Los motivos de la lucha son muy dispares, pero el denominador común es la invisibilidad, un perfil de todas esas fuerzas que atacan y se borran -tirar la piedra y esconder la mano, solía decirse- aunque a veces se inmolan mediante el suicidio ritual que culmina sus actos y que les otorga un dramatismo adicional.
Durante el último siglo se han multiplicado los ejércitos invisibles. Ya no marchan públicamente con banderas y uniformes, acompasados por el trote de la caballería ni apoyados por el rugido de los cañones o la música de las bandas, porque serían incapaces de encarar de manera frontal al enemigo. Han canjeado la batalla por el arma furtiva del acoso, abandonando la concentración masiva y optando por una dispersión de efectivos o una asombrosa economía de recursos -los atentados del World Trade Center fueron cometidos por diecinueve individuos- con lo que se vuelven impalpables. A lo largo de las últimas décadas, y haya o no haya una guerra por medio, así operó el vietcong en la selva indochina o también los afganos contra la ocupación soviética (y ahora contra la coalición que encabezan los norteamericanos) aunque todos ellos imitaron a su vez el modelo de los viejos anarquistas de la Belle Epoque y sobre todo la trama de los partisanos de la Segunda Guerra Mundial, que mordían los flancos del ejército invasor o realizaban actos dinamiteros para luego desaparecer velozmente.
Esa norma del encubrimiento le ha sido útil a una enorme variedad de movimientos armados, desde las guerrillas revolucionarias o los focos de resistencia ante una conquista extranjera, hasta las organizaciones clandestinas que desafían al poder legal o los grupos extremistas impulsados por fanatismos nacionalistas o religiosos, como puede observarse en Perú, Colombia, Kurdistán, Palestina, Filipinas, Sri Lanka, el País Vasco, Georgia, Pakistán, Sudán, Tibet o el propio Afganistán. Los motivos de la lucha son muy dispares, pero el denominador común es la invisibilidad, un perfil de todas esas fuerzas que atacan y se borran -tirar la piedra y esconder la mano, solía decirse- aunque a veces se inmolan mediante el suicidio ritual que culmina sus actos y que les otorga un dramatismo adicional.
En algunos casos, la nube de esos efectivos invisibles es tan vaga que ni siquiera tiene un territorio operativo (o los tiene todos) como ocurre con la ubicuidad de Al Qaeda, que ha golpeado en Nairobi, Nueva York, Casablanca, Balí, Islamabad, Riyad, Madrid y Londres. Lo que ocurrió el miércoles pasado en Bombay es otro episodio del mismo fenómeno, con el agravante de que se trató de uno de los más cruentos y espectaculares, demostrando que los Mujaidines del Deccan -sus presumibles autores- son obedientes discípulos de Al Qaeda y herederos directos de sus descargas por sorpresa. Aunque en este caso los culpables murieron en el copamiento de hoteles, una estación de trenes, un restaurante y una escuela rabínica, no parece fácil rastrear sus centros neurálgicos, como lo saben los argentinos a 16 años de la bomba de la embajada israelí y a 14 del atentado a la AMIA.
El mundo agrupa a todas esas embestidas invisibles bajo una sola denominación, la de terrorismo, aunque un nombre tan generalizador no ayuda a focalizar sino a desdibujar un asedio muy heterogéneo, que debería exigir una calificación más pormenorizada según sus diferentes orígenes, métodos y objetivos. Cabe pensar por ejemplo en movimientos que disponen de miles de efectivos, como las FARC, que gradualmente se confunden con el clandestinaje paralelo del narcotráfico, y por otro lado en actividades apoyadas por pocos centenares de activistas, como la ETA, que ha resistido durante cuatro décadas la represión oficial y hasta el repudio de buena parte de la comunidad en que opera. Todo eso configura aspectos muy contrastantes y tácticas variadísimas.
Pero se habla indistintamente de terrorismo -y de guerra al terror- para otorgar un membrete de consumo popular a ese combate contra lo desconocido y lo imprevisible. Lo que se libra hoy es el reverso de las guerras históricas, donde las fuerzas armadas de cada bando eran claramente identificables. Ahora la lucha consiste en una sigilosa infiltración que sólo se desenmascara luego de dar el golpe. El verdadero daño que los terroristas provocan a los países no son las pérdidas materiales y ni siquiera las vidas humanas que cobran. Es en cambio el miedo, esa nueva brújula de los estados de ánimo colectivos que sacude a todos los dirigentes del mundo de hoy y que sin embargo monopolizan los agresores.
Editorial El País Digital
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