Evo Morales es sin duda uno de los líderes latinoamericanos más mimados de Occidente. Le bastó ponerse un jersey a rayas en España para ganarse la simpatía de la gente y también de la mayor parte de los políticos.
Ahora sabemos, gracias al informe de la Human Rights Foundation, que Bolivia es el segundo país latinoamericano en muertos y heridos por la represión política. ¿No es hora ya de olvidarse del jersey y ver su auténtica cara?
Existe la convicción de que Evo Morales es menos malo que Chávez y que en el fondo sólo puede acusársele de ser francamente manipulable y un idealista sin grandes nociones de economía y normalidad democrática.
Nada de eso es cierto.
Evo Morales lleva pocos años en el poder y Hugo Chávez no siempre fue la figura que es hoy. Muchos venezolanos creían estar votando a un hombre de izquierda relativamente moderado según los estándares de Latinoamérica. Se encontraron en poco tiempo que el moderado militar progresista empezaba a capitalizar el disgusto de la gente, sobre todo de los pobres y de los menos instruidos, para concentrar todo el poder en sus manos.
En un primer momento, Chávez tenía un carácter magnético para la izquierda democrática de gran parte de Occidente. No hace tanto tiempo que The New York Times consideró la Venezuela chavista como "la Meca de la izquierda mundial".
Algo parecido ocurrió con Evo y en parte sigue ocurriendo ahora mismo.
La violencia política que denuncia HRW en su informe permite llegar a la conclusión de que la represión que se vive en Bolivia en estos momentos es superior a la de Venezuela. Es más, sus víctimas sólo se acercan en número a las de Colombia, donde una organización terrorista impone su ley del miedo sobre casi el 40% del territorio nacional.
Si las muertes se suceden y los grupos civiles que son simpatizantes del socialismo indigenista de Evo siembran el país de represión, terror y violencia todo parece apuntar a que pronto se convertirán en sus paramilitares. Es la primera diferencia entre una democracia y un régimen autoritario: en libertad, los manifestantes se concentran contra el Gobierno, mientras que en una dictadura es el Gobierno quien envía a los manifestantes contra una oposición que ya no tiene derecho a discrepar.
Por otro lado, la discriminación racial, que HRW denuncia en su informe, identifica a los indígenas como ciudadanos de primera.
Utilizar la raza de este modo puede traducirse en algunos años en la justificación de la limpieza étnica e incluso de conductas como las del apartheid en Sudáfrica, que terminaron negando la dignidad humana de los que no formaban parte de la etnia favorecida por las instituciones.
La separación entre los pobres del campo y los supuestamente ricos de las ciudades también ha sido un instrumento que Evo ha utilizado para separar a la población. No debe sorprendernos, porque esto ya lo hemos visto en los comienzos de las dictaduras socialistas.
En Camboya por ejemplo, lo primero que hicieron los Jemeres Rojos fue considerar contrarrevolucionarios y, por lo tanto sospechosos, a todos los que vivían en las regiones más desarrolladas del país.
Aunque Bolivia no tiene por qué acabar del mismo modo, lo cierto es que separar el campo y la ciudad, o a los indígenas y los que no lo son, para discriminar a uno y poner al otro como fuente de la soberanía nacional… es un comienzo muy peligroso.
Un líder que discrimina por la raza, que envía manifestantes contra la oposición, que permite la violencia política que se ha desatado contra los que discrepan de él y que piensa que la planificación socialista es la única forma de administrar una sociedad no puede distraernos ni con su sonrisa ni con su jersey. Es un líder populista que se encamina a la dictadura y al que no debemos seguir haciéndole concesiones.
Editorial El Diario Exterior
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