El terrorismo de Estado no sólo representó muerte física, sino precisamente ese plan retrógrado que quiso reorganizar la sociedad sobre bases profundamente regresivas y que afortunadamente fracasó.
Por Rodolfo Mattarollo
Por Rodolfo Mattarollo
Corría el frío mes de febrero de 1977, pleno invierno del Norte y estábamos sentados en el “bar de la serpiente” –llamado así por su forma zigzagueante– en el sector nuevo del Palacio de las Naciones en Ginebra. Por los amplios ventanales se veía el lago Lehman y más allá las nieves de los Alpes.
Nos reuníamos por primera vez en un encuentro que era formal dentro de su informalidad. Nuestros visitantes provenían de Buenos Aires. Nosotros estábamos en el exilio. Ellos eran dos, ambos miembros de un partido político e invocaban la representación de una organización de derechos humanos. Nosotros éramos miembros de la Comisión Argentina de Derechos Humanos (Cadhu).
La reunión se realizaba durante un receso de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Nuestros dos interlocutores se turnaban para explicar que existía un sector moderado de las Fuerzas Armadas –representado por el general Videla– y una facción “pinochetista” liderada por el almirante Massera. Había que respaldar al sector moderado y aislar al pinochetista.
Recuerdo que entre los miembros de la Cadhu estábamos Gustavo Roca y Lilí Masaferro de Laferrère, ya fallecidos, Eduardo Luis Duhalde y yo. Era difícil ignorar el parecido de Gustavo Roca con Orson Wells en Compulsión –los ojos saltones, la voz ronca, la indignación contenida–.
Respondimos que esas pretendidas diferencias constituían un gran error y hacían un enorme daño para el aislamiento de la dictadura en el plano internacional. Las disputas en el seno de la Junta giraban en torno de cuotas de poder y, como se supo más tarde por el testimonio de sobrevivientes de la ESMA, los avances en la represión ilegal se traducían en acumulación política dentro de la Junta Militar. Entonces dijimos que el Estado dictatorial estaba unificado en un proyecto estratégico de disciplinamiento social para reestructurar la sociedad argentina sobre nuevas bases. A esto llamamos el proyecto del terrorismo de Estado. Ese mismo año en España y el año siguiente –el del Mundial– en Francia y en Alemania, la Cadhu publicó el libro Argentina: Proceso al Genocidio. En ese extenso documento de 350 páginas adelantábamos lo que hoy Daniel Feierstein está llamando un “genocidio reorganizador”.
Recuerdo esta historia porque el lunes 19 de enero este diario publicó un reportaje a Juan Carlos Marín bajo el título “Hablar de terrorismo de Estado oscurece la realidad”. Según Marín: “Usar el término ‘terrorismo de Estado’ es salvar a toda la mierda que operó, ya que desaparece de la vista la sociedad civil, desaparece el gobierno, sólo queda el Estado”.
“No creo que hayamos sido los inventores de la categoría del terrorismo de Estado. Pero sin duda la aplicamos al caso argentino en un momento en que se pretendía presentar como meros errores o excesos la tragedia que estaba ocurriendo en el país. La categoría se refería y se refiere a una conducta masiva y sistemática que constituye un “ejercicio criminal de la soberanía estatal.”
Si alguna duda queda de lo que ha significado y sigue significando esa categoría en el contexto en el que se la ha aplicado en la Argentina, baste recordar que en aquel lejano documento –Argentina: Proceso al Genocidio– se documentaba con datos concretos cómo la represión de los trabajadores había sido el objetivo de más largo alcance del golpe militar.
Los romanos decían “tienen un destino los libros”. Los conceptos políticos, también. No se trataba de bandas aisladas. Emilio Massera le dijo al presidente de Francia Valery Giscard d’Estaing, refiriéndose a las dos religiosas francesas secuestradas y asesinadas por la Armada, que “en el ejército de tierra hay grupos fascistas”. La categoría del terrorismo de Estado dio por tierra con la pretensión de responsabilizar a bandas autónomas por los crímenes de lesa humanidad que se estaban cometiendo.
Es más, la concepción del terrorismo de Estado iba en el sentido que señala el mismo Marín, el de las amplias responsabilidades orgánicas del Estado y los sectores dominantes en la represión ilegal y la política antinacional y antipopular que diezmó a la Argentina desde el ’76 al ’83. La afirmación de Marín de que la dictadura era cívico-militar no puede sino compartirse.
La Secretaría de Derechos Humanos de la Nación inició una querella contra el ex superministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz. Todos sabemos que el Estado es mucho más que su aparato represivo. El terrorismo de Estado no sólo representó muerte física, sino precisamente ese plan retrógrado que quiso reorganizar la sociedad sobre bases profundamente regresivas y que afortunadamente fracasó.
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