lunes, 9 de mayo de 2016
LOS MILITARES RETIRADOS
Por el Cnel.( R ) Carlos Rodriguez Lagrecca
Los retirados estamos jubilados, aunque tal condición no siempre es reconocida para algún descuento o ventaja de crédito en las habituales propagandas para viejos. No podemos reclamar una rebaja en el boleto del transporte, ni para una entrada al cine ni para ningún beneficio comercial.
Los retirados militares, en la práctica, no existimos para el circuito convencional de los jubilados. Sencillamente, hemos sido excluidos de esa categoría civil.
Este ejemplo menor de presunta tontería – a la que estamos acostumbrados y no nos aflige – solo cobra importancia en el contexto de la histórica y consecuente política de exclusión de los militares en la Sociedad Nacional.
La idea de ser diferentes –idea asumida tanto por civiles como por militares– deviene desde las profundidades de la historia que más allá de las épocas y de la evolución cultural siempre dejó en claro quien mandaba.
El mandato político que siempre fue la constante de predominio, o al menos en la apariencia de serlo, marcó la línea divisoria entre civiles y militares.
Leyes, decretos y reglamentos se ocuparon celosamente de enmarcar los deberes de los ciudadanos encargados de hacer la guerra, quienes debían ser adoctrinados para obedecer, concientizados para morir y para matar, entrenados en las más severas disciplinas, inculcados de valores de heroísmo y abnegación, reverentes de una bandera, fieles a las tradiciones
de la Patria , más que a un partido o a un gobierno. A esos ciudadanos con más obligaciones y menos derechos se les llamó Militares.
Hace ya medio siglo – por calcular lo menos y no adentrarnos más en el tiempo histórico – que nuestra sociedad está en guerra, aunque muchos parecen no darse cuenta. La lucha de clases es una constante presente en todas las expresiones políticas, culturales y sobre todo sindicales que pugnan por el poder. Todo se disfraza apelando a la libertad de una Democracia, en la que todo vale bajo el lema de que “la libertad es libre”.
Y el jolgorio se trasmite y se traduce en la práctica al comportamiento de los “compañeros”, la nueva estirpe de ciudadanos poseídos del poder revolucionario, los que tienen todos los derechos, los que gozan de todas las garantías, los que pueden actuar y acusar impunemente.
Pero los retirados no tenemos iguales derechos. Somos diferentes, ante los fiscales, ante los jueces, ante cualquier testigo que presuma de actor. Los retirados no somos defendibles, porque somos moneda devaluada según sople el viento y según convenga a las leyes del mercado político, en el que las garantías judiciales se manejan con desvergonzada discrecionalidad.
Reconozcamos entonces que los retirados somos viejos molestos, levantamos la voz de vez en cuando en discursos y revistas, en actos y conmemoraciones que existen solo en nuestro calendario respetuoso de los hechos del pasado, que con sus luces y sombras lo asumimos con la templanza de la responsabilidad.
Eso también nos hace diferentes, por la legítima pretensión de no aceptar las “historias recientes” de autores que han hábilmente cambiado la Historia.
Ya lo decía Maquiavelo y luego Goebbels: “El Poder no solamente se sostiene con la realidad, sino con la ficción que la moldea de acuerdo a sus intereses, la verdad pura no existe y solo es lo que la gente cree”. Una estupenda máxima que no está encuadrada en ningún despacho, puesto que lo obvio no necesita mostrarse. Puede que el sayo nos vista a todos, a militares y a civiles, pero a algunos les cae mejor que a otros.
Y en ese juego del poder, al cual la demagogia le es imprescindible, los retirados estamos convidados a la fiesta aunque no queramos participar. Parecería que hay cuentas impagas que hay que saldar y el juego de la silla siempre deja a alguno sin asiento.
Es divertido, pero se torna patético cuando nadie cuenta con ningún respaldo, cuando la justicia ciega, en la búsqueda de su balanza perdida, deambula entre nosotros y nos toca con el libro de la Ley. Y puede tocar a cualquiera, a partir de la certidumbre de que todos somos culpables. Pero hace trampa, porque no es tan ciega y tiene bien guardadas las pesas de la balanza. Y las usa con discrecionalidad y al albedrío de sus simpatías.
Pero contemos de nuevo las cartas a ver si están las cuarenta. Nada de esto nos hace olvidar el sinceramiento y la mano extendida del Sr. Presidente de la República con quien compartimos la idea de que una Nación no puede estar dividida y fracturada, de que la unión de todos no sólo es fundamental, sino que es posible imaginar un futuro promisorio, en el que la Democracia sea el
ámbito en el que podamos dirimir nuestras discrepancias en paz.
Pero parece haberse olvidado de que a la paz le son imprescindibles los atributos de confianza, dignidad y justicia. Para todos. Porque sin estos valores, la verdadera paz no podrá ser y no debemos consentir en que llegará cuando nuestras cenizas se pierdan en el tiempo.
El tiempo de la Democracia ha costado mucho; nuestra joven Historia ha pagado el precio de infinitas vidas de culpables y de inocentes, tragedias de guerra que no pueden ser reparadas por discursos partidarios en los que cada quien elige a sus héroes. Pero en esa discusión, las ideologías totalitarias no prosperaron aunque siempre estuvieron expectantes en la tribuna, esperando su tiempo para entrar a la cancha.
Y parecería que ese tiempo ha llegado. Porque aunque nos cueste entenderlo, debemos comprender que esta República está en riesgo, cautivada por una demagogia masiva y aviesa que, como en el cuento de la Bella Durmiente , guarda celosamente la llave de la cripta y que cuando el “paisito” despierte, no habrá ningún príncipe sino un Estado Totalitario metido hasta debajo de nuestras sábanas.
Alguien debe aclarar la diferencia, para que se entienda de una buena vez antes de que sea tarde. Pero ese “alguien” no aparece para explicarle a la ciudadanía la verdad que se oculta detrás de la pantalla del televisor. Hasta ahora nadie se ha animado a hacerlo con la convicción de un líder de verdad.
En ese confuso contexto político de pugnas de todo tipo, los militares obviamente estamos excluidos de participar. Apenas el derecho del voto que, como dádiva condicionada, se nos puede quitar apenas no se nos considere como correligionarios. Los autómatas mudos no pueden pensar, solo deben obedecer a la inteligencia de los númenes políticos. Eso es lo único que parece que está absolutamente claro.
La parafernalia de la Defensa está en manos de “civiles de confianza”. Son los nuevos Generales que el Partido dispone que debamos obedecer sin hesitación. ¿Debemos aceptar que la soberbia haya traspasado los límites de la sensatez? ¿Esa es la concepción del rol Militar en la Democracia ? No es un error ni un descuido, es una intención aviesa de la embriaguez del Poder.
Es un plan a cumplir perfectamente concebido que no admite discrepancias y que ha creado su propia justicia. A esto se le llama Poder y no vale equivocarse en ignorarlo.
Por eso los retirados tenemos una misión que cumplir, ya rompimos la barbada y no mordemos el freno pero tampoco nos creemos padrillos. Queremos ayudar, no queremos ser más excluidos y oprobiados y los Clubes que nos reúnen están haciendo un esfuerzo solvente y bien intencionado del uso del derecho de hablar y decir, que para ejercerlo hubieron de esperar cincuenta y cinco años de la vida de cada uno por lo menos, dada la prohibición legal a la que ningún ciudadano está sometido, salvo los militares en actividad incluidos los Generales. Parece una ironía, pero los retirados, somos la voz, a veces vibrante, a veces afónica, de los mudos creados por Ley.
Ello no implica que nos confundan con piqueteros, gremialistas furiosos, o dinosaurios descerebrados (como nos ha calificado un anciano esnobista fuera de época, que con su ejemplar soberbia, juzga e insulta sin noción de respeto por valores que no le son exclusivos y menos de su propiedad). Es comprensible y debemos ser condescendientes.
Pero nadie puede ignorar las circunstancias de su época, ni desentenderse del contexto político y social que influye en nuestros comportamientos y conductas, sobre todo cuando los caminos se cierran, la humillación escarna y no se ve un horizonte confiable. Cuando los nubarrones de tormenta nos ciegan y no vemos ningún puerto, solo debemos confiar en la mano que empuña el timón. Y esa es la gran duda: ¿es posible todavía confiar?
A los Retirados ya no nos queda tiempo para la duda, tenemos a la vista el Último Puerto, pero en él flamea una bandera que los nubarrones no pueden ocultar, es la de los valores, la de los principios, la de los deberes para con una Patria libre, la que no se arría ni se sustituye por ninguna otra, la que no se vende al precio vil de la demagogia oportunista y vengativa.
Cuando deje de flamear será nuestra mortaja, pero seguramente alguna nueva generación la volverá a izar. Esa es nuestra esperanza.
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