jueves, 3 de octubre de 2019

NO VES QUE VENGO DE UN PAÍS QUE ESTÁ DE NIEBLA SIEMPRE GRIS…

No todos los que van a votar por Alberto Fernández piensan lo mismo, y algo parecido podría decirse de los que votarán a Mauricio Macri, porque me gustaría pensar que ambos candidatos convocan a multitudes y las multitudes, a diferencia de la “masa”, se resisten a practicar el peligroso ejercicio de la unanimidad.

Por Rogelio Alaniz

Contemplado desde otra perspectiva, los kirchneristas detestan a Macri y consideran que su presidencia es lo peor que le pudo haber pasado a la Argentina, del mismo modo que los votantes de Cambiemos están convencidos de que la candidatura Fernández- Fernández es la antesala de una tragedia nacional. La intensidad con que se viven estos antagonismos es lo que en nuestro actual lenguaje criollo se llama “grieta”, un corte político y cultural muy difícil de cerrar por más palabras tiernas que se atinen a decir de vez en cuando de un lado y del otro.

La pregunta a hacerse en este caso es si está bien que la Argentina se haya polarizado en términos tales que la existencia de una de las partes solo puede consolidarse con la desaparición de la otra. No hace falta abundar en demasiadas disquisiciones para admitir que no suele ser bueno para una nación este tipo de contradicciones exasperadas, contradicciones que afectan a la clase dirigente, a un sector importante de la sociedad civil y la intelectualidad y a sectores significativos de las clases medias. Al respecto, una primera respuesta fundada en el realismo sería que bien o mal, el problema existe y hay que asumirlo hasta las últimas consecuencia porque nada se gana con negarlo a través de convocatorias retóricas a una concordia en la que en el fondo muy pocos creen. ¿Y entonces? ¿Nuestro destino será el de vivir la discordia permanente con las consecuencias peligrosas que esas discordias provocan en una nación?

En homenaje al optimismo, podría decirse que más allá de estas turbulencias, también es muy cierto que los candidatos se esfuerzan (por ahora no discutamos si le vamos a creer o no) por presentarse como moderados, al punto que no conozco a un solo político que de la boca para afuera diga que la grieta es deseable, por lo que podría deducirse que por debajo de los fuegos artificiales y las grescas ideológicas, en la mayoría de la sociedad sigue gravitando el deseo de vivir en paz en un país normal. ¿Será tan así? Ojalá, pero incluso admitiendo que las escaramuzas políticas más confrontativas son patrimonio casi exclusivo de elites políticas minoritarias, importa tener presente (si la historia sirve de algo) que un país con sus elites enfrentadas de manera irreconciliable es un país con serios problemas para realizarse como nación y con serios riesgos de enredarse en conflictos cada vez mayores.

¿No hay salidas entonces? ¿Estamos condenados a agotarnos en las crónicas discordias, algunas de las cuales la mayoría de los argentinos ni siquiera conoce su origen cronológico? La respuesta a esta pregunta debo confesar que no la tengo, más allá de los buenos deseos o de las teorizaciones generales acerca de los beneficios de la paz universal y la bondad humana. Invito a quien quiera prestar atención al lenguaje belicoso, y a veces escatológico, de las redes sociales, a las jergas de la actual militancia política, para apreciar la distancia que existe entre las buenas intenciones proclamadas en nombre de la corrección política y las descarnadas realidades de la política cotidiana. Invito a que me respondan cómo es posible cerrar una grieta con quienes se resisten a admitir que la jefa de su causa fue la gobernante más corrupta de la historia argentina y la titular activa de una siniestra cleptocracia. La pregunta incluye a quienes sin ser peronistas y tal vez motivados por las mejores intenciones, se derraman en convocatorias humanitarias y tiernas acerca de los beneficios del amor entre los hombres.

En esta semana, sin ir más lejos, la candidata a vice jefa de gobierno de la ciudad de Buenos Aires se pronunció a favor de una Conadep para los periodistas, en sintonía con lo que ya dijera un caracterizado militante kirchnerista de la “cultura”, y si bien a las pocas horas pidió disculpas por sus palabras, a todos, o a muchos, les ha quedado en la boca la sensación de que la sinceridad o el “sinceramente”, estuvo presente en la primera declaración y las posteriores disculpas no fueron más que la consecuencia de un cálculo oportunista, un no adelantar lo que efectivamente se piensa hacer. También en la semana, el escritor Marcelo Birmajer fue amenazado en la calle, episodios que se repiten con demasiada frecuencia y que parecen expresar los deseos profundos de los partidarios del “Vamos a volver”. Alberto Fernández escribió un Twitter solidarizándose con Birmajer, una respuesta correcta de un candidato, pero que deja abierto dos legítimos interrogantes: ¿Hasta dónde es sincero el señor Fernández con sus disculpas? Y si lo fuera: ¿Hasta dónde podrá controlar a sectores que hoy por conveniencia electoral se esfuerzan por callar, pero que están dispuestos a ser activos y diligentes funcionarios del todavía inexistente pero deseado Ministerio de la Venganza?

Mientras tanto, Hugo Moyano vocifera desde la tribuna: “A Macri hay que echarlo a la mierda”. Prestar atención a la construcción de la “frase”. No dice “ganarle las elecciones”. Dice: “Echarlo”. Y esa palabra en un burócrata que nunca creyó demasiado en la democracia es de una sinceridad demoledora. Es muy probable que después alguien diga que lo sacaron de contexto o pida disculpas. ¿Disculpas por qué? ¿Disculpas por decir lo que piensa?

Capítulo aparte lo merecen las declaraciones de Horacio González acerca de una reescritura histórica “positiva” de la guerrilla de los años setenta. Digamos en homenaje a la sinceridad que lo que González pretende es la “puesta en valor” no de la guerrilla en general -no creo que el destino del PRT-ERP le haga perder el sueño- sino de Montoneros. Y agreguemos a continuación que si las palabras de unos de los intelectuales de primera línea del kirchnerismo pertenecieran al campo de los saberes históricos, podríamos permitirnos el lujo de subestimarlas o incluso resignarnos a librar en recoletos ámbitos académicos algunas de aquellas batallas por la historia que tanto nos suelen entusiasmar a los historiadores. Pero lo grave en este caso no sería recrear o reinventar un pasado que transforme a Firmenich, Vaca Narvaja o a Galimberti en próceres nacionales, lo grave es que estas palabras están dichas en septiembre de 2019, un mes antes de las elecciones y por el dirigente de una fuerza política cuyos seguidores amenazan con el “Vamos a volver”. Lo grave entonces no está en el pasado que estas declaraciones pretenden resucitar, sino en el presente que intentan forjar. No me preocupan tanto las huellas manchadas de sangre que dejaron algunas experiencias de los años setenta, como el intento mal disimulado de “recrear” algo parecido en la segunda década del siglo XXI.

Me preocupa, para decirlo de una manera suave, la cultura de la muerte de la que fue portador Montoneros, esa tentación a la que cedían con gusto para reivindicar algo así como el “Viva la muerte” que distinguió en su tiempo a algunos de los seguidores de Francisco Franco. Un repaso por las consignas más ruidosas y repetitivas de Montoneros confirma en toda la línea mis apreciaciones. Desde el “Patria o muerte” y “Libres o muertos”, pasando por pedir la “cabeza de Villar y Margaride”, a festejar con ruidosas manifestaciones de alegría el asesinato de Arturo Mor Roig o solazarse por la ejecución de Aramburu y considerar un aporte a la humanidad las ejecuciones de dirigentes sindicales, todo en Montoneros parece asimilarse a la muerte. Se dirá que estas consideraciones están fuera de contexto. Para nada. Es más, habría que recordar que la mayoría de estos llamados de la tribu a la muerte las realizaban contra el gobierno que ellos mismos habían votado y en el contexto de una democracia que estaba muy lejos de ser perfecta pero en la que ellos nunca creyeron y, por lo que puede apreciarse de sus actuales seguidores, tampoco creen ahora. ¿Hay algo más? Puede que lo haya, puede que deban distinguirse matices, pero lo que Horacio González no puede desconocer es que, le guste o no, el paisaje de Montoneros está teñido de sangre y muerte.


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