Por Gabriel Boragina ©
"es inherente a toda burocracia gubernamental ajustarse a un conjunto de reglas e imponerlas de manera uniforme y autoritaria. Si no fuera así, y el burócrata decidiera sobre los casos individuales ad hoc, se lo acusaría, con justo derecho, de no tratar a cada contribuyente y ciudadano de manera igual y uniforme. Sería acusado de discriminación y de brindar privilegios especiales. Además, desde el punto de vista administrativo es más conveniente para el burócrata establecer reglas uniformes en toda su jurisdicción. A diferencia de la empresa privada, cuya finalidad es obtener ganancias, a la burocracia gubernamental no le interesa ser eficiente ni servir a sus clientes lo mejor posible. Al no tener fines de lucro, y a salvo de la posibilidad de sufrir pérdidas, el burócrata puede descuidar, y de hecho lo hace, los deseos y demandas de sus consumidores-clientes. Su interés principal es "no hacer olas", y esto lo logra aplicando equitativamente un conjunto de reglas uniforme, no importa lo inaplicable que pueda ser en cualquier caso puntual." [1]
Sin embargo, a pesar de ser cierto lo anterior, también es verdad que los burócratas discriminan, y es precisamente esto último lo que se conoce con el nombre de corrupción, fenómeno cuya extensión -sobre todo en Argentina- ha llegado a niveles alarmantes batiendo todos los récords históricos hasta el presente. En realidad, como ha demostrado la Escuela de la Public Choice -con James Buchanan y Gordon Tullock a la cabeza- los burócratas si, tienen fines de lucro como cualquier ser humano normal.
Ahora bien, es cierto que, desde el punto de vista institucional la burocracia no tiene fines de lucro, porque -en tanto burocracia- fue creada para permanecer, con independencia de cualquier circunstancia económica. No obstante, lo anterior, en cambio, los burócratas no suelen ser los mismos, o no lo son por todo el tiempo. Esto hace que los burócratas, conscientes de la transitoriedad personal en sus cargos, tiendan, durante su paso por la burocracia, a tomar todo el dinero posible de ella, ya sea por vías legitimas o ilegítimas, dando lugar a la corrupción tan denostada por un lado y tan practicada por el otro. Pero la corrupción no está ínsita -por regla general- en la persona del burócrata, lo que si está inherente en la institución es la potencialidad de promover o cobijar o -al menos- soportar actos de corrupción. Si el empleado público -además- ve con buenos ojos el cargo que ocupa como medio idóneo para lucrarse en y de él, la situación es, por supuesto, tanto peor.
La burocracia -como entidad - no tiene fines de lucro, pero el burócrata, contemplado desde la faz de un simple ser humano como todos, si los tiene. Claro que, su lucro no proviene -en primera instancia- del contribuyente, sino del organismo oficial que lo emplea. Sólo depende del peculio del contribuyente de manera indirecta. Pero si perdiera su cargo de burócrata (porque -por ejemplo- la repartición donde trabaja decidiera cesantearlo) esto lo afectaría económicamente a él en persona. De allí que, es natural que, desde su propio punto de vista, vea su puesto de burócrata como un medio para beneficiarse económicamente de él, ni más ni menos que como cualquier otro empleado privado ve su cargo en una empresa particular. Aunque naturalmente los incentivos -tanto externos como internos- sean por completo diferentes.
En la esfera política pasa algo bastante similar que en la administrativa respecto de los funcionarios elegidos popularmente mediante el voto. Su transitoriedad es mayor que la de los elencos estables burocráticos y, por consiguiente, su tendencia a acumular durante tan breve periodo también será más grande. De allí, la importancia de establecer controles de todo tipo y de gran efectividad para evitar el enriquecimiento de funcionarios y demás burócratas a costa del erario público.
Con todo, como apuntamos líneas más arriba, creemos que hay que deslindar varios aspectos y dividirlos en dos partes al menos: institucionales y personales.
La corrupción no sólo tiene que ver con las ansias de ganancia del burócrata o gobernantes, tiene que ver con el diseño institucional que, al hacer depender el funcionamiento de ciertos organismos estatales del poder económico (grande o pequeño) de los contribuyentes, convierte a los cuerpos gubernativos en sí mismos corruptos e inmorales, toda vez que para hacerse de tales fondos necesitan del imperio y la fuerza bruta que les otorga la ley respectiva que regula su creación y trabajo. Y de otra ley (superior o paralela) que determina que su marcha será solventada con fondos del erario público (en última instancia, impuestos vistos desde el lado del ciudadano).
No tiene tanto que ver en este punto la cantidad de reparticiones u organismos estatales que se creen, sino las cantidades efectivas de capital destinadas a su establecimiento y labor. Producirán mayor daño tres organismos "públicos" que tengan un presupuesto del cien por ciento del tesoro nacional (suponiendo por caso $ 1000) que diez de esos organismos a los cuales se les destine un cincuenta por ciento de lo presupuestado ($ 500) con independencia del total efectivamente recaudado. El daño al contribuyente en el primer supuesto será del cien por ciento y en el segundo de la mitad, pero en el primero sólo tenemos tres reparticiones públicas y en el segundo diez. Claro que el análisis no es completo si no se considera, no sólo la cuantía del gasto sino también su calidad, pero la cuantía luce como el dato más importante, porque la calidad del gasto siempre dependerá que se tenga algo para gastar, si esto falta es inútil entrar en un debate sobre "la calidad del gasto" cuando no hay siguiera nada para gastar. Si por $ 1000 puedo comprar un par de zapatos de la más alta calidad, vano es que me detenga a comparar calidades si ni siquiera tengo $ 1000. La calidad, pues, es una variable dependiente de la cantidad disponible para cada caso en cuestión.
[1] Murray N. Rothbard. For a New Liberty: The Libertarian Manifesto. (ISBN 13: 9780020746904)Pág. 149-150
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