viernes, 2 de noviembre de 2018

EN LA ESCUELA NO PERDONAR NI UNA

La primera y excluyente riqueza es la que tenemos adentro. Nuestro conocimiento. Nunca podrán robarnos lo que sabemos y entendemos. 

Por Alberto Asseff*


No es tiempo de más condescendencia con el error. El futuro se nos escurre. Es ineludible retomar el rumbo porque así como vamos nos aguardan demasiadas sombras.

Corea hace 60 años era un país rural, pobrísimo, sufriente – venía de la invasión japonesa y en ese momento era uno de los escenarios bélicos de la confrontación Washington-Moscú. Nuestro país en esos años aún conservaba la expectativa de ser – además de rector entre sus hermanos sudamericanos- una de las primeras naciones del mundo. Hoy el contraste continúa, pero invirtiendo los roles: Seúl es la capital de uno de los Estados más avanzados y tecnológicos mientras nosotros solo ‘progresamos’ en la cantidad de planes asistenciales, con una clase media que se va pauperizando en una movilidad social enrevesada. Antes, el hijo del obrero sería con los años profesor, científico o profesional; hoy el del maestro o universitario será un desempleado o, más dramático, un adicto.

Existen cien ideas de cómo afrontar esta desgarradora realidad nacional, pero no nos ponemos de acuerdo para seleccionar siete y decidirnos a llevarlas a cabo. Lo que es más grave, también existen decenas de dirigentes que la única ‘idea’ que poseen es la de acceder al poder para literalmente ‘hacer la de ellos’. Pero detengámonos en las cien ideas. De ellas hay que insacular una. Por lo menos una. La principal ¿Cuál? La educación.

La primera y excluyente riqueza es la que tenemos adentro. Nuestro conocimiento. Eso no lo saquean, desvalijan, ni todos juntos los de los ‘cuadernos’ del chofer Centeno. Ni los de los ‘cuadernos de antes ni los de hoy. Nunca podrán robarnos lo que sabemos y entendemos.

Corea es el resultado de una intensísima educación. Esforzada, metódica, moderna, tecnológica, capaz de agregar valor al trabajo, que es el secreto – cada vez menos opaco ya que todo el mundo sabe de qué se trata – de la riqueza, de los altos salarios – no para ganarle a la inflación, sino para abultar el poder adquisitivo, algo sustantivamente distinto -, del progreso social – no cacareado o ropaje para exhibirse, sino sentido en serio y traducido en hechos, especialmente enderezado a devolverle al pueblo ese maravilloso atributo de la movilidad social ascendente.

La educación requiere cambios curriculares, equipamiento actualizado, mejoras edilicias, magisterio reentrenado, familias involucradas, sinergia con la realidad económico-empresarial. Exige que se ponga el acento en enseñar a entender y sobre todo a pensar. Debe proveer a que los estudiantes porten toda su vida valores intangibles, pero de un inmenso poderío. La educación debe forjar personas fuertes. Que tengan claro el rumbo. Y la escuela debe primordialmente ser la cuna del civismo así como la familia lo es del amor y de los valores esenciales, esos que forman para siempre. De la escuela argentina deben egresar ciudadanos argentinos cabales. Esto se dice poco y hasta – como lo proclama alguna propaganda – se pretende que salgan ‘ciudadanos del mundo’. ¡No! Para ser del mundo primero debemos ser de acá.

Empero, la escuela debe centrar su misión en un eje fundamental: no debe perdonar ni una falla, desidia, displicencia, indisciplina, dejadez ¿Por qué la escuela debe ser estricta en ese punto? Porque es su obligación preparar a los niños y jóvenes para la vida ¿Acaso la vida perdona? Es un gran servicio de la escuela brindar los elementos que permitan superar los escollos, desafíos y meandros de la vida. Así como la familia nos da ternura, la escuela nos tiene que munir de fortalezas. El conocimiento es una de esas fuerzas. El firme cumplimiento de las exigencias propias de un estudio formativo es la otra faz de la fortaleza.

Lo que ha venido acaeciendo en nuestra educación con el aflojamiento – por no decir relajamiento – de la indispensable severidad con la que se debe enseñar y aprender tiene directa vinculación con el empobrecimiento de nuestra población. La inopia material es sobreviniente. Su origen es la pobreza espiritual y la ignorancia. Es la familia, como primera escuela, y la educación las que nos pueden sacar de la pobreza y reabrirnos el camino hacia un futuro de luces.

Somos hijos de una nación que se forjó en la idea facilista de que todo era sencillo porque habíamos nacido ‘ricos’. Así subimos al podio y así nos caímos de él. Para recuperar nuestro sitio, existe una simple, pero sacrificada fórmula: trabajo, esfuerzo, mérito. Todo empieza en la nueva escuela que hay que remodelar a fondo: con calefacción y comodidades, ¡claro está! Pero con requerimientos estrictos y mucha labor. Con una escuela que no perdone ni una. Porque la vida tampoco la va a perdonar y hay que estar preparados para afrontarlo.


*Diputado del Mercosur (ad honorem); diputado nacional m.c.; presidente nacional de UNIR 



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