paisano le dirigiera la palabra, “¿De dónde sale, amigo? –le dijo- ¡Qué buen caballo trae!” Notando en seguida que el paisano traía a la cabezada del recado las boleadoras. “Présteme esas boleadoras”, añadió. El paisano las desató inmediatamente y se las entregó. Rosas –prosigue Díaz- las tomó por los extremos, abrió los brazos para ver si tenían la longitud de regla y hallando que estaban un poco cortas “Esta no es la medida”, dijo, “le faltan dos pulgadas”. Luego, dirigiéndose a quien relatara esta escena, agregó: “Yo antes sabía un poco manejar esta arma; como ahora estoy demasiado grueso, tal vez no lo podré hacer. Sin embargo voy a probar”. Y volviendo al paisano: “¡Vaya amigo, galope, galope por allí un poco, galope!”. Cuando el paisano se alejó a la distancia que él juzgó conveniente, lanzó las boleadoras por encima de la cabeza de aquél, de manera que al caer envolvieron las patas delanteras del caballo. “Todavía me acuerdo” –dijo entonces y se separó del coronel Díaz para no volverlo a ver más. Este episodio al par que muestra la compleja personalidad de aquel hombre –no hay que olvidar que ya se había empeñado la acción bélica decisiva para él y su régimen- lo exhibe, a los sesenta años, aún hábil, en una prueba de destreza criolla que requiere buen brazo y una correspondiente capacidad ecuestre. Es sabido que después de la batalla de Caseros, o de Morón, como también se la llamara, el derrotado Restaurador de las Leyes, se llegó de un galope hasta el Hueco de los Sauces (la actual plaza Garay) donde escribió su renuncia “de una letra trabajosa” –decía- por tener herida la mano derecha. Montaba en aquella oportunidad un caballo picazo pampa, que poco antes de embarcarse rumbo a Inglaterra regalará al encargado de negocios de Gran Bretaña, Mr. Robert Gore a quien expresa: “Tengo que pedir a Ud. un favor; que salve mi caballo que está en la barraca tal, y que se encargue de cuidarlo y conservarlo en memoria mía”.

Casta de jinetes

Ya en Inglaterra, no decae en Don Juan Manuel su vieja afición a los caballos y el ejercicio ecuestre. Pero fiel a las tradiciones de su lejana tierra, no lo hace en silla inglesa sino en lomillo porteño, con el agregado (insólito seguramente para los británicos) del extenso repertorio de jergas, caronas, matras, caronillas, cojinillos y sobrepuestos que el recado criollo acopia. En carta a su concubina Eugenia Castro pide que le envíen otro lomillo porque el que tiene en uso le resulta corto. Pero lo que ilustra mejor acerca de sus indeclinables condiciones de jinete es lo expresado por Rosas desde Inglaterra en una carta transcripta por Carranza en el libro “La Revolución del 39”.

“…Voy obligado por caballeros aficionados a las carreras, a la caza de zorro y otras diversiones, a no faltarles. Gustan verme correr, de mis bromas sobre el caballo y demás de esas correrías afamadas”. Esto ocurría en 1854, es decir cuando el antiguo señor de Los Cerrillos ya hace tiempo ha dejado de ser un muchacho. Pero todavía por varios años seguiría en el viril ejercicio de la equitación en su chacra inglesa, levantada por él mismo, simulando el puesto de una vieja estancia pampeana con su montecito ensombrecido, potrero para los caballos y la tranquera abriéndose sobre la campiña invitadora a los largos galopes. Hasta allí suele llegar la hija Manuelita, en compañía de su marido Máximo Terrero y de sus hijos. En el museo de Luján se exhibe una carta de la hija de Rosas, dirigida desde Inglaterra a su amiga Pepita Gómez donde le cuenta, entre otras cosas: “…Yo monté a caballo y te aseguro que Tatita gozaba al verme sobre su caballo que yo creo que me encontraba hasta joven y liviana”. Sin duda alguna, la hija preferida de Rosas recordaría, en aquellos momentos, su heredada afición a la equitación y sus paseos hasta “los bajos de la Recoleta” o aquel que realizaba despidiendo a “mi Máximo” rumbo al campo de batalla poco antes de la definitiva acción de Caseros. En aquella oportunidad, según tradición, manuelita acompañó a caballo junto con una amiga, a su novio, hasta la calle real que llevaba al campamento de Santos Lugares (actual calle Nazca) para luego volverse y entrar a orar en la iglesia de San José de Flores. No es improbable que en esa ocasión entregara al elegido de su corazón, el pañuelo actualmente expuesto en el Museo Histórico Nacional. Años antes Manuelita había cabalgado por esos mismos lugares; pero entonces quien le acompañaba era un aristócrata inglés, lord Howden, plenipotenciario de Gran Bretaña que arribara a estas tierras en procura de un arreglo del espinoso conflicto producido entre la Confederación y los gobiernos de Inglaterra y Francia. El inglés, enamorado de la hija del Restaurador, solía salir a caballo –vestido a la usanza criolla- con Manuelita y sus amigos. Sánchez Zinny recrea sobre la base de ciertos episodios –muy especialmente a través de las cartas de la hija del Restaurador- las alternativas de aquel romance y al describir su “humana y atractiva cualidad de simpatía” expresa que “aumenta su potencia conquistadora cuando la lleva su corcel en alado galope”. Y agrega: “Pareciera absorber en su figura fugitiva, los misterios de la pampa, cuando sobre el lomo del brioso palafrén se lanza a la carrera”. Lo cierto es que la airosa amazona criolla, en aquella oportunidad, no sólo conquistó el corazón del enviado inglés –a quién, por otra parte, dio unas dulces “calabazas”, como lo prueban otras de sus cartas- sino que, de alguna manera influyó para que el plenipotenciario británico ordenara el levantamiento del bloqueo con gran alboroto de las cancillerías europeas, especialmente la francesa. Quizá no resulte aventurado conjeturar que en todo esto debió haber andado el hábil juego político del Restaurador, tan diestro en esto como en amansar al bellaco más “idioso”.

El salto de la maroma

Entre las destrezas hípicas de Rosas, y con las ya mencionadas que forman parte de lo que podríamos calificar de “trabajos-juegos” rurales, tales como domar, apartar, bolear, enlazar, etc. se encuentra el llamado “salto de la maroma”, peligrosa prueba prácticamente desaparecida de las justas tradicionalistas organizadas por los cultores de la vieja hípica nacional. ¿Qué es esto de “salto de la maroma”? Veamos como la describe J. Miller, comentando las costumbres camperas de antaño en el campo argentino. “Entre las cosas que hacen para divertir a los huéspedes, la destreza en montar a caballo es la ostentación favorita de un estanciero. Este dispone que traigan unos cuantos potros sin domar y que los metan en el corral, que es un círculo de fuertes estacas elevadas en el suelo y atadas unas a otras con tiras de cuero; algunas veces son de tapias de tierra o de piedra. Colocan una barra a una altura proporcionada en la única entrada que tiene el corral, la cual es tan estrecha que no cabe más que un caballo a la vez. Un peón se pone encima abierto de piernas y se deja caer perpendicularmente sobre el lomo de uno de los potros que pasan al galope por debajo y se sostiene en pelo, sin silla ni brinda, asegurando sus largas espuelas contra la barriga del potro, el cual principia a hacer corcovos, a dar coces, dar brincos, levantarse de manos, saltos de carnero (sic) y cuantos esfuerzos puede para tirar al jinete, hasta que asustado y rendido se deja manejar perfectamente”. Salvo los antojadizos saltos de “carnero” del equino, la descripción puede darse como valedera, ya que la riesgosa prueba consistía esencialmente en el “descolgamiento” de un jinete, suspendido del travesaño o “maroma” del corral, sobre el lomo del potro que –muchas veces junto con otros animales- pasaban tranquera afuera. Se asegura que Rosas para este “juego”, donde la menor falla en el cálculo podía convertir el “salto de la maroma” en un salto hacia la muerte, no buscaba peones para ejecutarlos sino que personalmente se encaramaba sobre la tranquera para “sentársele” al bagual que en un torbellino de polvo, crines y lomos tremantes, pasaba bajo sus ojos acerados y sus piernas vigorosas.

Carlos Ibarguren, hacia el final de su biografía “Juan Manuel de Rosas, su vida, su drama, su tiempo” describe los ranchos de “Burguess Farm” y dice que conoció al único peón sobreviviente, a principios del siglo XX, de cuantos trabajaron con Rosas allí. Se llamaba Henri Coward. “Este anciano –dice Ibarguren- callado y abrumado por la edad tornóse verboso al hablar de su ilustre patrón y de sus genialidades. Le evocaba montado en su caballo oscuro, que él mismo enlazaba y ensillaba con apero y que a los ochenta años saltábalo sin tocar el estribo, llevando lazo, espuelas y boleadoras”. Sin entrar a considerar si Rosas, octogenario –pese a su reconocido vigor físico- podría o no saltar sin estribar un caballo ensillado, resulta notorio que su vieja afición a la práctica ecuestre criolla no declinó ni aún al término de su vida.

Quizá haya un poco de jactancia cuando en carta a Josefa Gómez, le dice que a los 73 años, “tiro el lazo y las bolas como cuando hice la campaña a los desiertos del Sud en los años 33 y 34”, pero es evidente que su salud lo mantuvo fuerte y vigoroso hasta poco antes de su muerte, ocurrida en marzo de 1877. Por eso, no deberá resultar extraño que lejos y viejo, recuerde revolviendo papeles amarillentos de tiempo, aquel “bayo, del Entre Ríos” con el que seguramente disfrutó satisfacciones de jinete, que especialmente los que sabemos del goce del galope sobre el patricio atalaya de un pingo criollo podemos considerar y valorar.

Fuente
Aguirre – Los caballos del Restaurador.
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Todo es Historia – Año III, Nº 29 – Setiembre de 1969


***********************

Perros cimarrones

Pocas veces se ha dicho que el perro como el caballo, el arcabuz y la ballesta fueron las principales armas que usaron los españoles, no sólo para someter sino para aniquilar a los indígenas. No se crea sin embargo, que el perro de guerra fue una invención hispana. Era empleado en la antigüedad por griegos, romanos y bárbaros, como un verdadero combatiente, pero fue en América donde participó en las luchas entre europeos y naturales, con mayor fuerza que en el Viejo Continente.

Penetrando ahora en la médula del asunto, vamos a demostrar hasta que punto el perro, animal ignorado en América, se constituyó en el arma secreta del Siglo XVI.

El primero que apeló a la bravura de los perros de presa para esclavizar a los hombres primitivos del Nuevo Mundo fue el mismísimo Cristóbal Colón, quien en su segundo viaje trajo a tierras americanas una jauría de perros alanos. Unos grabados de la portada de “Historia de los Castellanos en las Islas de Tierra Firme y del Mar Océano” de Antonio Herrera, así lo documenta.

Con veinte alanos de pelo bermejo y hocicos negros, sostuvo el almirante un sangriento combate con los indios de La Española. Y desde entonces, la participación en la guerra de la conquista de estos perros de lucha constituyó un recurso despiadado que costó la vida de millares de indios.

A dichos perros se los adiestró en la caza del aborigen, cebándolos con su carne, según se desprende de la información de fray Antonio de Remesal, utilizada por el escritor Alberto M. Salas en su documento trabajo sobre “Armas de la Conquista”. Dice el padre De Remesal que el vientre de los perros “fue sepultura de muchos reyes y caciques aborígenes”.

Estas cacerías y perrerías del siglo XVI se generalizaron por todo el continente. El cronista Oviedo, habla de un perro famoso llamado Becerrico. Lo trajo Pedrarias en 1514 y fue padre del célebre Leoncico, nacido en la isla de San Juan y propiedad del descubridor del Océano Pacífico, Vasco Núñez de Balboa.

Leoncico era un verdadero maestro de desgarramientos y capturas. El solo hacía más muertos y prisioneros que los soldados de su amo, por lo cual, desde entonces, se le reconoció el derecho, por acuerdo unánime, a tener parte como cualquiera de los hombres de Balboa, en el botín de oro y esclavos. Por supuesto, que esa parte le correspondía a Vasco Núñez. Sobre este particular es interesante oír lo que el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo comenta de Leoncico: “Era hijo del perro Becerrico… y no fue menos famoso que el padre. Era de un instinto maravilloso… y era tan gran ventor que por maravilla se le escapaba ninguno que se les fuese a los cristianos. Y como lo alcanzaba, si el indio estaba quedo, asíale por la muñeca o la mano, o traíalo tan cariñosamente sin morderlo, ni apretarlo, como lo pudiera traer un hombre; pero si se ponía en defensa, hacíale pedazos. Y era tan temido de los indios que si diez cristianos iban con el perro, iban más seguros y hacían más que veinte sin él”.

En todo el Darién, según los cronistas de la época, se utilizaron perros de presa. Para no ser menos que Pedrarias y Balboa, Nicuesa, colonizador de Castilla de Oro, hombre de larga fortuna, agudo ingenio y eximio maestro de la guitarra, adquirió un perro que lo siguió en todas sus peripecias. Un buen día, este fiel animal leyó quien sabe que oscuros designios en los ojos hambrientos de su amo (Nicuesa y los suyos se morían de inanición en las márgenes malsanas del río Belén) que lo obligaron a salir, rabo entre piernas, rumbo a las montañas para no regresar más…

Nicuesa lamentó muchísimo la pérdida de su fiel animal, cuando dos días después de la desaparición del perro, el bravo y aguerrido capitán Alonso de Ojeda, colonizador de Urabá, llegó a salvarlo de tan difícil trance.

Volviendo a Leoncico, el can de Balboa, cabe destacar que en la mañana del 12 de enero de 1519, en la que su amo subió al cadalso con estoica dignidad, lo acompañó hasta último momento, y cuando la cabeza del conquistador rodó tronchada, Leoncico estremeció con su lúgubre aullido a los verdugos de Balboa.

La gran jauría de Gonzalo Pizarro

A fines de 1541, Gonzalo Pizarro, a la sazón gobernador del reino de Quito, emprendió la conquista del país llamado de la Canela y de Quijos, esas tierras misteriosas que algunos identificaban con el Dorado.

Partió Pizarro desde la ciudad de Quito al frente de 300 hombres, de los cuales llevaba un tercio a caballo. Iban además 4.000 indios auxiliares, 3.000 cabezas de ganado y nada menos que 900 perros de presa.

La marcha de la expedición resultó en extremo dura y fatigosa. Los perros fueron empleados esporádicamente y por puro entretenimiento para amedrentar a los indios de la provincia de Omagua. Don Gonzalo cometió actos de crueldad innecesarios “echando a los perros” contra los desprevenidos naturales.

La expedición resultó un fracaso y al emprender el regreso, los hambrientos soldados de Pizarro, que llegaron a comerse hasta sus correajes y adargas de cuero, encontraron en los famélicos perros un buen alimento, no desdeñando ni a los más sarnosos.

A esta altura de la narración perderíamos la oportunidad de señalar dos cualidades del perro archisabidas por el hombre de campo, si no nos detuviéramos un momento para consignarlas. El perro, por más bravo que sea, no ataca a las personas que se sientan o se ponen de rodillas o cuclillas. Oviedo, en su “Historia General”, cuenta al respecto este caso: “…soltado el perro luego la alcanzó y como la mujer le vio ya tan denodado contra ella, asentase en la tierra y en su lengua comenzó a hablar y decirle: Perro, señor perro…”. En estas circunstancias, los perros de los conquistadores sólo se limitaban a asir a los indígenas por la muñeca o la mano y llevarlos “tan ceñidamente sin mordedura y apretarse, como pudiera traer un hombre”. La otra cualidad es la de poseer un olfato especial que le permite percibir la cantidad excesiva de adrenalina que despide el cuerpo del sujeto asustado. Este olor tiene la particularidad de provocar el furor del perro.

Odio y terror al perro de presa

En las Isla de las Perlas, las conquistas de México y el Perú, la entrada del ejército de Diego de Rojas en territorio argentino, las andanzas y aventuras de Giménez de Quesada y Francisco de Villagra, tuvieron destacada actuación los perros alanos. Los soldados de Narváez hicieron destrozar por los perros a la madre del cacique Chirihigua y en Panamá murieron 18 caciques más en la misma forma. Los perros de Hernán Cortés fueron inmortalizados por los indígenas que los retrataron en las famosas telas de Tlaxcala, y Pedro Mártir de Anglería, menciona en varias páginas otros perros de guerra de la Conquista.

Se salía a “perrear” y a “ranchear” con la misma desaprensión con que salían de caza, pero esta arma poderosa de los conquistadores, que causaba justificado terror, se volvió pronto contra ellos. Algunos perros bravos se alzaron en Cuba, y al cabo de poco tiempo se multiplicaron de tal forma que llegaron a convertirse en serio peligro para los pobladores de las Antillas. Los indios comenzaron a amaestrar canes cimarrones y el perro, que había sido el terror de los americanos, pasó a formar parte del hábitat aborigen. En cada rancho había una pareja y no existía pueblo en América donde no se contaran quinientos o mil. Gonzalo Giménez de Quesada, fundador de Bogotá, preocupado por la proliferación canina, puso el grito en el cielo. Quesada pensaba –y pensaba bien- que llegaría un día en que “los indios puedan alzarse con el arma viva de estos animales” Proponía al rey de España que “mande que ningún indio pueda tener perro, si no fuere tan solo cacique, y éste que tenga un perro o dos solamente y macho y no hembra, porque no pueda hacer casta”.

Cimarrones y lobizones

No falta quien atribuya a esos perros cimarrones, tan feroces y devastadores de ganado como el lobo, el origen de algunas leyendas, supersticiones y refranes sobre el tema del perro. Mencionaremos las más conocidas, esto es, la del Lobizón y El Familiar; la del perro negro de las ceremonias del lavatorio de ropas de los difuntos; la de los perros fantasmas que acompañaban a los demás perros a ladrar a la Luna, a ver el alma de los que acababan de morir, a encontrar la cueva donde se escondía el secreto de alguna fuga mágica, a ladrarle a la Muerte y al espíritu de los condenados.

El terror y el odio al perro de presa en América, nace del pánico causado por los perros cimarrones que abundaban no solamente en las Antillas, sino también en la campiña uruguaya, donde según el padre Cayetano Cattáneo se habían multiplicado prodigiosamente durante el siglo XVIII. Oigámoslo: “Estos perros vivían en cuevas subterráneas. Feroces y crueles como los lobos y las hienas, llegaron a hacerse tan temibles, que se organizaron expediciones militares para exterminarlos”. Fray Gervasoni, contemporáneo de de Cattáneo, vio grandes manadas de perros en la Banda Oriental a comienzos del siglo XVIII. Repetiremos con Franklin Mayer, una frase de aquel sacerdote: “No he visto en ningún país, perros en tan gran número y de tan marcada corpulencia como aquí”.

Manuel Antonio de la Cruz, citado por Fernando Salas, juez de campaña en la Banda Oriental, escribía al gobernador Ruiz Huidobro: “… que es tanta la cantidad de perros cimarrones y lo mucho que procrean por el poco cuidado que hay en matarlos que es imponderable el daño que hacen a los ganados de manera que sin ponderación ninguna se puede asegurar que más de la tercera parte del procreo se lo come la cimarronada”. El juez solicitaba al gobernador que se ordenase a los vecinos a cooperar en la matanza de perros cimarrones.

Artigas utilizó a la “cimarronada”

Los perros cimarrones dejaron sin embargo, un recuerdo histórico que mueve a la gratitud ciudadana, como se desprende de la información de Arreguine sobre la situación de José Gervasio de Artigas en el año 1817. Es la siguiente: “Diezmadas se encontraban las fuerzas del Libertador; rota, aunque no abatida, su bandera; sombrío el porvenir y sin más esperanzas que la muerte, pero el altivo caudillo de los orientales rechazó con altura la degradante proposición que se le hacía, contestando al enviado del generalísimo portugués (general Carlos Federico Lecor): “Dígale a su amo que cuando me falten hombres para combatir a sus secuaces, los he de pelear con perros cimarrones”. Luego agrega el historiados: “Todo esto no fue un vano alarde, pues en más de una refriega, también éstos (perros cimarrones) tomaron parte a favor de los republicanos, de quienes parecían ser aliados en aquellas horas de correrías y vicisitudes en que los americanos compraban la independencia al precio de la vida”,

Diremos también, que estos perros cimarrones fueron los asesinos de un gran periodista: el famoso padre Castañeda.

Durante el coloniaje existieron también perros cazadores de avestruces, guasunchos y quirquinchos, de los que nacieron muchos proverbios, refranes, etc. “Nunca escapa el cimarrón, si dispara por la loma”, dice Martín Fierro.

Un can llamado Alce cuidaba él solo en los valles del Alto Perú colonial más de cien ovejas. En febrero de 1781 los perros de Oruro (Bolivia) participaron de la indignación popular de los criollos ante el descubrimiento de una conjuración extranjera. En Colombia se hallaron doce perritos de oro que parecen haber sido el símbolo de la lealtad en la complicada mitología indígena, y era creencia generalizada que el perro es hijo de Dios y el gato del diablo, y que su día es el jueves.

En el interior se creía que algunos perros nobles eran guías de almas y el ejemplo del trato que recibían en Chile sirvió de argumento a los araucanos para hacer oír sus razones en la lucha por la reconquista de sus derechos sociales y políticos.

Cuenta el cronista José Rodríguez Frosle, a raíz de la muerte de un arzobispo de Bogotá, en 1590, que una vez que se extravió mientras cazaba en las cercanías de las vertientes de Frusangá y que fue hallado gracias a una perra de propiedad de su sobrino don Fulgencio de Cárdenas.

Los perros de Carlos V

Mientras todo esto ocurría en América, en el Viejo Continente también seguían empleándose los perros en la guerra, contándose que figuraban 400 de la mejor raza en el ejército de Carlos V, utilizados para combatir a Francisco I de Francia; y sabemos que en el siglo XVI la milicia piamontesa equipaba los perros en número de 200, formando así cuerpos que les proporcionaban muchas satisfacciones en los combates de montaña.

En el libro del romano Flavio Vegecio Renato “De re militari”, se recomienda que en las torres de las fortalezas se tengan perros de olfato muy fino para avisar la presencia del enemigo.

Además de emplearlos en la vigilancia y en las luchas, los antiguos los utilizaban para sostener las comunicaciones entre los ejércitos y sus puestos de avanzadas. Para conseguir este objeto hacían tragar a los perros los despachos de que eran portadores, y al llegar a sus destinos se los mataba para extraerles del estómago el parte de guerra que conducían.

Los cronistas del siglo XVI nada expresan respecto a la rabia canina, cuya difusión llenó de horror las campiñas bonaerense y uruguaya durante la mitad del siglo XIX. Los perros cimarrones fueron portadores del virus, que no solo trasmitieron a los animales domésticos, sino al hombre, difundiéndolo en forma de epidemia.

Fernando Salas, que se ha ocupado exhaustivamente de los peros cimarrones que infectaban la campaña de la Banda Oriental, cita una lejana referencia de un delegado gubernamental en Paysandú, Nicolás Delgado, quien en el año 1808, en un amplio informe dirigido a las autoridades habla del mal de la rabia.

Fue tanto el temor que despertaron los perros a mediados del siglo pasado, que se llegó a disponer el exterminio total de los mismos, “exceptuando los de casta fina, los de agua, los de perdices y los de presa que sirven para resguardo de la casa, pero con prohibición de tenerlos sueltos y obligarlos a mantenerlos con bozal”.

Los perros cimarrones constituían verdaderas plagas en la campaña y lo fueron hasta bien entrado el siglo XIX.

En 1820, el gobierno de Buenos Aires organizó una “expedición” contra los cimarrones; se mataron muchos canes pero los soldados no quisieron regresar a repetir la hazaña porque en la ciudad los muchachos los llamaban “mataperros”.

Bernardino Rivadavia promulgó los más variados y extravagantes decretos, entre otros el que disponía la persecución de perros en Buenos Aires porque uno de ellos tuvo el atrevimiento de ladrar el caballo del Presidente, que, siendo mal jinete, dio con su osamenta en el barro. Esto permitió que al día siguiente, barras de chicos se divirtieran recorriendo las calles de Buenos Aires en persecución de “perros ladradores de caballos”, sobre todo si eran el “caballo del presidente”.

Tal vez por esta condición dañina de los perros, que se alimentaban de vacunos y lanares, como si fueran fieras, nuestros criollos nunca les tuvieron demasiado cariño. Al pero se lo tolera al lado del hombre de campo, pero sin provocar los extremos de mimos y cariño que otros pueblos, especialmente los anglosajones, suelen dedicarles. Cuando Sarmiento salió con aquello de “sed compasivos con los animales”, todo Buenos Aires se rió; el argentino era uno de los pueblos más incompasivos con los seres irracionales. Hasta Clemenceau se asombraría de l amanera brutal como se domaban los potros, en 1910. Es significativo que en el “Martín Fierro” nunca se hable de los perros y que muy pocos personajes célebres de nuestra historia hayan tenido a su lado canes. Una excepción fue Urquiza, que siempre tenía dos o tres muy grandes y los llevaba en sus campañas; el más conocido era uno llamado “Purvis”, tal vez en recuerdo del almirante inglés que mandó una de las flotas bloqueadora del Río de la Plata. Rosas no parece haber tenido perros en su intimidad e inclusive en sus famosas “Instrucciones” ordenaba no permitir más que unos pocos en los puestos y cascos de sus estancias.

Pero estas son ya historias particulares. Y lo importante de esta nota es establecer la evolución que tuvo la imagen del can en la historia americana y argentina: de terrible cazador de hombres y plaga de la campaña hasta el fiel y agradable compañero que es hoy.

Fuente
Abregú Mittelbach, Guillermo – Perrerías.
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Fernández de Oviedo, Gonzalo – Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano.
Todo es Historia, Año II, Nº 13, Mayo 1968.
http://www.revisionistas.com.ar/

************************

Caballo inolvidable

Chupete (1959 – 20/04/1992)

Darse cuenta de que, un caballo con treinta años de servicio ya lo dio todo, con la evidente torpeza motriz de intenso y acumulado servicio como integrante de la Fanfarria Militar “Alto Perú”, del Regimiento de Granaderos; y que de no mediar la intervención de la naturaleza, hubiera sido víctima del inexorable descarte.

Por eso el caballo de nuestra historia tenía algo más.

Los hombres de Caballería, acostumbrados al contacto con estos magníficos animales, advirtieron que este compañero protocolario tenía virtudes que lo diferenciaban.

La Jefatura dispuso entonces que el efectivo: “Chupete”, tal su nombre, pase a retiro con el grado de (Suboficial Principal), y que pueda deambular libremente y a voluntad por el Cuartel, haciéndose responsables todos los integrantes de la Unidad de su bienestar, y si el animal en su licencia, elegía otro box para descansar que no le perteneciera, no debía ser molestado.

Cuando mansamente se distendía en los márgenes de la caballeriza, y oía a lo lejos, acordes de la Fanfarria montada que se aprestaba a partir hacia un acto, ladeaba las orejas y en forma rauda e intempestiva se dirigía a reunirse con la comitiva, tomando su lugar de tamborilero (sin jinete), en la formación, en donde nadie se lo impedía, excepto cuando se lo apartaba y amarraba con un cinto al cuello, antes de traspasar los umbrales de salida del Regimiento, quedándose con las ganas.

Cuantas historias de amistad y respeto fluyeron en torno a este caballo.

En la última etapa de su vida del año 1992, se desplomaba de cinco a seis veces al día, y los soldados solidarios con el camarada, lo ayudaban con arneses a reincorporarse.

En Abril de ese año cayó circunstancialmente en el jardín histórico, y sus lánguidos ojos y rodillas vencidas indicaban que ya no iba a levantarse.

La Jefatura con dolor, a poco de conmemorarse el “Día de la Caballería”, ordenó sacrificarlo en ese mismo lugar y allí darle sepultura.

El Suboficial Mayor Oropesa que lo montó todos esos años, fue mudo testigo de esta despedida. Nadie pronunció palabra alguna, sólo había nudos en las gargantas.

Y cuando todo parece perdido y nos circunda la tristeza, aparece nuevamente como auxilio la imagen amiga de “Chupete” en el recuerdo, empujando con su hocico la puerta trasera del Escuadrón Chacabuco, en espera mañanera, que soldados le sirvan su ración diaria de mate cocido y pan en su balde, que comparte como de costumbre, junto a ellos.

La placa de homenaje en el Jardín Histórico dice: “Aquí descansan los restos del caballo “Chupete”, último exponente de la raza Orloff que prestara servicios en esta Unidad durante 30 años ininterrumpidos como timbalero”.

Fuente
Veintemilla, Sarg Ay Héctor Omar – (testimonio)
Urueña, Pedro Alberto – Presidente de la “Asociación de Granaderos Reservistas de la República Argentina” – (texto).
http://www.revisionistas.com.ar/

Más información http://www.politicaydesarrollo.com.ar/
Contacto: politicaydesarrollo@gmail.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario