domingo, 20 de marzo de 2016

El legado de Mujica




Por Pablo Da Silveira 


Los uruguayos recién empezamos a calibrar las consecuencias de los “años Mujica”. Ese ídolo pop que recorre el mundo entre los aplausos de quienes no lo conocen ha dejado aquí una mala herencia. No se trata solo del déficit fiscal, de las oportunidades perdidas ni del desastre de Ancap. El daño que ha hecho es más profundo porque es cultural. A lo largo de muchos años, pero sobre todo en los últimos cinco, su acción ha erosionado las bases simbólicas e institucionales que toda república necesita para funcionar. 


Mujica devolvió vitalidad a una manera antigua y tosca de gobernar, que cree que las intenciones son más importantes que los resultados y que los procedimientos no cuentan. Para él, una improvisación ineficiente con envoltorio simpático es preferible a políticas públicas bien diseñadas, dotadas de un marco de ejecución estable y debidamente evaluadas.


Con Mujica se deterioró la gestión democrática, porque privilegió el control político sobre el diálogo ciudadano. Por eso el Estado se llenó de comisarios políticos, se ocultó información y se blindaron los horrores de gestión con una mayoría parlamentaria regimentada. 


Mujica atentó contra un esfuerzo de años por hacer un uso más responsable de los dineros públicos. Contra lo que dice un discurso mentiroso, en el país post-dictadura el clientelismo estaba en declive, y hasta se llegaba a excesos como encarcelar a gente decente por “abuso innominado de funciones”. Con Mujica se consolidó el crecimiento explosivo del número de funcionarios públicos y el malgasto de cientos de millones de dólares sin que nadie se haga responsable. 


Mujica convirtió la muy respetable política exterior uruguaya en un festival de folklorismos que nos pusieron del lado de dictaduras más o menos encubiertas, nos volvieron a hacer parte de una coalición infame contra Paraguay y nos hicieron obsecuentes ante gobiernos antiuruguayos. 


Mujica promocionó una cultura enemiga del conocimiento, que desprecia el aporte técnico y considera que ser universitario es un defecto. Para esa mentalidad resentida, la única credencial confiable es tener callos en las manos. 


Mujica ha preferido olvidar que las formalidades (esos ritos que consisten en ir de corbata a algunos sitios y no ir de chancletas a otros) no son un conjunto de trivialidades sino un lenguaje que nos permite atribuir importancia a ciertas circunstancias y comprometernos con cierto estilo de conducta. 


Mujica ha hecho olvidar a muchos que el modo en que hablamos en público no es solo un instrumento para construir un personaje, sino también un código que nos permite transmitir respeto hacia los demás y hacia la dignidad de los cargos que eventualmente ocupamos.


Con gestos y palabras, Mujica ha sugerido que ser vivo es más importante que ser inteligente, que escapar a una pregunta con una guarangada es lo propio de un político hábil, y que el insulto y el sofisma son las armas principales del debate público. Todo esto es docencia negativa: malas señales que a la larga y a la corta deterioran la cultura cívica. 


Al señor José Mujica hay que desearle buena salud y larga vida. Pero a su legado político y cultural hay que destruirlo. Esta no es sólo una tarea de la oposición, sino también de esa parte del Frente Amplio que tiene convicciones republicanas y que ahora empieza a descubrir los efectos de sus propios errores y vacilaciones.


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