martes, 4 de diciembre de 2018

LA VÍCTIMA COMO ARQUETIPO

El arquetipo de la víctima es uno de los más despreciables síntomas de la decadencia de Occidente. 

Por Agustín Laje

Los arquetipos definen, para la sociedad, modos deseables de ser, haciendo las veces de puntos de referencia a partir de los cuales demarcamos un modelo de hombre al que imitar.

Los arquetipos son, desde luego, plurales y a menudo chocan entre ellos. No obstante, algunos siempre dominan y, en éstos precisamente, es posible rastrear condiciones materiales e ideales que estructuran a una sociedad dada.

Los arquetipos del héroe y del santo, propios del feudalismo cristiano, hablan por ejemplo a las claras del impacto de las invasiones, del lugar que en aquella sociedad ocupaba la aventura y la religión, y del complejo entramado de relaciones sociales que se tejían con el objeto de encontrar seguridad. Que la épica y la hagiografía hayan sido los modos más importantes de concebir el relato histórico en la Edad Media no es, en este sentido, una casualidad.

Con el mundo moderno el héroe es reemplazado por lo que llamamos “emprendedor”, y el santo por el revolucionario. En las puertas de la modernidad, como ha mostrado Michael Walzer en La revolución de los santos, el santo se vuelve revolucionario para luego secularizarse en su entrega en nombre no de Dios sino de alguna ideología, y el héroe deviene en emprendedor en ese camino que va desde la ética protestante (Max Weber) a la secularización ulterior del “espíritu del capitalismo”. Todo esto dice mucho sobre el trasfondo en el que los arquetipos se constituyen: en este caso, en una sociedad mercantil, estatizada y secular.

Pero estos arquetipos van perdiendo su fuerza, no obstante, en las sociedades posmodernas actuales. En éstas, la “víctima” va siendo progresivamente coronada como patrón ejemplar, como arquetipo: a ser como las víctimas debemos todos tender porque, como diría el dialecto millennial hoy día, ser “víctima” se ha vuelto “cool”.

Desde luego que al hablar de “víctimas” estamos hablado de su multiplicación ideológica hasta el absurdo, y por ello mismo decidimos entrecomillar; por su realidad farsesca y su función mistificadora. Hablamos de aquellos que, no estando representados verdaderamente en la pintura Angelus Novus de Paul Klee, sobre la cual Walter Benjamin dará forma a su célebre tesis del “ángel de la historia” para erigir su particular concepción del progreso como un proceso donde víctimas anónimas se van acumulando en el camino, desean fervientemente ser, sin embargo, parte de esta montaña de cadáveres.

Al ángel retratado, dice Benjamin, “bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado” pero una tempestad lo arrastra hacia el futuro. A nuestras pretendidas víctimas posmodernas, al contrario, bien les gustaría sentirse (no ser, claro) parte de lo destrozado, porque en los destrozos se encuentra la atención social que tanto reclaman para sí: una deliciosa caricia al alma egocéntrica.

En efecto, los aspirantes a víctimas de hoy usan IPhone, se movilizan en automóviles particulares, usan ropa comprada en algún mall de Miami, opinan en Twitter y nos muestran sus cuerpos por Instagram, comen al menos cuatro veces al día, queman las molestas calorías de lo que han comido en el “gym” y, por supuesto, van a la universidad, a menudo pagada con los impuestos de quienes no pueden hacer uso del sistema educativo porque están muy ocupados tratando de ganarse la vida y, por el mismo motivo, tampoco tienen tiempo para detenerse a pensar su condición de víctima de las “víctimas”. Tan perversa es la ideología victimista, pues, que le permite creer a sectores bastante acomodados que ellos también son “víctimas” de algo.
Lo bueno de constituirse en “víctima” es que ser víctima no exige nada; es simplemente un padecer. No exige ninguna acción, sino una sujeción. Y como la condición de víctima es impuesta por aquello que escapa a nuestra voluntad, en nuestra mistificadora autoimagen victimista evadimos cualquier demanda de responsabilidad individual: mientras resulta imperioso “liberarnos” de nuestra condición de víctimas exigiendo justicia para con nosotros, podemos al mismo tiempo liberarnos de nuestras responsabilidades porque nadie debiera pretender que una víctima se responsabilice de su desdichada situación.

Las “víctimas” hoy, paradójicamente, se sienten bien. Y es que, valga la contradicción, se convierten en partes activas del sistema dominante en el caluroso abrazo con el que el establishment las protege: Hollywood produce películas para ellas que, desde luego, la Academy Award luego premia en los Oscar; los más importantes multimillonarios del mundo financian sus ONG’s; la industria académica se ha concentrado en promover cátedras, seminarios, libros y conferencias que tienen a ellas por beneficiarias ideológicas; la ONU presiona en favor de las llamadas “políticas de reconocimiento” y se ofusca públicamente cuando en Argentina se rechaza democráticamente el aborto; los grandes medios de comunicación no hacen otra cosa que hablarnos amorosamente de ellas y silenciar voces “políticamente incorrectas” que puedan “ofenderlas” más de lo que, nos dicen, ya están; los políticos no pueden formular un solo discurso en el cual no sean invocadas, aunque sea en los saludos iniciales, donde el “todos y todas” ya es propio de un rancio conservadurismo frente al “todes”, capaz de incluirnos, por fin, a… todes.

¿No es, pues, realmente reconfortante ser “víctima” hoy? Desde luego que lo es, en la medida en que podemos gozar de la atención que las víctimas merecen sin padecer sus desgracias; recibir las caricias de todos los poderes imaginándonos independientes de ellos y sus intereses particulares y, aún más, pensándonos “revolucionarios”; resolver en nuestra presunta situación de “víctima” aquello que, de otra forma, merecería un juicio que nuestro aparato psíquico no está dispuesto a realizar.

Así, por ejemplo, la condición de “víctima” resuelve en la adolescente excedida de peso sus frustraciones estéticas en tanto que “víctima” de “gordofobia” o de “estereotipos de belleza sexistas”, mientras que al mismo tiempo resuelve el contradictorio sentimiento que la joven de cuerpo escultural tiene al querer mostrarle al mundo los resultados de su asistencia perfecta al gimnasio, entrecruzado con el pudor de evidenciar que ama la forma de su cuerpo más que cualquier otra cosa en este mundo. Si aquélla se queja en sus redes de un mundo “dominado por el machismo” que la quiere delgada, ésta subirá a sus redes una foto mostrando sus trabajadas nalgas con su tanga favorita, quejándose del mismo mundo “dominado por el machismo” que la quiere “culposa de su (perfecto) cuerpo”, sistema patriarcal contra el cual dirá de manera desafiante que ha hecho pública su foto, no vaya nadie a creer que ha sido por mera vanidad. Tal es la forma de la histeria de nuestros tiempos.

Y el mercado se adapta muy bien a las “víctimas”. La publicidad refleja con precisión lo rentable de tal “diversidad”: diversidad racial, étnica, estética y sexual constituyen la regla de oro para cualquiera que quiera hoy vender masivamente sus productos. Es una cuestión de marketing. Lo diverso vende, porque todos compran. Quienes no compran son los pobres, y a ellos no llega, por ello mismo, nuestra celebrada “diversidad” y la mentada “inclusión”. A ellos jamás los vemos en los anuncios que jactanciosamente aseguran incluir a todos, como la corrección política ordena.

Si las “víctimas” se sienten bien siéndolo, del otro lado de la ecuación todos podemos sentirnos bien en un mundo regido por el arquetipo de la víctima, porque hacer el bien es más simple de lo que parece y “cambiar el mundo” está al alcance de cualquiera. Incluir a la gente con el lenguaje no tiene que ver ni con el braille ni con el lenguaje de señas, sino con cambiar la “o” y la “a” por la “e”; ayudar a las mujeres no tiene que ver con desmantelar las causas socioeconómicas que están en la base del aborto (práctica que nadie, en principio, considera deseable para ninguna mujer), sino con legalizarlo y llenar los bolsillos de una industria que mueve cantidades incalculables de dinero; socorrer a los marginados no tiene que ver con facilitar un verdadero acceso universal al sistema educativo, sino con exigir un “acceso universal” a los mismos inodoros reclamando “baños mixtos” en colegios y universidades. Hasta los animales hoy son “víctimas” de nuestra dieta omnívora, y podemos mejorar el mundo no buscando soluciones económicas para quienes a duras penas si comen una comida diaria, sino escrachando a restaurantes que osan servir comida de origen animal.

El arquetipo de la víctima es uno de los más despreciables síntomas de la decadencia de Occidente. Sólo gente débil, inestable, manipulable, superficial, ensimismada, caprichosa y completamente incapaz de tolerar cualquier tipo de crítica podemos esperar bajo el imperio del modelo que hemos canonizado.

Prensa Republicana




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