sábado, 9 de julio de 2016

DOS SIGLOS DE INDEPENDENCIA PARA PROYECTAR UN FUTURO COMPARTIDO


El gran medievalista Henri Pirenne dijo una vez: “Si yo fuera anticuario sólo me gustaría ver las cosas viejas. Pero soy historiador y por eso amo la vida”. Quienes amamos la vida y tenemos proyectos hacia adelante, debemos ocasionalmente echar la vista atrás, no para quedarnos en una estatua de sal, como la mujer de Lot, sino para comprender el sentido de nuestra evolución y extraer algunas enseñanzas que nos sirvan para encarar el futuro. Si tuviéramos la vista clavada en el espejo retrovisor, no llegaríamos a ningún lugar, pero si, mientras avanzamos, no miramos cada tanto lo que queda a nuestras espaldas, perderíamos perspectiva y nuestro viaje sería más trabajoso.

¿Qué pasaba en esos tormentosos días de 1816 en Tucumán, esa ciudad que entonces se hallaba en el centro del territorio de las Provincias Unidas, a medio camino entre el Río de la Plata y el Alto Perú? Era el peor momento de la Revolución. Caído Napoleón, la monarquía española volvía, apoyada por el resto de las monarquías europeas, con el propósito de recuperar el terreno perdido en América. En casi toda Sudamérica los gobiernos patrios estaban siendo desplazados por las fuerzas realistas. Fue en ese escenario tan poco favorable que un grupo de hombres venidos de muy diversas comarcas decidió no ceder y redoblar su compromiso con la libertad.

Hoy lo vemos como algo natural e inexorable, pero no lo era entonces. San Martín reclamaba la declaración de independencia para terminar de una vez con esa “máscara de Fernando” que había sido necesaria en un comienzo, pero que ahora era una señal equívoca. No había lugar para tibiezas ni medias tintas. O se retornaba al imperio español o se afirmaba jurídicamente, para consolidarlo, aquello que ya existía en el plano de los hechos. Las propuestas de San Martín y Belgrano de establecer una monarquía constitucional deben ser interpretadas en ese marco histórico, como la forma que ellos veían posible para obtener el reconocimiento internacional – en ese contexto de restauración monárquica - ante el paso que se iba a dar.

El resto es historia. Guerra de la independencia, guerras civiles, Confederación argentina bajo la hegemonía rosista, Organización Nacional, Constitución, presidencias históricas, capitalización de Buenos Aires, “paz y administración”, inmigración, progreso, educación común, ley Sáenz Peña, democracia, gobiernos de facto, proscripciones, gobiernos civiles débiles, violencia, represión brutal, horror, recuperación de la democracia. Todo eso y mucho más es parte de nuestra historia. Una historia de una enorme riqueza, que nuestras perpetuas querellas no nos permiten apreciar debidamente.

Es hora ya de dejar en el pasado eso que, en el Centenario de Mayo, al recorrer los primeros cien años de nuestra historia, Joaquín V. González, en “El juicio del siglo”, llamó “la ley del odio”. No necesitamos pensar igual. Al contrario, la democracia se nutre de la diversidad. Lo que necesitamos es reconocernos todos como legítimos.
Cuando una persona o un determinado sector político pretenden portar por sí solos la condición de patriotas, los demás inevitablemente pasan a ser ilegítimos, “antipatrias”. Ese es el funesto veneno que debemos extirpar de nuestra vida social.

Como en 1816, la Argentina es lo que nosotros queramos que sea. Conocer el pasado nos ayudará a hacerla mejor, pero la patria no está atrás, está adelante.

Con su permanente lucidez, lo dijo Borges en Oda escrita en 1966:

Nadie es la patria, pero todos debemos 
Ser dignos del antiguo juramento
Que prestaron aquellos caballeros
De ser lo que ignoraban, argentinos,
De ser lo que serían por el hecho
De haber jurado en esa vieja casa.
Somos el porvenir de esos varones,
La justificación de aquellos muertos (…)

Nadie es la patria, pero todos los somos.
Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante,
Ese límpido fuego misterioso.


Dr. Jorge R. Enríquez

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