Por Jorge Lanata
No hay nada más pornográfico que ver al kirchnerismo desnudo de poder. Ahora muestra lo que verdaderamente es: una secta violenta y alucinada con un concepto de la política que oscila entre los años cincuenta y setenta. Esta semana dos hechos lo pusieron en evidencia: la patoteada de Guillermo Moreno a Martín Tetaz en un programa de Canal 9 y la “fuga” de Hebe de Bonafini eludiendo su orden de detención. Moreno es el villano de una película argentina del cuarenta: un manojo de lugares comunes de la peor moral de barrio y un muestrario de violencia no tan contenida.
“No me puede decir mentiroso”, gritó. “El no es mi mujer”, agregó, haciendo gala de una lógica curiosa.
Quien se veía en pantalla –un viejito desequilibrado en pleno ataque de fascismo– había manejado la economía argentina durante años, la relación con las empresas, los institutos de medición, algunos contactos con el exterior. El era la Patria, él era la Nación, y, sobre todo, el era el Pueblo. Hace poco grabó un video que subió a las redes hablando del hambre. Lo hizo en serio, pero bien puede verse como un sketch de Capusotto. Ver a Moreno ahora saliendo del túnel del tiempo provoca tristeza y desazón, pero también debería hacernos pensar sobre nosotros: ¿cómo pudo estar años donde estuvo? ¿Cómo soportamos durante tanto tiempo que alguien nos tratara así?
La de Hebe era una rebelión anunciada: ya le había dicho al juez que “se metiera la citación en el orto”. Hebe se cree San Martín, siente en su fuero íntimo que los argentinos le debemos la democracia. Y si bien la Argentina debe reivindicar y honrar su lucha testimonial durante la dictadura, ese homenaje no la ubica fuera de los límites de la ley. Su complejo de superioridad es el que la llevó a decir, con liviandad, que le alegraba el atentado a las Torres Gemelas o las bombas de la ETA en los supermercados. Y todos mirábamos molestos pero silenciosos: y bueno... así era Hebe. Hebe estaba –le permitimos ponerse– más allá del bien y del mal. Su reivindicación de la violencia política fue permanente y llegó a transformarse en académica cuando las Madres fundaron una Facultad que, frente al desmanejo y por iniciativa K, el Estado tuvo que nacionalizar: allí existieron denuncias por persecución política y pago en negro a los profesores. Y bueno, era Hebe, no les alcanzaba para pagar los impuestos. Yo mismo, en el fallido diario Crítica, tardé un año en animarme a publicar una de las primeras denuncias sobre Sueños Compartidos. Lógica imbécil de la izquierda: creer que mostrar las miserias propias es darle pasto a la derecha. Un reciente informe de la AGN, ahora en manos del juez Marcelo Martínez de Giorgi, reveló que el Estado otorgó 1.295 millones de pesos para la adjudicación de menos de 900 viviendas, y que se detectaron desvíos por 42 millones de pesos hacia cuentas de los Schoklender. Pablo Schoklender, por su parte, ex director de Compras de la Fundación, le pide a Bonafini que explique qué pasó con los 150 millones de pesos que cobró con su firma desde que a él lo echaron de la entidad. ¿Hebe robó? Al juez le tocará dilucidarlo, pero hay algo ineludible: Hebe firmó. ¿Habrá pensando que San Martín estaba más allá del dinero?
En julio de 2011, la Justicia ordenó liberar del secreto bancario las cuentas de la hija de Hebe de Bonafini e inmovilizar sus bienes: la empresa Meldorek (de Schoklender) le compró a María Alejandra Bonafini el departamento que tenía en venta en La Plata.
En agosto de 2007 compró un departamento en la zona del Policlínico en La Plata, sobre la calle 67 entre 5 y 6, por 50 mil dólares. Hoy vale 65 mil.
A los cinco meses, en enero de 2008 compró un semipiso en la calle 44 entre 21 y 22, que vendió a Meldorek, de Sergio Schoklender. Tenía un valor de 80 mil dólares. En noviembre de 2009 compró la casa donde vive en La Plata. Su precio es 250 mil dólares. La Justicia investiga la venta del semipiso de la calle 44 porque en la escritura figura por 25 mil dólares y debió concretarse en 120 mil. Si San Martín puede, ¿por qué no podría Merceditas?
Hebe debería haber declarado el jueves en indagatoria, una instancia del proceso que, por paradoja, le permite al sospechado defenderse de cualquier imputación. Reaccionó como el soldado japonés que, perdido en una isla, no sabe que terminó la guerra: le escribió al juez una carta informal donde empieza hablando de 1977. Hebe, llevamos treinta y tres años de democracia. Alguien debería decírselo. Ni siquiera nombró un abogado que la represente en el proceso. Luego hizo declaraciones para la tribuna; dijo en Del Plata, la radio de Electroingenieria: “Que el juez tome la decisión que quiera, yo lo estoy esperando”. “Si me tienen que meter presa, que me metan”. Ambas declaraciones eran mentira: no acató la decisión del juez, que fue citarla, y evidentemente no quiere ir presa, porque escapó de la comitiva judicial y se escondió detrás de los pañuelos. Vale la pena recordar, a esta altura, que su conducta respecto de la Justicia no fue históricamente así: cuando en febrero de 2013 tuvo que ir a declarar lo hizo mansamente y salió de la audiencia con comentarios elogiosos hacia el juez. El magistrado era Oyarbide, y Hebe declaró durante tres horas. El jueves, con velocidad, el kirchnerismo residual se concentró en defensa de las Madres, cuando nadie las estaba atacando. Muchos estaban ahí, quizás, en futura defensa propia: Máximo Kirchner, Amado Boudou, Oscar Parrili, Carlos Zannini, Luis D’Elía, Martín Sabbatella, Axel Kiciloff. Otros, actuales funcionarios, caminaban por una delicada cuerda: el diputado Larroque, Roberto Baradel, Hugo Yaski. ¿Cuál será en el futuro la autoridad moral de un diputado que vota leyes y avala el incumplimiento de otras? ¿Con qué aval exigirán los gremialistas que se cumplan los convenios cuando avalan que se incumplan los Códigos? No se puede estar de los dos lados de la ley. Por otro lado, ¿por qué descontar que Hebe quedaría detenida, si suponen que es inocente? ¿De qué color es el caballo de Hebe?
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Cerré esta columna mientras Hebe de Bonafini viajaba a Mar del Plata, preguntándome en la radio cuándo llegaría a comer medialunas en Atalaya. A última hora de la tarde de ayer el delirio triunfó: el juez Martínez de Giorgi dejó sin efecto la orden de detención. Si existen en la Argentina personas con un fuero especial, ese fuero puede estar concedido por la concentración de un grupo de fanáticos o por la cobardía judicial a la hora de ejercer la ley. Si estuviéramos en los años ochenta cerraría esta nota diciendo que ganaron los carapintadas.
Clarín
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