El levantamiento del programa de informaciones y comentarios políticos de Nelson Castro ha suscitado honda preocupación y la natural solidaridad con el colega afectado.
Es comprensible que así haya sido. Castro es un ejemplo de comportamiento profesional y moral y el hecho que protagoniza se suma a situaciones que afectaron con anterioridad a otros periodistas caracterizados por su independencia de juicio respecto del gobierno de los Kirchner.
Desde hace décadas, la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) tiene decidido omitir la calificación de país con libertad de prensa cuando en sus informes anuales debe referirse a contextos nacionales en los cuales cabe el ejercicio ordinario de ese derecho sin el cual resulta inconcebible una democracia genuina. Que rijan las condiciones para la libertad de prensa, lo da la SIP por algo tan natural como que haya oxígeno para la vida. Como nada que deba destacarse en particular. Al fin y al cabo, nadie debe ser ponderado por abstenerse de asaltar bancos o de violentar viviendas ajenas.
Las razones por las cuales el órgano rector de la prensa continental ha seguido aquella política se explican por sí mismas en la observación del funcionamiento de la prensa argentina en estos últimos cinco años. Si hay libertad de prensa no es sólo porque la Constitución Nacional así lo establece de manera terminante y protege su ejercicio, sino porque vastas franjas del periodismo argentino han sabido persistir en el cumplimiento de su misión. Para ello han vencido a diario todo tipo de obstáculos, intimidaciones, discriminación y agravios desencadenados desde el oficialismo.
Como bien afirma la declaración con la cual la SIP ha manifestado su inquietud por el silenciamiento de Nelson Castro, corresponde actuar siempre con prudencia ante la política interna de los medios de comunicación. Si éstos no tuvieran libertad para disponer en qué periodistas confiar o qué políticas trazar, perderían identidad y razón de ser.
No es eso lo que está en discusión. El punto en debate se refiere a las presiones gubernamentales para eliminar de la actividad a los periodistas críticos de una gestión. Esto ha ocurrido desde el primer instante de la instalación de los Kirchner en el Gobierno, de lo que pronto harán seis años, y los ha apartado del cauce de las administraciones precedentes desde la restauración democrática de 1983. Quienes más han cacareado sobre derechos humanos son los que menos los han respetado en este último cuarto de siglo. Como es obvio, la suerte de aquellas presiones ha estado vinculada en relación directa con la sumisión o el rechazo acordado a la voluntad intolerante de apartar a quienes alzan su voz para juzgar según su propio criterio los acontecimientos del país.
Mal podría desvincularse de ese cuadro de situación la llamativa adquisición de numerosos medios de comunicación que se van alineando en una constelación aplicada a la adulación del matrimonio gobernante -por vías más sutiles o groseras- y a atacar a quienes se atreven a contradecir y cuestionar la actuación de aquéllos y de sus principales colaboradores.
Nada es gratuito. Los medios de comunicación complacientes con la política oficial se benefician con un caudal llamativo de publicidad oficial, que se paga, como no podía ser de otra manera, con las exacciones fiscales a los ciudadanos.
De poco ha servido en eficacia esa política, por llamarla de algún modo, de comunicación que ha venido practicando el Gobierno. Los resultados están a la vista. Además, las formas más avanzadas de la tecnología aplicada a la información han determinado la multiplicación exponencial del número de personas y entidades que emiten opinión sobre el curso de los negocios públicos. No habría manera de domesticar muchas más voluntades por la aplicación arbitraria de criterios de publicidad oficial sobre ese nuevo e inmenso mundo de comunicadores que de tanta gravitación han dispuesto, por ejemplo, en la movilización del campo contra los desatinos de la política agropecuaria.
También la Academia Nacional de Periodismo ha expresado su solidaridad con el periodista afectado. En su denuncia, la siempre medida institución ha aludido a la existencia de "oscuros intereses políticos y empresarios" y a "inconfesables grupos de presión".
Nelson Castro ha hecho saber que el levantamiento de su programa se originó en una nota del 5 de enero último, en la que se brindaba información sobre la denuncia de la Auditoría General de la Nación por supuestos sobreprecios por 150 millones de pesos en las obras del tendido eléctrico entre Río y Santa Cruz. Las obras corrían a cargo de Electroingeniería, empresa cuyos dueños son permisionarios de Radio del Plata desde noviembre de 2008.
Antes de ser separado de las transmisiones de la radio en cuestión, Castro fue informado del "profundo desagrado" que había producido su programa del 5 de enero. Poco importó que hubiera dado cabida a la opinión sobre el tema de Electroingeniería, como cuadraba en una reconstrucción hecha con criterio pluralista de la situación denunciada.
Editorial La Nacion
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