Por
Agustín Laje (*)
Las
épocas en que se creía casi religiosamente en el socialismo como el inevitable
“fin de la historia”, una suerte de profecía que convenció a millones de
hombres de que debían acelerar con su accionar los ineludibles sucesos
históricos matando y muriendo por el ideal, son parte del pasado. Los ideólogos
de aquellos tiempos pensaron y propusieron diversas estrategias para hacer
realidad sus prédicas, todas las cuales tenían como común denominador el uso de
la violencia. Se trataba, pues, de los años de guerra fría, dictaduras y
revoluciones.
Las
cosas en el nuevo siglo cambiaron significativamente: el fin del orden bipolar,
la expansión de la globalización, la revolución de las comunicaciones, marcaron
una nueva era en la que las viejas estrategias colectivistas no tienen cabida.
Resulta poco probable hoy, por ejemplo, que una revolución triunfe aplicando
las ideas foquistas y, de hecho, las guerrillas que aún sobreviven como las FARC
son movidas más por fines comerciales (narcotráfico) que ideológicos. Esto, sin
embargo, no quiere decir que el “fin de la historia” sea la libertad del
individuo, como interpretó erradamente Francis Fukuyama tras la implosión
comunista. Tampoco significa que la dicotomía individuo – colectivo, libertad –
servidumbre, haya quedado sepultada: la disyuntiva está más viva que nunca,
sólo que otras son las estrategias que hoy sacan de la manga los enemigos de la
libertad.
Podría
sostenerse, en efecto, que lo que antes se intentaba era la destrucción física
o el sometimiento coactivo; lo que ahora se intenta es la destrucción moral y
el consiguiente sometimiento “voluntario”. Lo que antes se conseguía era
colocar cadenas al hombre; lo que hoy se consigue es que el hombre mismo pida
al Estado que se las coloque. Gramsci fue, en este sentido, un adelantado para
su tiempo, pues comprendió que el triunfo del colectivismo sería resultado de
una modificación del orden cultural y educativo, es decir, moral. El poder ya no
brotaba de la boca del fusil como señalaba Mao, sino de la corrupción moral.
La
corrupción del hombre se transformó así en la nueva estrategia de dominación.
¿Pero cómo se puede corromper a un hombre? Si existiera un recetario que
indicara paso a paso cómo hacerlo, podría presentarse de la siguiente manera:
- Suprima la individualidad del hombre
incrustándolo a presión en aquello que llamarás “sociedad”, y presenta la
“sociedad” como una entidad metafísica distinta y superior al individuo. Así pues,
dirás que “la sociedad quiere”, “la sociedad exige”, “el bien de la sociedad
es”. El hombre estará desconcertado, sentirá que “sociedad” es todos menos él,
pero no advertirá que en realidad es ninguno excepto tú.
- Enseña al hombre que el interés
personal es malvado; que la realización moral nada tiene que ver con sus deseos
y aspiraciones personales; que para ser moral necesariamente debe salir
perdiendo en beneficio de otros. Así podrás separar lo moral de lo práctico, y
colocarás al hombre en una mortífera disyuntiva: ¿Se elige ser moral o se elige
ser racional?
- Quiebra la independencia del hombre
ligando su existencia al Estado, logrando que hasta los más minúsculos detalles
de su vida pasen por éste. Dile que es demasiado bruto como para elegir su
educación, y arma tú los planes de estudio como más te convenga; dile que es
demasiado irresponsable como para prever su futuro, y quítale su dinero para
administrarle tú mismo la jubilación (te harás de paso de una abultada caja para
otros gastos); dile que es demasiado egoísta, y grava todos sus intercambios
económicos. Hombres independientes es todo lo que no quieres.
- Predica el igualitarismo como el fin
más bondadoso de tu sociedad: anula la diversidad, y anularás los incentivos
para salirse de la media; anula las diferencias, y tendrás hombres hechos en
serie, listos para servirte. No quieres hombres más exitosos y perfectos que
tú. El truco está en eliminar la única igualdad legítima: la igualdad ante la
ley, y podrás decir que los hombres deben igualarse no ante ella, sino a través
de ella.
- Estropea la solidaridad humana
diciendo que se trata de una cuestión de obligación más que de virtud, y como
el hombre es “muy egoísta” para desprenderse de sus posesiones, quítaselas tú
mismo: tendrás para dar algunas limosnas y quedarte con abultados vueltos.
Nadie protestará, pues ya le has enseñado que ser moral no tiene nada que ver
con sus deseos.
- Destruye los derechos individuales
aseverando que no es el individuo sino el “grupo”, la “masa”, la “sociedad”,
los que en rigor tienen derechos. Así nadie tendrá verdaderamente ningún
derecho, excepto aquellos miembros de grupos afines a ti.
- Deifica el número, y podrás sostener
que la verdad es una cuestión de estadística. De esta manera todos querrán
pensar como lo hace la mayoría, y aquellos que se quieran apartar de la masa
serán despreciados como “políticamente incorrectos”, “golpistas”,
“destituyentes”, “fascistas”, o el calificativo que más te agrade.
- Hazle creer al hombre que existe un
“bien común” que sólo tú puedes definir: nunca digas en qué consiste tal bien,
sólo busca que se acepte irreflexivamente, casi como un acto de fe. Todo lo que
hagas será reflejo de ese “bien común” y nadie se atreverá a pensar que su
“bien individual” no tiene por qué ser sacrificado bajo tus caprichos; nadie
osará en pensar tampoco que el verdadero “bien común” es una situación en la
cual cada uno puede perseguir su “bien particular”.
Cuando
usted ve que las libertades retroceden a pasos acelerados y las
responsabilidades se devalúan cada día un poco más; cuando de repente cae en la
cuenta de que trabaja gran parte de su vida para mantener un Estado que cada
vez lo exprime más y reclama más y más de usted; cuando entiende que le es
permitido tener propiedad pero no disponer de ella como desea; cuando comprende
que ya no se colectivizan los medios de producción sino la producción misma;
cuando escucha que la democracia ha triunfado en el mundo, pero advierte que
muchos gobiernos lo único que tienen de democrático es su origen pues ejercen
el poder de modo dictatorial, lo que subyace a todo ello, es un retroceso de la
moral: es la corrupción del hombre.
La
Prensa Popular
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