Se trata de Oscar Peltronieri, quien luchó cuerpo a cuerpo con el batallón inglés, salvando incluso a sus compañeros. Por estos actos le otorgaron la Cruz al Heroico Valor en Combate. Volvió y sufre olvido y miseria.
“¡Vayanse todos, carajo! ¡Yo me quedo y los cubro!”, contó el corajudo soldado sobre la batalla donde avanzó contra un batallón británico que, a fuerza de bombardeo y balas trazantes, buscó tomar el Monte Dos Hermanas.
Oscar Ismael Poltronieri cuenta que en esa batalla disparó casi sin respiro. Es que siente rabia porque una bala enemiga le acababa de pegar de lleno a su compañero de trinchera, lo vio caer muerto y el soldado quería matar a quienes lo hicieron.
Los muertos se suman con el paso de las horas: son casi 20. Llega la orden de replegarse. Poltronieri sabe que no podrán hacerlo bajo fuego enemigo. Y entonces grita que se queda, que él los cubre, que sino los van a matar a todos. El sargento Tito Echeverría le dice “vamos!”, pero él prefiere quedarse, ante esto el sargento quiere quedarse a luchar, pero el heroico soldado le recuerda que había recibido una carta de su mujer y acaba de ser padre. Tiene que conocer a su hijo, le dice. Es así que Poltronieri se queda solo en su trinchera.
Durante nueve horas mantiene inmovilizado al batallón británico. Y permite que sus compañeros se alejen del infierno. Los ha salvado. Eran las 6 de la mañana del 11 de junio de 1982 cuando el humilde soldado de Mercedes, Provincia de Buenos Aires, empezó a escribir su destino de héroe. Claro que él aún no lo sabía.
Una cruz en el pecho
Una Cruz de Malta de un lado, hecha en plata, y el brillo del Escudo Nacional del otro, realizado en oro. Es la máxima condecoración que da nuestro país. Tiene grabado en el metal: Cruz La Nación Argentina al Heroico valor en Combate. Pero Poltronieri no puede leer esa leyenda: “Hice hasta cuarto grado y se me hace difícil distinguir las letras”, explica con sencillez. Fue el único conscripto que recibió esta distinción.
Más allá de las medallas, Oscar es un hombre humilde. Se crió en el campo -estancia Santa Catalina-, donde su padre Ismael era puestero y su madre, María Esther Luciano -que parió diez hijos- la peleaba limpiando casas ajenas. “A las cinco de la mañana ya estábamos afuera, con helada y todo, porque había que trabajar”, cuenta. Cuando tenía diez años ya sabía carnear corderos, ordeñar vacas y montar como un jinete experto. “En Malvinas eso nos ayudó a sobrevivir: yo era el que agarraba las ovejas para que pudiéramos comer”.
La guerra lo encontró de franco. Era un domingo y le faltaba muy poco para recibir la baja del Servicio Militar obligatorio. “Volvimos al cuartel y nos dijeron que llamáramos a nuestros familiares para despedirnos porque nos íbamos a las Malvinas. Yo no pude avisar ni despedirme de mis padres. Sé que mamá lloró mucho y hasta se enfermó cuando supo que estaba en la guerra. Y mi papá se enteró recién en 1983, cuando el patrón de la estancia fue al pueblo, compró una revista GENTE con la tapa de Los Personajes del Año , donde yo estaba con mi uniforme, y le preguntó sorprendido: ‘¿Este no es tu hijo?’”.
Bombas en la noche
Cuando el avión que transportaba a la tropa aterrizó en el aeropuerto de Puerto Argentino, el 13 de abril muy temprano, la voz del piloto, quebrada por el llanto, despidió a los soldados: “Querría quedarme acá con ustedes pero no puedo. Ahora tienen que poner en práctica todo lo que aprendieron en el Ejército para defender la Patria”. “Ahí me di cuenta que no era una broma: íbamos a la guerra”, recuerda Oscar.
“Cuando los ingleses no atacaban ni tiraban bombas aprovechábamos para dormir un rato. Nos íbamos turnando. En las trincheras éramos todos iguales: no importaba si eras cabo, subteniente o sargento. En la guerra no había diferencia”, recuerda “Poltro”, como comenzaron a llamarlo en las islas, y le quedó para siempre.
La primera vez que vio a los británicos sintió que el corazón se aceleraba. Estaban desembarcando. “Le pedí los binoculares al subteniente Marcelo Llambías Pravaz y vi un helicóptero que no era nuestro volar a baja altura y bajar carga”.
“Cayó un misil y nos tiramos todos de panza. Una esquirla le pegó a un soldado y se nos desangró. El tiroteo empezó a la madrugada. Disparamos hasta quedarnos sin municiones. Ahí fue cuando la compañía se replegó y yo me quedé cubriéndolos. Como habían matado a mi compañero, yo pensé que esa madrugada también iba a morir en la trinchera. Tenía miedo, todos lo teníamos. Pero cuando las papas queman hay que pelarla”.
Una bandera blanca
“Si pasa algo, el punto de reunión es el cementerio”, le habían dicho sus superiores. Cuando se quedó sin municiones, Poltro enterró su ametralladora -“para que no se la lleve ningún inglés”- y caminó, exhausto por la dura batalla, hasta Puerto Argentino. Nunca imaginó que allí lo esperaba la peor noticia.
“Vi la bandera blanca en el mástil. Empecé a llorar de bronca porque eran las tres de la tarde y muchos de nosotros seguíamos peleando y muriendo allá arriba en los montes. No sabíamos que a las 10 de la mañana ya se habían rendido”, revela emocionado. Lo tomaron prisionero, lo llevaron a un galpón y recién allí vio la cara de sorpresa de sus compañeros: dos veces lo habían dado por muerto. “Mi destino era volver”, reflexiona.
“Cuando llegamos al Continente nos llevaron hasta Campo de Mayo. Y después en un colectivo hasta el cuartel. Nos dijeron que no teníamos que contar nada de lo que había pasado en la guerra. Querían escondernos, olvidar la guerra”.
Dado por muerto
En el Regimiento 6 le avisaron que su madre estaba internada en el hospital: había sufrido una crisis nerviosa. El día anterior dos oficiales del Ejército habían llegado hasta su humilde casa para comunicarle: “Su hijo murió en la guerra”. “Corrí hasta el hospital y cuando llegué no me dejaron pasar. Me enfurecí: ‘Rompo todo’, les dije. ‘Yo recién vengo de la guerra y mi madre está tirada en una cama porque le dijeron que estaba muerto… ¡Y yo no estoy muerto, estoy, vivo! ¡Nadie me va a parar!’”. Poltro encontró a su madre postrada en el lecho de una habitación. La mujer gritó al verlo. Se abrazaron llorando: “Quedate tranquila viejita, no llores, estoy vivo. Volví”.
La otra guerra
“Nosotros no tuvimos una guerra, tuvimos dos: una en Malvinas y otra peor al regresar”, dice con amargura. Y cuenta el calvario que vivió como veterano en medio de una sociedad que solo quería olvidar la derrota. “No nos daban trabajo. Éramos los locos de la guerra. Yo vendía calcomanías arriba de los trenes, así con mi uniforme verde. Y la gente me gritaba: ‘¡Que te las compre Galtieri!’. Nos despreciaban, no querían saber nada con nosotros. Nos daban la espalda porque habíamos perdido la guerra”.
Todas las puertas estaban cerradas. Era un héroe olvidado. Así durante tres años. Hasta que una mañana, Juan Carlos Mareco lo entrevistó en Canal 7. Conmovido por su historia, le consiguió un puesto en La Serenísima. El trabajo ayudó a que no faltara pan para su mujer y sus cuatro hijos, pero no pudo quitarle el dolor que le provocaba la desmalvinización que lo convertía casi en un paria. “Ya a nadie le importaban nuestros muertos y menos los que nos habíamos jugado el pellejo”.
El héroe un día sintió que ya no podía pelearle más a la vida. “Pero Dios se apiadó de mí”, dice. La soga que se había atado al cuello se cortó. Su hijo mayor lo encontró tirado en el piso, llorando. Corría 2002 y la miseria otra vez lo había alcanzado. “Decidí vender mis medallas”, cuenta. Una nueva nota periodística lo salvó: Clarín publicó la historia del héroe olvidado. El entonces presidente Eduardo Duhalde lo llamó y el Ejército le dio trabajo en Campo de Mayo, que mantiene hasta hoy.
En su ciudad natal una callecita cortada lleva su nombre. Y en la plaza, ahí muy cerca, tiene un monolito que recuerda su valor y coraje en las islas. Leonor, la mujer con la que comparte su vida desde hace tres años, no disimula el orgullo: “No solo es un héroe, es el hombre más generoso que conocí”.
1 comentario:
A este Héroe Argentino habría que hacerle un monumento en bronce del tipo que los yankies hicieron en Iwo Jima.
Publicar un comentario