Casi siete años después del violento colapso argentino de principios de siglo, la Argentina no abandonó la violencia ni apartó la exaltación. Violencia y exaltación son, como formas permanentes de vida social, contradictorias con cualquier noción de las formas democráticas.
Por Joaquín Morales Solá
El diputado oficialista Agustín Rossi ha sido, anteayer, la última victima de una manera ciertamente repudiable de expresar ideas y posturas diferentes. Agredir a un dirigente político o cortar rutas son serios errores de los productores agropecuarios, aun cuando los asista, como los asiste, la razón para su enorme mal humor.
El problema de fondo es que Rossi ha sido sólo la última víctima, pero no la primera de una larga e intensa ola de violencia verbal o física. El propio presidente de la Federación Agraria, Eduardo Buzzi, reveló que hace varias semanas había sufrido un "escrache" parecido al de Rossi por parte de militantes que pertenecen, precisamente, a la corriente política de Rossi.
El "escrache" es un método detestable (imaginado hace casi 70 años por el nazismo para identificar a sus enemigos) que se ha instalado cómodamente en la vida pública del país. Ninguna voz oficial condenó nunca, o lo hizo tardía y forzadamente, cuando los "escraches" afectaban a los adversarios del Gobierno. El oficialismo sólo se escandaliza cuando ese método maltrata a los suyos.
Néstor Kirchner se enamoró, desde el momento inaugural de su poder, de un discurso confrontativo, agresivo y descalificatorio. Políticos, empresarios, diplomáticos extranjeros y periodistas estuvieron permanentemente en el centro de sus diatribas dichas al calor de fogosas tribunas. Eso es también violencia, porque los gobernantes terminan creando una extendida cultura social. Sus mejores y más queridos voceros han cultivado de igual modo la agresión verbal constante. ¿Qué fue, si no eso, la reciente frase del diputado Carlos Kunkel al despachar insensiblemente a los ruralistas con un "que le recen a Dios para que llueva"?
El extenso período de violencia verbal, y física por momentos, se agrava ahora cuando los Kirchner han perdido gran parte de su poder. En todo caso, la violencia era antes, cuando el ex presidente y actual mandamás oficial controlaba todo, una dosis que administraba el propio poder. La decadencia política de ellos no ha cambiado los métodos, pero ha creado fuerzas autónomas dentro de una costumbre que echó raíces. En ese mundo de violencias y agresiones, las personas no valen nada, sea cual fuere su extracción política.
El conflicto con el campo lleva ya casi un año. Primero fue la imprevista e inconsulta resolución 125, que despojaba a los productores de soja de casi el 50 por ciento de sus ingresos. Luego fueron las decisiones que cerraron las exportaciones de carne y de lácteos y condicionaron la de algunos cereales (que todavía siguen vigentes). Más tarde, tras la derrota parlamentaria y política del Gobierno en el Senado, sobrevino una época de venganzas con los campesinos que no ha concluido.
La política es diálogo o termina siendo, en algún momento, violencia. El Gobierno nunca quiso abrir un período serio y confiable de diálogo con el sector rural, al que sigue mirando con los cristales de viejas y extinguidas ideologías. Según como están las cosas ahora, es difícil imaginar un período de campaña electoral en el que el matrimonio gobernante pueda visitar fácilmente el interior rural del país. No es bueno que eso suceda en una democracia, donde todos deberían tener derecho a expresarse, pero la responsabilidad de la confrontación es siempre del que está obligado a crear climas políticos moderados y no lo ha hecho, es decir, del Gobierno.
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Ese vaho violento devaluó también la vida institucional del país. El presidente de la Sociedad Rural, Hugo Luis Biolcati, habló el lunes con Hugo Moyano para pedirle su intermediación en el problema del campo. ¿Cómo lo hizo? Simplemente le contó que, de acuerdo con las condiciones actuales, los camioneros dejarán de hacer un millón de viajes de más de 300 kilómetros. Moyano entendió en el acto la dimensión del problema. Pero ¿qué tenían que hacer Biolcati y Moyano resolviendo el conflicto rural? ¿No hay acaso ministros, secretarios de Estado, jefe de Gabinete y presidenta de la Nación para conocer y resolver la grave cuestión rural?
La violencia engendró también a personajes como Luis D´Elía, que conserva todas los privilegios de un funcionario oficial sin serlo. D´Elía empezó con los "escraches" de claro cuño kirchnerista cuando fue enviado a boicotear las estaciones de servicio de las petroleras Shell y Esso. Nunca pagó por el copamiento y la destrucción de una comisaría. Ahora, D´Elía ha puesto al Gobierno en la obligación de aclarar que no apaña expresiones antisemitas.
Pocos gobiernos argentinos, como el de los Kirchner, han hecho tantos esfuerzos para acercarse a la comunidad judía. Sin embargo, los lazos que lo unen con sectores marginales y poderosos al mismo tiempo, que profesan ideologías confusas y en desuso, colocaron al Gobierno en la posición de demostrar que no cobija al antisemitismo, la más inhumana idea que puede albergar este mundo. Fueron patéticos los funcionarios que iban y venían con declaraciones contradictorias, porque no sabían qué opinión imperaba en la impenetrable residencia de Olivos.
Nadie tiene derecho, en efecto, a pegarle a nadie. Los funcionarios deben ser, los ciudadanos más escrupulosos con sus palabras. No obstante, a un hermano de Agustín Rossi, Alejandro, también diputado, no se le ocurrió mejor idea que amenazar con "llevar un camión con 60 tipos" para enfrentar a los productores que escrachan. ¿Pasarán de la confrontación verbal al enfrentamiento civil? Las palabras preceden a los hechos. De paso, Alejandro Rossi acusó a "los medios" de "legitimar" la agresión a su hermano. ¿Dónde está la prueba de semejante acusación? ¿O será la prensa el próximo blanco de la violencia que forma parte ya de una Argentina implacable e inhumana?
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