Por Julio Rajneri
La Revolución Francesa consagró una trilogía incorporada después al texto constitucional de la Tercera República, que muchos pensadores adoptaron como un compendio virtuoso de una sociedad democrática.
Libertad, igualdad y fraternidad, tres palabras que expresan, cada una, nobles ideales humanos.
Aunque igualdad podría entenderse como "igualdad ante la ley" y, en una versión más moderna, como "igualdad de oportunidades", una interpretación literal habría de provocar una inquietante constatación: la libertad y la igualdad no son expresiones complementarias, sino antagónicas. Todo sistema fundado en la libertad conduce a poner en evidencia las desigualdades naturales de los seres humanos. Y para construir una sociedad donde reine la igualdad es necesario abolir la libertad hasta conformar un Estado totalitario.
El debate adquirió dimensión entre los grupos de la izquierda revolucionaria del siglo XIX. Pierre-Joseph Proudhon advirtió que así como el capitalismo garantiza la libertad desestimando la igualdad, la antítesis comunista sufre la contradicción inversa: destruye la libertad en nombre de la igualdad.
En 1866 la Primera Internacional se dividió entre Carlos Marx, que asumía la necesidad de la dictadura del proletariado para avanzar en una sociedad sin clases, y Mijail Bakunin, teórico del anarquismo, que rechazaba la dictadura y la existencia misma del Estado como instrumento de dominación. La división fue inevitable y habría de concluir con la fractura del congreso y el fin de la Primera Internacional.
De hecho este dilema insoluble constituyó el gran tema que dividió el mundo durante casi todo el siglo XX.
El capitalismo basado en la libertad creó formidables desigualdades y motivó la apasionada impugnación de quienes lo consideraban injusto. Pero esa desigualdad nacía del hecho de que quienes se esforzaban tenían su premio. El estudiante que se desvela por obtener el reconocimiento de una buena nota. El empresario que busca la eficacia de su empresa para tener mayores ganancias. El obrero o empleado que hace sacrificios para comprar bienes que le den más confort o mejores oportunidades para sus hijos. Todas expresiones de un ansia de superación que es, en definitiva, el motor que impulsa el progreso.
La revolución de octubre de 1917 llevó al poder en Rusia a Lenin y otros discípulos de Marx. En nombre de la igualdad instauraron una dictadura que, no obstante su carácter, despertó la esperanza y la ilusión de millones de personas. El comunismo se convirtió en una amenaza ideológica para las democracias occidentales. Con los años solo quedó en evidencia la asombrosa crueldad con que persiguió sus objetivos. En su nombre, decenas de millones de personas fueron asesinadas en la URSS de Stalin y la China de Mao. Y las democracias occidentales se convirtieron en el modelo a imitar para las multitudes sometidas.
El desencanto no se limitó solamente a las diferencias entre la democracia y una dictadura implacable. El verdadero desafío que se planteó a la utopía del marxismo fue determinar si la abolición de la libertad conducía a una reducción de la pobreza y al progreso económico del conjunto de la sociedad. Era nada menos que el cuestionamiento del fundamento ético y moral casi excluyente que sustentaba la necesidad de la dictadura.
Para los marxistas, la igualdad requería expropiar y eliminar a los ricos, culpables de la explotación y miseria de los pobres. Para el capitalismo la mejor forma de combatir la pobreza era estimular el progreso individual y favorecer su enriquecimiento en libertad.
La discusión fue zanjada cuando la realidad demostró que, para combatir la pobreza, el capitalismo era muy superior al comunismo y que los países que tenían menor cantidad de pobres eran los que tenían mayor cantidad de ricos.
Esta evidencia incontrastable determinó lo que Francis Fukuyama llamó "el fin de la historia", como el fin del desafío comunista igualitario a las democracias liberales. En otras palabras, si hay una sociedad mejor que la establecida por el liberalismo, no está detrás, en la historia, sino adelante.
Con una nomenclatura superficial diferente, el marxismo ha seguido influyendo en especial en el mundo académico occidental y entre muchos intelectuales de las denominadas ciencias sociales. Han desaparecido los poderosos partidos comunistas de Francia, Italia y España; los vietnamitas y chinos son los que registran la mayor adhesión a la libre empresa; pero se mantiene en el poder en Cuba, Corea del Norte, Venezuela y el grupo cada vez más reducido que integran los socialistas bolivarianos.
Bajo el común denominador de la igualdad y, consecuentemente, de los enemigos de la sociedad abierta, también se agrupa una parte considerable de la sociedad argentina. El kirchnerismo, los partidos trotskistas, la vieja guardia comunista reciclada detrás de Cristina, una parte considerable del sindicalismo peronista y diversas organizaciones piqueteras, con matices, expresan esa identidad.
Sus consignas más usuales comparten y evidencian la matriz ideológica que las alimenta. El actual gobierno gobierna para los ricos, sostienen. Macri expresa la voluntad del "poder concentrado", de "las corporaciones" y de quienes se oponen a "la inclusión social". Les sacan a los pobres para favorecer a los ricos, aseguran.
En la lógica del capitalismo, dictar normas que favorezcan a las empresas, a los productores, a la iniciativa privada es la forma de expandir el empleo y combatir las pobreza. Para los herederos del marxismo es gobernar para los ricos.
En un sistema fundado en la libre empresa, los creadores de empleo están en el sector privado de la economía. En una economía dirigista, destinada a impedir el enriquecimiento de los más aptos, la creación de empleo se concentra en el Estado, en el empleo público y en los planes de asistencia social, manejados por personajes más interesados en asegurar la fidelidad política de los beneficiados que en promover su crecimiento.
Aunque pueda considerarse la grieta que divide a los argentinos como una consecuencia de las diferencias que separan a las personas tolerantes de quienes apelan a la violencia verbal y física, en el fondo el verdadero abismo lo constituye la vieja lucha del comunismo igualitario con la libertad. Esta diferencia es irremediable y persistirá probablemente hasta que, como en el resto del mundo, los nostálgicos del pasado queden reducidos a grupos contestatarios activos, pero ya sin gravitación en los destinos de la República.
Editorial La Nacion
Libertad, igualdad y fraternidad, tres palabras que expresan, cada una, nobles ideales humanos.
Aunque igualdad podría entenderse como "igualdad ante la ley" y, en una versión más moderna, como "igualdad de oportunidades", una interpretación literal habría de provocar una inquietante constatación: la libertad y la igualdad no son expresiones complementarias, sino antagónicas. Todo sistema fundado en la libertad conduce a poner en evidencia las desigualdades naturales de los seres humanos. Y para construir una sociedad donde reine la igualdad es necesario abolir la libertad hasta conformar un Estado totalitario.
El debate adquirió dimensión entre los grupos de la izquierda revolucionaria del siglo XIX. Pierre-Joseph Proudhon advirtió que así como el capitalismo garantiza la libertad desestimando la igualdad, la antítesis comunista sufre la contradicción inversa: destruye la libertad en nombre de la igualdad.
En 1866 la Primera Internacional se dividió entre Carlos Marx, que asumía la necesidad de la dictadura del proletariado para avanzar en una sociedad sin clases, y Mijail Bakunin, teórico del anarquismo, que rechazaba la dictadura y la existencia misma del Estado como instrumento de dominación. La división fue inevitable y habría de concluir con la fractura del congreso y el fin de la Primera Internacional.
De hecho este dilema insoluble constituyó el gran tema que dividió el mundo durante casi todo el siglo XX.
El capitalismo basado en la libertad creó formidables desigualdades y motivó la apasionada impugnación de quienes lo consideraban injusto. Pero esa desigualdad nacía del hecho de que quienes se esforzaban tenían su premio. El estudiante que se desvela por obtener el reconocimiento de una buena nota. El empresario que busca la eficacia de su empresa para tener mayores ganancias. El obrero o empleado que hace sacrificios para comprar bienes que le den más confort o mejores oportunidades para sus hijos. Todas expresiones de un ansia de superación que es, en definitiva, el motor que impulsa el progreso.
La revolución de octubre de 1917 llevó al poder en Rusia a Lenin y otros discípulos de Marx. En nombre de la igualdad instauraron una dictadura que, no obstante su carácter, despertó la esperanza y la ilusión de millones de personas. El comunismo se convirtió en una amenaza ideológica para las democracias occidentales. Con los años solo quedó en evidencia la asombrosa crueldad con que persiguió sus objetivos. En su nombre, decenas de millones de personas fueron asesinadas en la URSS de Stalin y la China de Mao. Y las democracias occidentales se convirtieron en el modelo a imitar para las multitudes sometidas.
El desencanto no se limitó solamente a las diferencias entre la democracia y una dictadura implacable. El verdadero desafío que se planteó a la utopía del marxismo fue determinar si la abolición de la libertad conducía a una reducción de la pobreza y al progreso económico del conjunto de la sociedad. Era nada menos que el cuestionamiento del fundamento ético y moral casi excluyente que sustentaba la necesidad de la dictadura.
Para los marxistas, la igualdad requería expropiar y eliminar a los ricos, culpables de la explotación y miseria de los pobres. Para el capitalismo la mejor forma de combatir la pobreza era estimular el progreso individual y favorecer su enriquecimiento en libertad.
La discusión fue zanjada cuando la realidad demostró que, para combatir la pobreza, el capitalismo era muy superior al comunismo y que los países que tenían menor cantidad de pobres eran los que tenían mayor cantidad de ricos.
Esta evidencia incontrastable determinó lo que Francis Fukuyama llamó "el fin de la historia", como el fin del desafío comunista igualitario a las democracias liberales. En otras palabras, si hay una sociedad mejor que la establecida por el liberalismo, no está detrás, en la historia, sino adelante.
Con una nomenclatura superficial diferente, el marxismo ha seguido influyendo en especial en el mundo académico occidental y entre muchos intelectuales de las denominadas ciencias sociales. Han desaparecido los poderosos partidos comunistas de Francia, Italia y España; los vietnamitas y chinos son los que registran la mayor adhesión a la libre empresa; pero se mantiene en el poder en Cuba, Corea del Norte, Venezuela y el grupo cada vez más reducido que integran los socialistas bolivarianos.
Bajo el común denominador de la igualdad y, consecuentemente, de los enemigos de la sociedad abierta, también se agrupa una parte considerable de la sociedad argentina. El kirchnerismo, los partidos trotskistas, la vieja guardia comunista reciclada detrás de Cristina, una parte considerable del sindicalismo peronista y diversas organizaciones piqueteras, con matices, expresan esa identidad.
Sus consignas más usuales comparten y evidencian la matriz ideológica que las alimenta. El actual gobierno gobierna para los ricos, sostienen. Macri expresa la voluntad del "poder concentrado", de "las corporaciones" y de quienes se oponen a "la inclusión social". Les sacan a los pobres para favorecer a los ricos, aseguran.
En la lógica del capitalismo, dictar normas que favorezcan a las empresas, a los productores, a la iniciativa privada es la forma de expandir el empleo y combatir las pobreza. Para los herederos del marxismo es gobernar para los ricos.
En un sistema fundado en la libre empresa, los creadores de empleo están en el sector privado de la economía. En una economía dirigista, destinada a impedir el enriquecimiento de los más aptos, la creación de empleo se concentra en el Estado, en el empleo público y en los planes de asistencia social, manejados por personajes más interesados en asegurar la fidelidad política de los beneficiados que en promover su crecimiento.
Aunque pueda considerarse la grieta que divide a los argentinos como una consecuencia de las diferencias que separan a las personas tolerantes de quienes apelan a la violencia verbal y física, en el fondo el verdadero abismo lo constituye la vieja lucha del comunismo igualitario con la libertad. Esta diferencia es irremediable y persistirá probablemente hasta que, como en el resto del mundo, los nostálgicos del pasado queden reducidos a grupos contestatarios activos, pero ya sin gravitación en los destinos de la República.
Editorial La Nacion
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