Por Rogelio Alaniz
Es probable que Victoria Donda se inspire en la campaña electoral que en su momento alentara Macedonio Fernández. Según recuerda Borges, Macedonio consideraba que lo importante era llamar la atención a través de mensajes en las mesas de los bares, en algún libro, en alguna pared, todas iniciativas orientadas a ir acostumbrando a los desprevenidos ciudadanos con su nombre. Pues bien, la señora Donda viene practicando desde hace tiempo una estrategia electoral parecida que consiste en llamar la atención sea como sea. Tengo para mí que Macedonio era más responsable, más sobrio y, sobre todo, más inofensivo y menos manipulador que la señora Donda.
Una incógnita difícil de responder será si Victoria Donda a la hora de salir en defensa de un supuesto vendedor ambulante lo hizo movilizada por un sentimiento de solidaridad con los débiles, o como estrategia electoral, o, simplemente, para satisfacer su vocación de autopublicitarse con los recursos más propios de una vedette que de una política comprometida con los pobres, como le gusta alardear. Por lo pronto, hay buenos motivos para creer que (pasado el incidente con el delincuente por el que asumió su defensa, sin estar autorizada para ello) resulta por lo menos improbable que, de allí en más, se haya preocupado por el destino del joven que dijo defender, porque los actos de autopublicidad que a ella le gusta protagonizar no incluyen algunas otras incomodidades como hacerse cargo en serio de los dramas reales de la calle. Capítulo aparte podría escribirse acerca del joven quien seguramente se ha divertido mucho con la diputada que inesperadamente salió en su defensa, ignorando ella que su presunto desvalimiento disimulaba mal a un delincuente con más de ocho pedidos de captura que los policías sí percibieron al primer golpe de vista, mientras que Donda lo único que percibió fue la posibilidad de montar su propio unipersonal, mientras esa suerte de pyme constituida con sus colaboradores financiados con los impuestos públicos, se dedicaban a filmarla.
Axel Kicillof se destacó en otros años por ejercer una extravagante defensa de los pobres -y de su propia gestión- cuando en una entrevista de prensa le reprochó al periodista que le reclamaba que diera a conocer los porcentajes de pobreza de su gobierno con el sorprendente argumento de que indagar en esas cifras significaba “estigmatizar” a los pobres, una excusa oportuna para un funcionario que debía hacerse cargo de que en el año 2014 la cifra de desocupados creció en tal escala que estuvo arañando el medio millón de personas. Devenido años después en candidato a gobernador, gracias al “dedo” de su jefa, Kicillof se despacha en otra entrevista con otra consideración que según se mire puede ser desafortunada o lógica, porque es posible que en una entrevista hasta al funcionario más pintado se le escape alguna frase inconveniente, pero también puede ser que esa frase no sea más que la expresión de un concepto de sociedad en la que los delincuentes son víctimas de un supuesto orden social injusto. Que en una semana la señora Donda y el señor Kicillof hayan intervenido en sintonía con los principios de lo que se podía denominar “la línea Zaffaroni”, es posible que más que una casualidad sea una causalidad, más si se suma a estos episodios las ponderaciones que Guillermo Moreno hizo de los chorros (eso sí, con códigos) o el deseo que manifestó el señor Juan Grabois de “salir de caño” si alguna vez le tocaba ser pobre, especulación abstracta de este caballero -dicho sea de paso- porque el señor Grabois nunca fue pobre y, a juzgar por sus actuales actividades empresarias, es muy difícil imaginar que alguna vez le toque descender a esa condición.
Arrecian las amenazas de kirchneristas en la vía pública. En lo que modestamente a mí me corresponde, día por medio algunos energúmenos me insultan en la calle mientras me prometen peregrinar un largo y atormentado vía crucis cuando el pueblo llegue al poder. En general sus agresiones no me ponen más nervioso de lo que soy, mientras que a más de uno les he dicho que si no le tuve miedo a los militares que, convengamos, eran más eficaces que ellos, mucho menos le voy a tener miedo a miserables patoteros callejeros de la causa K, renacuajos redivivos de los camisas negras del Duce o de los miserables canallas de la Alianza Libertadora Nacionalista, Tacuara y las Tres A, los aportes humanitarios hechos por la causa nacional y popular. Insisto en que no les tengo miedo, pero la historia y los años me han enseñado a no subestimar el fascismo, las patotas regimentadas desde las cuevas nacionales y populares. Escribo esto, además, para poner en conocimiento a mis esforzados lectores que si se enterasen que un día de estos me atropelló un auto, o desde alguna azotea se precipitó algún objeto cortante, o si desde alguna moto o algún auto sin patente decidieran hacer realidad los deseos que alientan conmigo, dispongan de una pista para hallar a los culpables.
A Lenín Moreno, actual presidente de Ecuador, su nombre no le alcanza para ser considerado por el chavismo y sus aliados latinoamericanos, el representante de la derecha en su país y el gestor de los ajustes impuestos por el FMI. No conozco un solo acuerdo con el FMI que haya merecido los aplausos de sus supuestos beneficiarios, reacción previsible si se quiere, ya que no se sabe en este valle de lágrimas que alguna vez los deudores hayan estado felices con sus acreedores. Hay buenos motivos para sospechar que detrás de estas movilizaciones que obligaron al gobierno nacional a trasladarse desde Quito a Guayaquil, están las intrigas de Rafael Correa, el ex presidente de Ecuador, residente en Europa con su familia y acusado de numerosos episodios de corrupción como parece ser la constante en todos estos líderes nacionales y populares, quienes pareciera que su declarativa solidaridad con los los pobres los habilita para enriquecerse con los recursos públicos. Nicolás Maduro y Diosdado Cabello no pueden menos que disimular su satisfacción por los levantamientos populares en Ecuador e incluso se han tomado la licencia de condolerse por las víctimas de la represión, condolencia sospechosa si se quiere porque en estas movilizaciones en Ecuador murieron dos personas y las dos en accidentes, mientras que ni los mismos números ni las mismas circunstancias puede exhibir la dictadura venezolana, y al respecto alcanza y sobra con una ligera lectura al informe de Michelle Bachelet.
Alberto Fernández tiene todo el derecho del mundo para organizar actos electorales prometiendo que va a promover campañas para luchar contra el hambre, promesas fáciles de realizar -como Mauricio Macri muy bien lo sabe- entre otras cosas porque a través de ellas se supone que se conquista el corazón de los pobres y los no tan pobres, sin necesidad de abundar en mayores detalles. En todos los casos estamos hablando de promesas que se supone impresionan bien al hombre de la calle o, como le gustaría decir a Borges, al crédulo amor de los arrabales. Sería prudente que las promesas alguna vez vayan acompañadas de -aunque más no sea- una mínima explicación acerca de cómo harían efectivas recompensas tan generosas, porque nadie puede estar en desacuerdo en regalar medicamentos a los jubilados, duplicar los salarios o poner plata en los bolsillos de la gente, deseos fáciles de realizar en campañas electorales y muy difíciles de cumplir cuando se asumen las responsabilidades del poder. En un país ideal -y tal vez en un mundo ideal- lo justo por parte de los votantes sería exigirle a los candidatos que los pongan al tanto de las dificultades que deberán asumir y no los beneficios que les prometen y por lo general nunca cumplen.
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