La irrupción de Chávez en la política venezolana marcó un quiebre en la historia del país. Pero la crisis que azota a la nación caribeña muestra continuidades con el régimen anterior y amenaza su legado.
Por Pablo Stancanelli*
“Yo fui pobre desde siempre. Y cuando te digo siempre, es siempre; un siempre donde están mis papás, y los papás de mis papás y los papás de los papás de mis papás y así hasta el infinito, todos pobres, jodidísimos. Creíamos que la pobreza era para siempre, que era algo que estaba en nuestra naturaleza, pues. […] Nosotros sentíamos que no éramos nadie, que no teníamos valor, que no importábamos. Y eso fue lo que cambió Chávez. Eso fue lo que nos dio. […] Chávez me enseñó a ser yo y a no tener vergüenza.”
Estas palabras, pronunciadas por un personaje de la novela Patria o muerte (1), del escritor Alberto Barrera Tyszka (pág. 77), pertenecen al mundo de la ficción, pero podrían haber brotado de la boca de cualquiera de los millones de venezolanos que a lo largo de las últimas dos décadas abrazaron la Revolución Bolivariana liderada por el “comandante presidente” Hugo Rafael Chávez Frías. Su sentido, probablemente el mayor logro de ese proceso, eleva a Chávez al panteón de héroes populares latinoamericanos.
Pues si de algo no existen dudas es que, con sus aciertos, errores y contradicciones, Chávez fue y será una figura ineludible de la historia regional de fines del siglo XX y principios del siglo XXI. Fuerza motriz del giro político suramericano a fines de los noventa, embistió contra el dogma neoliberal imperante y sacó de su letargo vergonzante a las izquierdas afectadas por el derrumbe soviético, devolviendo a muchos, incluidos aquellos que recelaban de su pasado militar y golpista, el entusiasmo y la esperanza.
Chávez se lanzó a la carrera presidencial al salir de prisión en 1994, sobreseído por el presidente Rafael Caldera, dos años después de saltar a la vida pública nacional, el 4 de febrero de 1992, cuando tras liderar un golpe fallido contra el entonces presidente socialdemócrata Carlos Andrés Pérez, pidió por televisión a sus compañeros rendirse, al tiempo que afirmaba que sus objetivos no habían sido alcanzados… “por ahora”.
Éstos consistían básicamente en poner fin a la IV República, emanada del Pacto de Punto Fijo, celebrado tras la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez en 1958 por los grandes animadores de la vida política venezolana de la segunda mitad del siglo XX: Acción Democrática (AD) y COPEI. Dos partidos que mantuvieron a la nación caribeña en una situación de excepcionalidad democrática para la región, alternándose en el poder, repartiendo cargos y prebendas, sacando provecho del fabuloso maná petrolero nacionalizado en 1975. Miembro fundador de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, Venezuela creó gracias al oro negro un espejismo de progreso que mantuvo en su cauce al flujo de ciudadanos pobres que se agolpaban en miserables ranchos alrededor de las grandes urbes con la esperanza de disfrutar algo de ese presente griego de la naturaleza que ató al país a su papel de exportador primario e importador suntuoso.
La “siembra del petróleo” pregonada por el intelectual Arturo Uslar Pietri en 1936 se reveló infructuosa. Sus beneficios, dilapidados, no sirvieron a construir una industria competitiva. Y cuando, a partir de la década de 1980, la economía ingresó en una espiral de endeudamiento, fuga de divisas, inflación y aumento de la pobreza, Venezuela emprendió la vía neoliberal que llevó a la violenta revuelta popular del 27 de febrero de 1989. Conocida como “El Caracazo”, sorprendió al país a menos de un mes de que Carlos Andrés Pérez iniciara su segundo mandato anunciando un fenomenal plan de ajuste. Ante el aumento de la nafta –servicio básico nacional– y el transporte, estalló la furia. La brutal represión dejó miles de muertos, y marcó el principio del fin del bipartidismo pactado. La corrupción, la desigualdad y la creciente inseguridad se hicieron insostenibles frente a la crisis económica.
Polarización
En ese marco, Chávez se convirtió en el outsider que fustigaba al sistema con sus críticas a la corrupción, la globalización y la influencia de Washington. Su origen humilde, su piel mestiza, su rigor militar, su energía y labia inagotables acrecentaron su popularidad. Ganó las elecciones en 1998 con más del 56% de los votos y terminó de enterrar al bipartidismo al jurar sobre la “Constitución moribunda” y convocar a reconstruir la República bajo el signo de Simón Bolívar.
Forjó una nueva Carta Magna, que amplió los derechos ciudadanos, con mecanismos de democracia directa y participativa. Fue elegido nuevamente, y a partir de entonces, amado y odiado por igual –sin matices–, se convirtió en el sol alrededor del cual giró la vida política, económica y social venezolana. Su luz irradió a los humildes, que fueron incluidos en el debate político y se beneficiaron del auge de los precios del petróleo y la recuperación de PDVSA, un “Estado dentro del Estado”, que volcó inmensas sumas de dinero a “misiones” populares, mejorando notablemente los índices sociales. Su sombra se abatió sobre la antigua burguesía tradicional venezolana, los medios de comunicación concentrados y sobre todos aquellos que se le opusieron, convertidos en “escuálidos”. Éstos vieron enseguida en él a un enemigo e intentaron derrocarlo por todos los medios: golpe de Estado, sabotaje petrolero y un referéndum revocatorio –uno de los instrumentos novedosos de la Constitución–, del que salieron derrotados y desconcertados.
La sociedad se polarizó y Chávez se movió a sus anchas en ese juego. Ganó elección tras elección y, radicalizado, gobernó a voluntad, sin contrapesos, con completo control de la Asamblea Nacional y la Justicia. Llevó a Venezuela por el camino de un inasible “socialismo del siglo XXI”, mezcla de nacionalismo antiimperialista, cristianismo y capitalismo de Estado. Profundizó la participación a través de nuevos poderes comunales, pero su gobierno devino cada vez más verticalista. Creó milicias populares en defensa de la Revolución, militarizando a la sociedad y volcando más armas en un país con niveles alarmantes de violencia. Lanzó innumerables proyectos faraónicos que nunca se concretaron. Y a medida que incrementó los controles del Estado sobre la economía, crecieron también la especulación, la ineficiencia, el contrabando, la criminalidad, la corrupción y una nueva élite satélite, que aprovechó para sacar su tajada de la renta petrolera.
Por sobre todas las cosas, incrementó la dependencia del petróleo. Así, cuando los precios del crudo bajaron bruscamente, en coincidencia con una larga enfermedad que llevó a Chávez a la muerte, la magia se desvaneció. Y los graves problemas que aquejaban a Venezuela antes de su Revolución volvieron a la superficie.
Su sucesor, Nicolás Maduro, heredó un país en recesión, con una inflación desbocada y una grave penuria de alimentos y productos básicos, que amenazan con revertir por completo los logros sociales del proceso. Sufrió a su vez una dura derrota electoral en las legislativas del 6 de diciembre de 2015, cuando la heterogénea coalición opositora reunida en la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) alcanzó una amplia mayoría en la Asamblea Nacional, provocando un conflicto de poderes con el Ejecutivo y el Poder Judicial.
Envalentonada por el nuevo giro a la derecha regional, la MUD busca ahora aislar al régimen y sacar a Maduro del poder a través de otro referéndum revocatorio. Pero a pesar de sus divisiones internas, el chavismo mantiene su capacidad de movilización a través de una base social y electoral importante, reflejada en el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). El futuro se anuncia cargado de tensiones.
1. Tusquets, Buenos Aires, 2015.
Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
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