Que cada uno saque sus conclusiones, y se sincere a sí mismo cuando observa los acontecimientos de un presente casi inaudito donde los colegios están tomados, y no sólo por falencias en sus instalaciones o abandono del Estado.
Por Gabriela Pousa
Por circunstancias que no tiene mucho sentido detallar en estas líneas, he tenido la suerte de poder viajar bastante. No sólo lo he hecho como turista sino también gracias a invitaciones de gobiernos extranjeros, entidades diplomáticas y organizaciones de diversa índole que me convocaron por el “devenir” de mi carrera profesional.
Cada país me mostró características diferentes. Eso es quizás el elemento más enriquecedor: observar, en vivo y en directo, la convivencia armónica de idiosincrasias disímiles, que en vez de chocar por sus diferencias, se amalgaman en una geografía capaz de transformar a una Europa dividida durante muchos años, en aquello que hoy se denomina: la Comunidad Económica Europea; con sus pro y sus contra pero unida en esencia. Pretender que no existan diferencias es inútil porque las mismas son, en definitiva, inherentes a la vida.
Dirigentes y ciudadanía supieron que la soberanía de sus países no estaba en la moneda. De más está aclarar que tras unas pocas horas de tren o en minutos de avión, uno puede pasar de una nación a otra sin burocracia “progresista”. Obsoletas quedaron las visas. La grandeza de los países desarrollados, a su vez, encuentra un punto de comunión en una palabra clave: Educación.
En esas travesías, hubo un dato no menor a tener en consideración. El primer lugar que figuraba en la agenda al iniciar la visita– como una señal de bienvenida – eran las universidades públicas. El orgullo por sus claustros, por mostrar la cuna de su cultura, y su proyección futura salta a la vista. En esos salones, ellos logran una síntesis perfecta para que se sepa quiénes son, dónde están, y qué les espera.
En esas estructuras edilicias se puede hallar silencios elocuentes en demasía: sin temor al absurdo me atrevo a decir que caminando esos pasillos, y entrando en esas aulas, se huele sabiduría, historia sin distorsiones antojadizas, respeto, hidalguía.
Los profesores eran y son una especie de culto para los alumnos. No porque haya una aceptación ciega de todo cuánto les enseñan, sino porque si están allí es gracias a probadas muestras de sapiencia y disciplina. El respeto es sana rutina.
Lejos estoy de discriminar entre el “allí” y el “acá”. No hay falsos pedestales ni hay jóvenes que disten de diferenciarse en apariencia de aquellos que podemos encontrar en cualquier facultad de las nuestras. Sigo convencida, en consecuencia, que el que quiere estudiar lo hace más allá de la escenografía. Hay una formación previa que lo determina y una voluntad expresa de quién desea.
En la Argentina hay talento de sobra y estudiantes que se destacan a pesar de los escollos ideológicos, las carencias estructurales, la manipulación política y la desidia. Cada uno tiene sus rasgos distintivos como es natural y hasta esencial que suceda. Uniformarlos para crear autómatas en serie que repitan consignas a esta altura harto vacías, es la peor combinación que puede hacer un gobierno con su patrimonio mayor: las generaciones venideras.
Las facultades en el mundo civilizado se erigen como exaltación de algo superior. No importa si datan de esta década o arrastran cientos de años. No es la antigüedad lo que da el dato, ni es excusa para ampararse en necesidades o promesas incumplidas.
Entre un espectro inconmensurable de razas y etnias, hay una igualdad exquisita: la sed de aprender y aprehender tanto que hay acumulado bajo esos techos que acunaron un sinfín de desvelos.
Los estudiantes hacen de esas paredes sus prolongaciones más adustas: cuadros de honor, nombres que se inmortalizan, fragmentos de historia vivida. Estudian y no sacan sólo savia académica sino también de vida. La experiencia se valora tanto como el manual de biblioteca o el libro de una lista.
No hace falta ir siquiera caminar los pasillos de Cambridge, Oxford o Harvard que siempre encabezan los estudios dónde se determina adónde anida la excelencia. Vayamos a países limítrofes o a aquellos que están lejos de ser una panacea, y comparemos una toma al azar que da evidencia y triste realidad a estas líneas:
Un pasillo de una facultad estatal chilena y otro de la facultad estatal de México
Los otros días pensé, ante la llegada de una amiga extranjera, si también yo podía llevarla como homenaje y bienvenida a mostrarle la cuna de nuestra educación, el recinto donde se forman quienes serán los dirigentes y profesionales de nuestra Argentina…
Las imágenes que registré previo a concretar la idea, me brindaron las armas suficientes para saber por qué en esta geografía el futuro está hipotecado, y se halla en los albores del 2010 reviviendo “revoluciones” románticas viciadas de revisionismos anacrónicos que frenan cualquier análisis cuando la foto lo dice todo:
Un pasillo de una facultad de la Universidad de Buenos Aires “tomada”
Una clase en la UBA dictada por miembros de un centro de “estudiantes”…
Para “muestra basta un botón” y “una imagen vale más que mil palabras”. Hete aquí pues una postal del interior de aquella que fuera una de las facultades de la gran Universidad de Buenos Aires, hoy ocupando un puesto tristísimo en el ranking de calidad educativa. De estar entre las primeras pasó a estar bajo unas doscientas. Y esta apatía no habla sólo de mantenimiento o de estructuras edilicias añejas, retrata toda una filosofía. De los contenidos nadie dice un ápice, encima…
Que cada uno saque sus conclusiones, y se sincere a sí mismo cuando observa los acontecimientos de un presente casi inaudito donde los colegios están tomados, y no sólo por falencias en sus instalaciones o abandono del Estado.
Hay un detrás de toda esta escena maniquea que se está escapando peligrosamente de las manos. Sin eufemismos, de aquello que adolece el país es de jerarquías y autoridades esenciales para su desarrollo y crecimiento en este ámbito donde la “democracia” es entendida como libertinaje.
Los “premios y castigos” discriminan, los docentes son casi un desecho, y a los jóvenes sólo se les habla de derechos. La responsabilidad y los deberes se ausentan por conveniencia o demagogia progresista obsoleta.
Dos postales a pocos kilómetros de diferencia hablan más que las letras:
Argentina, 2010
Un colegio estatal en Montevideo, cruzando el charco apenas…
Tres años llevó a Uruguay instrumentar un plan para intentar que las oportunidades se iguales. No hubo demasiada propaganda. Tabaré Vázquez lo hizo, y se fue sin pedir rédito por ello. Mujica lo sigue sin oratorias pomposas. Acá siguen las promesas.
“Nosotros lanzamos una meta que era destinar para 2010 el 6 por ciento del PBI a educación, y hoy estamos en 6,47% del PBI”, sostuvo días atrás Cristina Fernández de Kirchner. Más allá de la veracidad o la mentira, ¿a quién y para qué le sirve esa cifra? Está visto que a la educación no le llega.
En este contexto -y teniendo en cuenta los “imponderables” de todo tipo que surgen en el camino, y hoy más que nunca saltan a la vista-, ¿tiene sentido detenerse en las imágenes positivas o negativas de los aspirantes a administrar dentro de un año a la Argentina? ¿O conviene hacer un ejercicio de introspección para evaluar de qué manera se lavaron los cerebros a punto tal que “orden”, “autoridad”, o “disciplina” hayan pasado a ser falsos sinónimos de dictaduras o tiranías?
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