No hay delito que merezca una prisión sine die, sin condena judicial, ni persona que después de los 70 años no merezca gozar de la detención domiciliaria.
En las últimas semanas, las noticias vienen dando cuenta de la liberación de varios renombrados presos que cumplían con la prisión preventiva que les fuera ordenada a la espera de ser juzgados. Nos referimos a los acusados de estar presuntamente vinculados a hechos de corrupción, en especial ligados a la contratación de obras públicas, con sobreprecios y retornos, además de a eventuales delitos por lavado de dinero. Las resoluciones judiciales han causado inquietud en la opinión pública, que vincula esta catarata de liberaciones con un eventual cambio de gobierno, imaginando que, como la botavara de los veleros, un cambio de vientos modificaría la voluntad persecutoria de los magistrados.
La prisión preventiva con reclusión en un establecimiento carcelario parte de una presunción de responsabilidad del imputado que, por cierto, no se encuentra aún demostrada, ya que la etapa del juicio propiamente dicho no ha comenzado. El indiscutible principio de inocencia rige hasta la sentencia condenatoria. Una vez decretada la prisión preventiva, se mantendrá efectiva, esto es con privación de la libertad, si se presume que el imputado puede darse a la fuga o bien está en capacidad de entorpecer el proceso judicial, influyendo ante testigos, haciendo desaparecer documentos, alterando constancias contables o mandándolas hacer por terceros bajo control del poder del imputado. Tal fue el caso de Julio De Vido, exministro sumamente poderoso, con importantísimas vinculaciones y obedientes subalternos que podían entorpecer de esa forma el curso de la investigación.
Como bien ha señalado el Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires en más de una declaración, la privación de la libertad a través del mecanismo de la prisión preventiva no puede ser un fin en sí mismo, sino un medio instrumental y cautelar. Lo vital será que las actuaciones judiciales penales conduzcan sin demora a la instancia del juicio oral.
Una vez que los procesos se encuentran en condiciones de ser elevados a juicio, en gran medida desaparece la posibilidad de alterar las constancias judiciales incorporadas al proceso, de donde el referido temor desaparece y, salvo que se tema la fuga del detenido, se esfuman también las razones para retenerlo en cautiverio. Las normas indican que deben ser liberados. El juez puede fijar una caución o fianza para reforzar la presunción de que permanecerán en jurisdicción del tribunal, o bien decretar una interdicción de salida o un perímetro del cual no podrán alejarse. En algunos casos incluso corresponderá la detención domiciliaria, siempre más llevadera que en el recinto carcelario.
El escándalo desatado por la investigación denominada causa de los cuadernos, los graves reconocimientos de los arrepentidos y las múltiples y contundentes pruebas que se han ido acumulando durante la investigación de esta verdadera lacra social que compromete a funcionarios del gobierno anterior hacen presumir que los delitos no quedarán impunes y que muchos de los recientemente liberados retornarán oportunamente a cumplir las condenas que se les fijen. Confiamos en que solo hayan sido los cambios en la situación de las causas los que les han valido el beneficio de la libertad a los detenidos y no un cambio en la dirección de los vientos judiciales.
Apelando a los mismos inquebrantables principios que sustentan la administración de justicia, no deja de preocupar que el beneficio de la excarcelación de la cual gozan algunos de los imputados no se extienda a numerosos detenidos sin condena, y algunos sin proceso, retenidos por los llamados delitos de lesa humanidad. El encierro cautelar en el que se los mantiene, invocando la gravedad de los hechos ligados a la lucha armada contra el terrorismo, supera en la mayoría los diez años a la espera de sentencia. La ley debería ser igual para todos, y no hay delito que merezca una detención sine die, sin condena judicial, ni persona que después de los 70 años no merezca gozar del beneficio de la prisión domiciliaria que nuestra ley y el Tratado de Roma contemplan.
Haciendo gala de madurez democrática y de profundo respeto por las instituciones y el Estado de Derecho, no podemos sino congratularnos de que se aplique la ley y se libere a quien no da motivos para estar preso, sea por delitos de corrupción, lavado de dinero o lesa humanidad. La honrosa tarea de administrar justicia ha de acreditar el principio de igualdad jurídica ante la ley para desterrar privilegios o arbitrarias diferencias contrarios a una sociedad democrática.
Editorial La Nacion
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