La Sra. ex presidenta Cristina Fernández ha reclamado la libertad de Milagros Sala, con el motivo de que “le duele” su detención.
No le interesa ni toma en cuenta la cantidad de imputaciones y procesamientos, realizados por una justicia cuyos integrantes fueron designados durante la gestión de un gobernador de su partido, que militaba además en su propia línea interna. Esas imputaciones son graves y trascienden la corrupción: llegan hasta el homicidio.
La misma ex funcionaria reclamó hace pocas semanas por la vigencia del Estado de Derecho, en razón de que -según su opinión- se la estaba sometiendo a investigaciones injustificadas. Los jueces que la investigan, en las diferentes causas, también fueron designados por ella o por su esposo, cuando ocuparon el Poder Ejecutivo y con el acuerdo del Senado, cuerpo en el que su partido y su línea interna tenían no sólo mayoría sino quórum propio y hasta los dos tercios.
Un ciudadano, militar de profesión, detenido con la imputación de haber cometido delitos de lesa humanidad, que está preso desde hace varios años en condiciones lamentables, ha comenzado una huelga de hambre reclamando detención domiciliaria –tiene más de 70 años- pidiendo la vigencia de garantías jurídicas de raigambre constitucional y reclamando también el Estado de Derecho. Un grupo de camaradas en situación parecida estarían por sumársele.
El empresario Lázaro Báez se encuentra procesado por lavado de dinero, pero impugna la imparcialidad del Juez que instruye la causa achacándole un direccionamiento parcializado hacia su persona en lugar de hacerlo hacia las autoridades superiores –obviamente, el Ministro de Infraestructura y la propia Sra. ex Presidenta de la Nación-. Según él, esta conducta viola el Estado de Derecho. El Juez que instruye su causa fue designado también por esta persona en oportunidad de desempeñarse como Jefa del Estado.
Un numeroso grupo de ciudadanos, militares y civiles, que se encuentra detenido sin proceso –y en algunos casos, sin siquiera declaración indagatoria- también por sufrir imputación de “delitos de lesa humanidad” que no han sido probados, ni alterado de alguna forma su presunción de inocencia, llevan años en esa condición, bajo la manda de jueces que –en su totalidad- fueron designados durante la gestión de la última década. Reclaman la vigencia del Estado de Derecho.
La señora ex presidenta invoca también la vigencia de presunción de inocencia en su favor, y varios comunicadores insisten en crear la tensión periodística sobre su eventual detención cuando se produzcan hechos procesales más graves –se habla de su procesamiento- en algunas de las causas que se le siguen. Es insólito –dicen- que en muchos casos existan detenciones durante años sin siquiera existir procesamiento, y quien tiene ya procesamientos en su haber siga gozando de libertad. Al igual que la señora, reclaman la presunción de inocencia. Tienen razón. Ambos.
En las causas por presuntos delitos de “lesa humanidad” es también curiosa y cuestionable la diferente “vara” con que son medidos los hechos en casos similares. El ex Jefe del III Cuerpo de Ejército, Gral. Menéndez, tiene prisión domiciliaria luego de haber sido condenado a tres prisiones perpetuas. El Gral. Ríos Hereñú, que fuera Jefe de Estado Mayor durante el gobierno del ex presidente Alfonsín, también condenado a prisión perpetua, tiene negada la prisión domiciliaria, al igual que otros condenados. Entre éstos –a su vez- hay condenados a penas gravísimas ciudadanos cuyos actos, en tiempos del proceso, fueron simplemente haber revistado en organismos en los que se ejecutaron hechos represivos, o haber cumplido órdenes de detención que –como ocurre en algún caso especial- terminó con la liberación a los pocos días de la persona detenida, sin ninguna secuela. Mientras tanto, oficiales en situación similar –como el Gral. Milani- se desempeñaron en el máximo nivel de la fuerza y sigue gozando de su libertad –justa, en cuanto no tiene sentencia que disponga lo contrario- pero injusta desde el principio de igualdad ante la ley.
El Estado de Derecho no es una frase vacía que pueda aplicarse según la ola de simpatía o antipatía en la opinión pública ante determinados casos. Es un conjunto de normas y procedimientos que protegen los derechos de las personas, civiles y militares, culpables o inocentes, ricos y pobres, víctimas y delincuentes, por hechos graves o simples.
Se apoya en los principios básicos de raigambre constitucional, última referencia legal de la convivencia de una sociedad. Los nuestros son claros: los sancionaron los Constituyentes de 1853 y no han sufrido modificaciones en sus enunciados, entre otros: todos los ciudadanos son iguales ante la ley; presunción de inocencia hasta sentencia en contrario; prohibición de tribunales especiales y sometimiento a jueces “designados por la ley antes del hecho de la causa”; cárceles sanas y limpias, para seguridad general y no para castigo de los detenidos en ella; irretroactividad de la ley penal; prohibición de confiscaciones; prohibición de detenciones sin pena luego de juicio previo; prohibición de la pena de muerte por cuestiones políticas; jueces independientes, designados por un procedimiento especial y vitalicios para evitar su manipulación política.
Son principios escritos en nuestro pacto mayor de convivencia recogiendo los duros años de las luchas civiles, asumiendo las pasiones que éstas despertaron y llevaron a crímenes atroces de los que habla la historia, que les tocó sufrir a los perdedores circunstanciales de luchas políticas en manos de vencedores también circunstanciales hasta que la suerte de la política o de las armas cambiara. El estado de derecho no es una consigna enseñada por viejos profesores de derecho constitucional: es la diferencia entre la arbitrariedad y la justicia, es la barrera entre la vida y la muerte, es lo que separa la convivencia humana de la selva.
El Estado de Derecho somete a todos y garante a todos. A él debe sujetarse el ejercicio del poder, los que mandan y los que obedecen, los ricos y los pobres, los funcionarios y los ciudadanos “de a pie”. Los presidentes, los legisladores, los jueces, los funcionarios, los empresarios, los dirigentes gremiales, los gobernadores, los intendentes, los concejales, los periodistas. Rige a todos. Iguala a todos.
El Estado de Derecho, por último, tiene una garantía formal de última instancia: la Justicia, y en ella, el tribunal superior del país, la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Por eso es tan importante la majestad de su independencia, la necesaria respetabilidad e intachabilidad de sus miembros, la intangibilidad de su prestigio y la valentía de sus integrantes.
Pero hay algo más poderoso aún que la Corte: los ciudadanos. El celoso seguimiento y la atenta fiscalización de quienes conformamos el pueblo, los que como decían las viejas fórmulas al designar los reyes en Aragón “nos, que somos tanto como vos y juntos, más que vos”, el “poder constituyente” de la soberanía del pueblo, hemos fallado en cumplir con celo nuestra responsabilidad pero también hemos aprendido.
Así como designamos presidente, legisladores, gobernadores, cuerpos colegiados, también debemos observar con prudencia pero con la mirada fría el desempeño de nuestros jueces. Ellos son nuestra suprema garantía. De entre todos nosotros, tienen la obligación de ser los mejores. Y si no pueden, no se animan o tienen miedo, deben tener la dignidad de irse.
No le interesa ni toma en cuenta la cantidad de imputaciones y procesamientos, realizados por una justicia cuyos integrantes fueron designados durante la gestión de un gobernador de su partido, que militaba además en su propia línea interna. Esas imputaciones son graves y trascienden la corrupción: llegan hasta el homicidio.
La misma ex funcionaria reclamó hace pocas semanas por la vigencia del Estado de Derecho, en razón de que -según su opinión- se la estaba sometiendo a investigaciones injustificadas. Los jueces que la investigan, en las diferentes causas, también fueron designados por ella o por su esposo, cuando ocuparon el Poder Ejecutivo y con el acuerdo del Senado, cuerpo en el que su partido y su línea interna tenían no sólo mayoría sino quórum propio y hasta los dos tercios.
Un ciudadano, militar de profesión, detenido con la imputación de haber cometido delitos de lesa humanidad, que está preso desde hace varios años en condiciones lamentables, ha comenzado una huelga de hambre reclamando detención domiciliaria –tiene más de 70 años- pidiendo la vigencia de garantías jurídicas de raigambre constitucional y reclamando también el Estado de Derecho. Un grupo de camaradas en situación parecida estarían por sumársele.
El empresario Lázaro Báez se encuentra procesado por lavado de dinero, pero impugna la imparcialidad del Juez que instruye la causa achacándole un direccionamiento parcializado hacia su persona en lugar de hacerlo hacia las autoridades superiores –obviamente, el Ministro de Infraestructura y la propia Sra. ex Presidenta de la Nación-. Según él, esta conducta viola el Estado de Derecho. El Juez que instruye su causa fue designado también por esta persona en oportunidad de desempeñarse como Jefa del Estado.
Un numeroso grupo de ciudadanos, militares y civiles, que se encuentra detenido sin proceso –y en algunos casos, sin siquiera declaración indagatoria- también por sufrir imputación de “delitos de lesa humanidad” que no han sido probados, ni alterado de alguna forma su presunción de inocencia, llevan años en esa condición, bajo la manda de jueces que –en su totalidad- fueron designados durante la gestión de la última década. Reclaman la vigencia del Estado de Derecho.
La señora ex presidenta invoca también la vigencia de presunción de inocencia en su favor, y varios comunicadores insisten en crear la tensión periodística sobre su eventual detención cuando se produzcan hechos procesales más graves –se habla de su procesamiento- en algunas de las causas que se le siguen. Es insólito –dicen- que en muchos casos existan detenciones durante años sin siquiera existir procesamiento, y quien tiene ya procesamientos en su haber siga gozando de libertad. Al igual que la señora, reclaman la presunción de inocencia. Tienen razón. Ambos.
En las causas por presuntos delitos de “lesa humanidad” es también curiosa y cuestionable la diferente “vara” con que son medidos los hechos en casos similares. El ex Jefe del III Cuerpo de Ejército, Gral. Menéndez, tiene prisión domiciliaria luego de haber sido condenado a tres prisiones perpetuas. El Gral. Ríos Hereñú, que fuera Jefe de Estado Mayor durante el gobierno del ex presidente Alfonsín, también condenado a prisión perpetua, tiene negada la prisión domiciliaria, al igual que otros condenados. Entre éstos –a su vez- hay condenados a penas gravísimas ciudadanos cuyos actos, en tiempos del proceso, fueron simplemente haber revistado en organismos en los que se ejecutaron hechos represivos, o haber cumplido órdenes de detención que –como ocurre en algún caso especial- terminó con la liberación a los pocos días de la persona detenida, sin ninguna secuela. Mientras tanto, oficiales en situación similar –como el Gral. Milani- se desempeñaron en el máximo nivel de la fuerza y sigue gozando de su libertad –justa, en cuanto no tiene sentencia que disponga lo contrario- pero injusta desde el principio de igualdad ante la ley.
El Estado de Derecho no es una frase vacía que pueda aplicarse según la ola de simpatía o antipatía en la opinión pública ante determinados casos. Es un conjunto de normas y procedimientos que protegen los derechos de las personas, civiles y militares, culpables o inocentes, ricos y pobres, víctimas y delincuentes, por hechos graves o simples.
Se apoya en los principios básicos de raigambre constitucional, última referencia legal de la convivencia de una sociedad. Los nuestros son claros: los sancionaron los Constituyentes de 1853 y no han sufrido modificaciones en sus enunciados, entre otros: todos los ciudadanos son iguales ante la ley; presunción de inocencia hasta sentencia en contrario; prohibición de tribunales especiales y sometimiento a jueces “designados por la ley antes del hecho de la causa”; cárceles sanas y limpias, para seguridad general y no para castigo de los detenidos en ella; irretroactividad de la ley penal; prohibición de confiscaciones; prohibición de detenciones sin pena luego de juicio previo; prohibición de la pena de muerte por cuestiones políticas; jueces independientes, designados por un procedimiento especial y vitalicios para evitar su manipulación política.
Son principios escritos en nuestro pacto mayor de convivencia recogiendo los duros años de las luchas civiles, asumiendo las pasiones que éstas despertaron y llevaron a crímenes atroces de los que habla la historia, que les tocó sufrir a los perdedores circunstanciales de luchas políticas en manos de vencedores también circunstanciales hasta que la suerte de la política o de las armas cambiara. El estado de derecho no es una consigna enseñada por viejos profesores de derecho constitucional: es la diferencia entre la arbitrariedad y la justicia, es la barrera entre la vida y la muerte, es lo que separa la convivencia humana de la selva.
El Estado de Derecho somete a todos y garante a todos. A él debe sujetarse el ejercicio del poder, los que mandan y los que obedecen, los ricos y los pobres, los funcionarios y los ciudadanos “de a pie”. Los presidentes, los legisladores, los jueces, los funcionarios, los empresarios, los dirigentes gremiales, los gobernadores, los intendentes, los concejales, los periodistas. Rige a todos. Iguala a todos.
El Estado de Derecho, por último, tiene una garantía formal de última instancia: la Justicia, y en ella, el tribunal superior del país, la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Por eso es tan importante la majestad de su independencia, la necesaria respetabilidad e intachabilidad de sus miembros, la intangibilidad de su prestigio y la valentía de sus integrantes.
Pero hay algo más poderoso aún que la Corte: los ciudadanos. El celoso seguimiento y la atenta fiscalización de quienes conformamos el pueblo, los que como decían las viejas fórmulas al designar los reyes en Aragón “nos, que somos tanto como vos y juntos, más que vos”, el “poder constituyente” de la soberanía del pueblo, hemos fallado en cumplir con celo nuestra responsabilidad pero también hemos aprendido.
Así como designamos presidente, legisladores, gobernadores, cuerpos colegiados, también debemos observar con prudencia pero con la mirada fría el desempeño de nuestros jueces. Ellos son nuestra suprema garantía. De entre todos nosotros, tienen la obligación de ser los mejores. Y si no pueden, no se animan o tienen miedo, deben tener la dignidad de irse.
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