jueves, 11 de julio de 2019

LA ECONOMÍA ATACADA POR LEYES ANTIECONÓMICAS


Generalmente, se culpa al gobierno de turno por los fracasos económicos que acaecen durante su gestión. No cabe duda que un gobierno puede cometer torpezas económicas y -de hecho- la mayoría de ellos (sino todos) lo hacen cada vez que tienen la oportunidad.

Por Gabriel Boragina ©


Nuestra mirada cortoplacista nos hace pensar que la culpa completa de los desastres económicos (grandes o pequeños) son del gobierno al mando del momento. Sin embargo, suele pasarse por alto que cuando un partido llega al poder, pesarán sobre sus espaldas y maniatarán su campo de maniobra de acción todo el peso de las leyes que le precedieron, y que en el país rigen desde décadas atrás.

En el caso argentino -al menos- la gran mayoría de estas leyes no sólo son inconstitucionales, sino que también son antieconómicas, y el partido gobernante (a menos que desee y pueda convertirse en una tiranía al estilo de la Venezuela chavista) está obligado a respetar todas y cada una de esas leyes, siendo el poder ejecutivo, meramente, el encargado de su aplicación.

Además de esto, también se soslaya que, no sólo gobierna el poder ejecutivo, y que este debe limitarse a rol de aplicar las leyes que ya existían y existen antes de la llegada del partido gobernante, sino que también gobierna el poder legislativo, que no para de sancionar leyes que, por lo general, también son cada vez más inconstitucionales y -por consiguiente- más antieconómicas. A pesar del tiempo transcurrido, creo que quien mejor expuso esto, que aquí simplemente delineamos, fue el prócer argentino Juan Bautista Alberdi en su maravillosa obra Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina según su Constitución de 1853.

Alberdi fue el inspirador más importante de la Constitución de la Nación Argentina, la que pese a las graves mutilaciones sufridas con la reforma del 1994 todavía conserva parte del espíritu de aquella Constitución Fundadora. En la obra señalada antes, el insigne Alberdi detalla cual es el verdadero espíritu de esa Constitución, y que puede resumirse en una sola palabra: libertad.

Podemos decir que, un país es lo que sus leyes expresan y no lo que sus accidentales gobiernos -en suma, pasajeros- dicen que es o quieren demostrar que es.

Es cierto que en el caso argentino la gran mayoría de los gobiernos han querido (y seguramente seguirán queriendo) estar por encima de las leyes (Constitución Nacional incluida) y a veces consiguen ejecutar actos que circunstancialmente les permiten estarlo. Pero hay todo un entramado o tejido social subterráneo al gobierno y que este -por muy grande y poderoso que sea- no puede controlar, y que está construido por la burocracia, las leyes administrativas y un gran armazón de enmarañada y compleja red de reglamentaciones, resoluciones y disposiciones que no hacen más que entorpecer la vida de los usuarios y ciudadanos comunes que son, en definitiva, quienes configuran el motor económico de una nación.

Porque la economía no la hacen los gobiernos ni las leyes, sino los seres humanos que son los únicos que pueden producir o impedírseles de hacerlo, y para esto último están precisamente las leyes, dado que para producir el hombre no necesita de ninguna ley, sino sólo de su esfuerzo y voluntad de trabajar y ofrecer un servicio o bien con el cual será retribuido por alguien que esté dispuesto a pagar por él.

Las leyes -sobre todo cuando son excesivas como en el caso argentino- sólo pueden obstruir e impedir el desenvolvimiento económico y productivo de la nación, jamás al revés. Porque aún sin leyes, el hombre tuvo que descubrir -después de salido de las cavernas- que la única manera de prosperar pacíficamente era intercambiando con sus semejantes bienes o servicios que otros necesitaban para obtener lo que él quería.

Y fue Adam Smith el que reveló que, gracias al egoísmo de los hombres las sociedades salen a flote, aun cuando esos seres egoístas no lo desearan. Simplemente, están naturalmente compelidos a colaborar con la sociedad -aun involuntariamente- proveyéndola de bienes y de servicios como condición sine qua non para poder llevar a su casa lo que él y su familia necesitan para subsistir y progresar. El egoísmo es el motor humano -como dirían los economistas clásicos- que no necesita de ninguna ley del parlamento para que la sociedad adelante por sí misma.

La hiperinflación legislativa es un fenómeno típico del intervencionismo más extremo, creando el síndrome que dimos en llamar de legalitis o legismanía, que podría definirse como pasión por las leyes o por legislar todo lo legislable y también lo no legislable.

Esto no quiere decir que no deberían existir las leyes -lo que sería un contrasentido, más proviniendo de una persona que ejerce la profesión de abogado- sino que, como todas las cosas de la vida, lo que debe evitarse es su exceso, ya que todos los extremos son peligrosos, y no debe haber ni déficit ni superávit de leyes, porque la ley no es un fin en sí mismo, sino un medio para un fin, que es que allí donde se quiebre la convivencia -por cualquier motivo que sea- debe existir una ley que permita reestablecerla y punto. La ley no debe cumplir otro rol que el indicado: ser un correctivo para normalizar una situación anormal, si es que esta no puede solucionarse por sí misma o -mejor dicho- por los interesados e involucrados en la controversia. Y, por supuesto, deben existir las leyes penales, sólo para evitar la justicia por mano propia y no por otras razones más sofisticadas.

Ahora bien, todo lo que exceda lo anterior, sobra, y termina siendo nocivo para la sociedad, porque lejos de aventar los conflictos, los atrae, genera y retroalimenta. Maxime como sucede hoy en día, donde hay -prácticamente- leyes para todos los gustos, grupos y personas, y donde la velocidad con la que el congreso las expide hace que todos quieran tener "su" ley, hecha a su medida e intereses, o para su colectivo preferido, sindical, empresarial, laboral, religioso, docente, LGTB, feminista, abortista, etc. Lo que crea no pocos enfrentamientos entre estos diversos conjuntos y otros no nombrados aquí, que como queda visto demuestran que la proliferación de leyes lejos de traer paz social trae inquietud y tensión social.

En rigor, basta una sola ley. Aquella que simplemente dice: "la propiedad es inviolable".


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