A la presidenta de la Nación, Cristina Fernández, le estalló el affaire a las pocas horas de haber asumido. Y no tiene a quien echarle la culpa. No hay posibilidad de que la jefa del Estado se desentienda y culpe a la herencia recibida. Al fin, heredó el cargo de su marido, quien impidió la salida del gabinete de hombres cuestionados, rodeados de sospechas: Julio de Vido es el estigma.
Los flirteos con Hugo Chávez permitieron inversiones (cuando ningún país central quiere poner un dólar o euro en la Argentina), compra de bonos y promesas faraónicas (¿alguien recuerda el gasoducto del sur?) pero fueron alejando cada vez más al gobierno de un destino de racionalidad que la gestión de Cristina promocionaba en su campaña. Frente a la catarata de desgrabaciones que llegan desde Estados Unidos complicando a funcionarios y ex funcionarios, la Casa Rosada agudiza la tensión y envía misiles dialécticos hacia el gobierno norteamericano, ensanchando la brecha del escándalo.
Más allá de la complejidad del proceso que se sustancia (y que aún no se introdujo en las cuestiones más espinosas) hay episodios que no tienen justificación alguna. ¿Qué hacían los impresentables viajeros venezolanos en un avión rentado por el Estado argentino? ¿Por qué el entonces titular de la Occovi, Claudio Uberti, hacía las veces de embajador sin cartera? Si la verdad la tiene Aníbal Fernández, o la constelación de funcionarios que le adjudican a Estados Unidos una "operación basura", habrá que concluir que la ineptitud del gobierno no tiene límites.
Ahora, que es tiempo de preguntas más que de certezas, habrá que interrogarse si en verdad los 800 mil dólares estaban destinados a la campaña electoral del Frente para la Victoria o formaban parte de un negocio espurio entre el chavismo y el gobierno argentino. Cuestiones que se mezclan hoy en una marabunta de acusaciones, aderezado por protagonistas que parecen salidos de una película Clase B.
La presidenta de la Nación, pese a la gravedad de los hechos, prefiere no emitir palabra alguna sobre la cuestión. Cuando todos esperaban una mención en su último discurso pronunciado el viernes en Trelew, Cristina jugueteó con las palabras y se enojó con los organizadores del acto que enclavaron el palco frente a un viento demasiado frío pese al origen patagónico de la primera dama.
Existe en la Casa Rosada la creencia de que la sociedad no le asigna ninguna importancia al trasiego de la valija, y que todo es una conspiración de algunos medios, acicateados por el gobierno norteamericano. La primera hipótesis, si tiene correlación con la realidad, mostraría una foto que ya se ha visto en otras oportunidades. ¿Lo único que hace sobresaltar a la mayoría de los argentinos tiene que ver con cuestiones de bolsillo?
Atento a esta línea de razonamiento, se entiende por qué lo único que parece preocupar al gobierno es que el Indec sea manejado por control remoto, con índices que convocan al papelón pero que no provocan preocupación en la presidenta. Según los últimos datos oficiales, la pobreza baja a la velocidad de la luz, el poder de compra aumentó y desapareció la indigencia. Un dibujo que solamente podría ser aceptado por alguien embriagado de candor.
Aunque suene reiterativo, la inexistencia de una oposición sólida le ofrece todo tipo de respiro al oficialismo. ¿Qué se le podría reprochar a la sociedad por la falta de repudio al escándalo de la valija y a la grave denuncia de Poder Ciudadano sobre los gastos de campaña del Frente para la Victoria si la oposición se columpia entre el silencio y las preocupaciones por las elecciones legislativas del año próximo?
Sobran opositores, pero falta oposición. No se explica cómo no han ingresado decenas de pedidos de investigación respecto a los 800 mil dólares ingresados una fría madrugada de agosto de 2007. Tampoco se entiende la pasmosa inmovilidad de la Justicia argentina, que mira el escándalo desde lejos. Recién ahora que el ex magistrado Guillermo Ledesma (contactado para defender a Antonini) reveló la supuesta protección que Néstor Kirchner y Chávez le brindarían al venezolano se ha decidido citarlo para que ofrezca alguna explicación.
Fuera de los deseos imaginarios del gobierno y de la gelatinosa actividad opositora, la presidenta sigue sin poder remontar la cuesta. Lo que parecía imposible durante los cuatro años de mandato de Néstor Kirchner hoy es una realidad tangible: el Ejecutivo perdió la agenda por su propia inercia.
Le quedan a Cristina casi tres años de mandato con un escenario que cambió tras el extenso conflicto con el campo (del que ya casi ni se habla). Su gestión parece no haber acusado recibo, como si gobernara el país de las maravillas.
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