Desde cierto punto de vista, podría decirse que nuestra sociedad actual se parece a una SRL. Por varias razones. En parte porque el criterio societario económico-jurídico ha desplazado y aplastado al criterio político-social, relegándolo al arcón de los argumentos discursivos.
Por Denes Martos
Pero también hay al menos otros dos motivos que confluyen a acotar y limitar responsabilidades. Por un lado, los grandes prohombres (y promujeres) de la democracia formal saben que su permanencia en el poder está limitada en el tiempo, ya sea por normas que imposibilitan legalmente las reelecciones indefinidas, ya sea por el natural desgaste de la gestión y las elecciones periódicas que impiden de hecho la permanencia indefinida en el poder. Por el otro lado, dado que esta democracia necesita grandes sumas de dinero para sus campañas, la corporación política tiene perfectamente en claro que, a la corta o a la larga, los poderes económico-financieros siempre terminarán predominando sobre los poderes políticos. Por consiguiente, no es de extrañar que, por medio de toda una maraña de normas legislativas, los casuales y pasajeros ocupantes del poder democrático hayan limitado su propia responsabilidad para que, ante cualquier eventual pedido de rendición de cuentas, puedan escabullirse por los vericuetos de una legislación que, en esencia, les garantiza una impunidad de amplios alcances.
Por ejemplo: “Las decisiones políticas no son judiciables”, según mis amigos abogados. No hay que permitir “la judicialización de la política”, según la opinión mayoritaria de casi todos los políticos y una gran cantidad de periodistas – que en realidad son mayormente abogados que recalaron en el periodismo porque prefirieron escribir y hablar ante un público anónimo antes de tener que hacerlo ante los jueces. Gracias a estos y similares criterios se ha conseguido construir un abismo entre la responsabilidad moral y la responsabilidad jurídica; abismo éste que constituye una especie de “tierra de nadie” en dónde hasta los hechos más evidentemente inmorales se vuelven imposibles de juzgar en los estrados judiciales.
“¡Presente sus pruebas ante la justicia!” – braman inmediatamente los corruptos cuando resultan acusados. Y naturalmente nadie lo hace, aunque más no sea por la simple razón – entre muchas otras razones adicionales – de que los coimeros no piden recibo, los coimeados no emiten factura y, según nuestra jurisprudencia, las grabaciones y las filmaciones tienen un valor probatorio siempre discutible.
Cuando se analiza esta situación desde una óptica más amplia, no se tarda mucho en advertir algo interesante: esta deliberada limitación de responsabilidades no es exclusiva del ámbito político. Más aun, dentro del marco del pensamiento economicista imperante, constituye otro de esos criterios económicos que resultaron transferidos al ámbito de lo político – al igual que, por ejemplo, el concepto de la negociación y la negociabilidad de todas las cuestiones. Es sólo que a este criterio, los políticos –otra vez abogados en su gran mayoría– se apresuraron a dejarlo sentado incluso en la normativa jurídica. De modo que bien vale la pena echar una mirada a cómo funciona este principio de la limitación de las responsabilidades en su lugar de origen, es decir: en la economía.
Ya a primera vista resulta evidente que la divergencia entre la responsabilidad moral y la responsabilidad jurídica es una de las principales causas de las prácticas de explotación depredadoras que se llevan a cabo de un modo prácticamente impune en gran parte del mundo económico. Si bien en alguna medida las empresas son responsables por lo que hacen, sólo resultan serlo en forma mínima por las consecuencias de lo que hacen. Joseph Schumpeter (1883-1950) decía que una de las cosas que mejor caracteriza al capitalismo es su capacidad para la “destrucción creativa”. La observación, a pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo válida hasta el día de hoy. Por un lado las empresas crean nuevos y mejores bienes y servicios pero, por el otro lado, depredan recursos naturales no renovables –como por ejemplo el petróleo– y destruyen sistemas ecológicos enteros con sus desperdicios y sus efluentes. En la enorme mayoría de los casos, estas destrucciones permanecen impunes; ya sea porque los casos no están previstos por la ley, ya sea porque resulta fácil encuadrarlos en la categoría de “accidentes”, ya sea porque las responsabilidades se diluyen entre un número tan grande de personas que al final resulta que nadie es realmente responsable de nada. Y a todo esto cabría agregar el fuerte impacto que la actividad y los condicionamientos económicos tienen –de modo directo o indirecto– sobre el tejido social, las relaciones interpersonales, la vida familiar y la constitución de grupos humanos interdependientes. Más allá de algunas tibias referencias al cuidado del "capital humano", el mundo económico declina toda responsabilidad concreta por estos impactos relegándolos a la nunca demasiado bien definida esfera de las cuestiones privadas.
La última crisis financiera mundial nos brindó una oportunidad casi inmejorable para observar cómo funciona este circuito de irresponsabilidades generalizadas. La crisis se explica, al menos en buena medida, por la ausencia de mecanismos que hubiesen permitido exigir una responsabilidad jurídica de los operadores del mercado. Ante la ausencia de estos mecanismos, los operadores naturalmente se sintieron libres y habilitados para conducir sus operaciones de un modo absolutamente irresponsable. La responsabilidad moral – que existe aunque no esté taxativamente legislada – fue olímpicamente ignorada ante la posibilidad de generar grandes ganancias. Y ésta es una de las características típicas del capitalismo.
La gran ventaja del sistema capitalista frente a los sistemas económicos más o menos utópicos que se han intentado es que no fundamenta su actividad sobre la siempre inestable buena voluntad ni sobre el siempre excepcional altruismo de las personas. Todo lo contrario; tal como Adam Smith lo admitiera tan ingenuamente hace ya más de doscientos años atrás, el capitalismo apuesta por las ancestrales y eternas debilidades humanas de la codicia y la avaricia. Algo que ya por sí mismo debería bastar para demostrar que la capacidad autoreguladora de los mercados es un mito puesto que, en vista de la natural codicia de los principales actores económicos, la capacidad de regulación espontánea de la economía y de los sectores económicos es exactamente tan improbable como la capacidad de los individuos para restringir voluntariamente cualquier consumo que les resulta deseable y posible. Ni las empresas van a dejar de vender lo que pueden vender al precio que pueden venderlo, ni los consumidores van a dejar de comprar lo que quieren comprar al precio que pueden pagar.
La teoría de “la mano invisible” del mercado y de la capacidad de los mercados de regularse por sí mismos sencillamente no tiene en cuenta las ancestrales y naturales inclinaciones de la mayoría de los seres humanos reales. Desde el punto de vista del modelaje matemático es posible considerar las oscilaciones del mercado como una dinámica tendiente al equilibrio. Lo que sucede, sin embargo, es que esas "oscilaciones" pueden llegar a durar años y hasta décadas enteras, y los seres humanos reales, cuando quedan atrapados en el pico negativo de una oscilación, difícilmente se consuelen con el argumento de que el ciclo siguiente será mejor. Para cuando ese mejor ciclo llega, el individuo bien podría ya estar muerto. De este modo, el capitalismo es un sistema económico que funciona apoyándose sobre tendencias humanas reales pero que, a la hora de tener que justificarse, recurre a especulaciones abstractas cuya irrealidad no es muy difícil demostrar. Y debe recurrir a esos subterfugios porque, sea como fuere, nunca es demasiado elegante confesar que todo es cuestión de codicia, avaricia y afán de lucro.
Lo concreto es que, sin una regulación eficiente y eficaz, la economía capitalista no sólo tiende a ser injusta y a veces hasta inhumana sino que ni siquiera termina funcionando de un modo aceptable. Esa regulación, a su vez, implica forzosa y necesariamente la posibilidad de establecer responsabilidades jurídicamente exigibles. Una competencia económica sana y limpia es completamente imposible en un marco de impunidades generalizadas. Tal como lo señala hasta un clásico de la economía de mercado como Walter Eucken, sólo un claro sistema de responsabilidades compartidas puede garantizar la competencia sin trampas y sin arbitrariedades.
Lo que sucede es que, para tener un claro sistema de responsabilidades compartidas, primero hay que establecer un sistema de responsabilidades efectivamente exigibles y bien demarcadas aunque más no sea porque, sin ellas, resultará imposible obtener un adecuado sistema de premios y castigos. No sólo las operaciones económicas razonables deberían premiarse y los errores castigarse sino que la responsabilidad por los errores debería extenderse hasta las consecuencias que exceden el estrecho marco económico y causan estragos en el marco mucho más amplio de lo social, lo ambiental y lo político que es el marco general que, en última instancia, no sólo contiene sino que hasta posibilita la actividad económica en absoluto. El hecho económico no ocurre en un compartimento estanco y, por consiguiente, la responsabilidad que emana de las acciones económicas no tiene por qué quedar limitada al ámbito estrictamente económico. Solamente una economía orgánicamente integrada a su entorno social, ambiental y político resulta positiva para una comunidad. Sin esa integración orgánica muy fácilmente la economía termina resultando positiva sólo para quienes se llevan las ganancias.
La quiebra, de la que muchas veces se argumenta que constituye la penalización por excelencia de un mal comportamiento económico, no es necesariamente un castigo adecuado. Por toda una serie de razones. En primer lugar porque muchas veces la quiebra ocurre cuando las ganancias ya se han cosechado y sólo implica que no se podrán seguir cosechando. En segundo lugar porque con demasiada frecuencia representa una de las formas en que se pueden evadir, o al menos diluir, las responsabilidades. Pero por sobre todo porque, tal como se halla implementada en la enorme mayoría de los casos, no respeta el principio básico de equidad que requiere una justicia auténtica.
Es sabido que la responsabilidad económica jurídicamente exigible de las sociedades anónimas y de las de responsabilidad limitada se limita básicamente al capital invertido. Es decir: los propietarios involucrados responden con sus aportes de capital pero no con sus bienes o propiedades particulares. Es realmente curioso que casi nadie ha criticado en forma seria y profunda esta disposición absolutamente conocida y aceptada en el ámbito económico. Porque esta particularidad del derecho societario presenta una evidente asimetría: mientras las grandes empresas responden solamente hasta el monto de sus capitales, las pequeñas –como, por ejemplo, las sociedades de hecho y las empresas unipersonales– responden con la totalidad de los bienes de sus propietarios.
Pero, aparte de ello, hay, además, otra asimetría igualmente difícil de justificar – tanto como para decirlo suavemente. La ganancia, el lucro, en una economía capitalista de "libre mercado" es algo teóricamente ilimitado. No hay ninguna reglamentación seria y coherente que me impida vender algo a un precio cuatro, cinco, diez o cien veces superior al costo de elaboración o al precio de compra. Todo es cuestión de encontrar tan sólo al sujeto dispuesto a comprar y con dinero suficiente como para pagar ese precio. La inexistencia de ese sujeto, o la falta de voluntad del sujeto a comprar a ese precio, le podrá poner una limitación fáctica a mis pretensiones. Y de hecho, en la generalidad de los casos eso es lo que sucede. Pero ¿qué pasa con artículos imprescindibles como, por ejemplo, los medicamentos? ¿Qué pasa con los alimentos, la vestimenta y la vivienda? Incluso ¿qué pasa con varios otros artículos que, en teoría y en principio, podrían no ser considerados "imprescindibles" pero que se han vuelto precisamente eso en virtud de las características y las exigencias de la vida actual? La electricidad podría quizás considerarse como algo "no vital" desde cierto punto de vista, pero traten ustedes de pasar tan sólo 30 días sin corriente eléctrica y después me cuentan. Y aquí es donde se hace por demás visible la segunda asimetría: mientras jurídicamente las ganancias de las grandes megacorporaciones pueden ser ilimitadas, por las pérdidas sólo se les puede exigir una responsabilidad fuertemente restringida.
Para colmo, el tan mentado y tantas veces esgrimido principio de igualdad ante la ley queda incuestionablemente vulnerado por el hecho que, mientras ciertas personas, en empresas de determinado tipo societario, no arriesgan sus bienes particulares, las mismas personas, en la misma actividad pero en empresas de otro tipo societario, arriesgan todo lo que poseen. En la práctica, esta asimetría no hace más que reducir el riesgo de los grandes operadores del mercado mientras aumenta la exposición a riesgo de los más pequeños, con lo cual no es de extrañar que los más expuestos queden tarde o temprano a merced de los menos expuestos. Sencillamente los pequeños y medianos tienen proporcionalmente mucho más para perder y no se pueden permitir las audacias, con frecuencia irresponsables, de los más grandes.
Probablemente donde más evidente resulta la falta de proporcionalidad entre posibles ganancias y responsabilidades exigibles es en el sector bancario y financiero. De hecho, los bancos han obtenido del Estado el privilegio de la creación de dinero al poder poner en circulación dinero nuevo bajo la forma de crédito. Con ello se han asegurado una oportunidad en dónde, en cuanto a las ganancias, “el cielo es el límite” como dicen los norteamericanos. Pero, cuando un banco quiebra, los depositantes o bien pierden gran parte de su dinero, o bien es el Estado el que se hace cargo de los daños con el dinero de los contribuyentes. Lo cual no es sino un eufemismo por no decir que quienes soportan esas pérdidas son, al final de cuentas, todos los contribuyentes que pagan impuestos al Estado. Como muchas veces se ha señalado, el sistema privatiza las ganancias pero socializa las pérdidas.
Es justamente lo que sucedió en la última crisis financiera mundial disparada desde los Estados Unidos. Docenas y hasta centenares de bancos y de financieras colapsaron dejando un tendal de miles de millones de dólares y, al final, tuvieron que ser los Estados los encargados de apagar el incendio inyectando en el sistema enormes sumas del dinero de los contribuyentes. Y, aparte de sujetos como Bernard Madoff y algún otro que directamente organizaron esquemas Ponzi y otras estafas evidentes, nadie tuvo que responder ante la justicia por los desastres causados ni por millones de familias perjudicadas. Peor aún: en su momento se dijo que el Estado sólo “prestaba” el dinero a las empresas colapsadas para “sanear” el sistema y que, una vez estabilizada la situación, esas empresas lo devolverían. ¿Alguno de ustedes conoce a algún banco o financiera que haya devuelto el dinero que recibió para paliar la crisis desatada a partir de 2007/ 2008? Es cierto que se implementaron esquemas de retorno, pero el dinero refluye a las arcas del Estado – si es que refluye – con cuentagotas y, en todo caso, como excedente de nuevas ganancias.
También es cierto que, como consecuencia de la crisis, los norteamericanos implementaron normas legislativas más estrictas en cuanto al funcionamiento del mundo financiero. En Alemania se instituyó un (pequeño) impuesto a la actividad bancaria – destinado a la estabilización del sistema monetario – y la prescripción de la responsabilidad penal de directores y gerentes de las sociedades anónimas se elevó de cinco a diez años para los casos de actividades manifiestamente delictivas. Sería exagerado negar que esta nueva normativa apunta en la dirección correcta. Pero igual de exagerado sería afirmar que resulta suficiente. Tener un "colchón" para amortiguar oscilaciones no es irracional; como que tampoco lo es ampliar el plazo en el que se pueden juzgar conductas fehacientemente criminales. Pero si alguien cree que esta cosmética alcanza para exigir una responsabilidad adecuada de los operadores económicos y frenar la depredación y el despilfarro de recursos que el sistema económico genera, me temo que la realidad se encargará muy pronto de despertarlo. ¿Acaso se puede reglamentar la codicia? Desde la época de los fenicios todas las medidas tendientes a tratar de lograrlo han fracasado más o menos estrepitosamente; al igual que los tantas veces intentados controles de precios como los que nuestro buen Guillermo Moreno quisiera implementar poco menos que a las trompadas.
Para lograr una sociedad sustentable, las innovaciones que necesitamos no son de carácter técnico. Lo que necesitamos es innovación creativa en el ámbito del derecho societario y en todo el sistema financiero y económico. Desgraciadamente, hay pocas esperanzas de que una reforma sustancial ocurra en un futuro próximo, toda vez que ni siquiera las tímidas medidas norteamericanas y alemanas han sido seguidas por otros países. Tanto en el G20 como en la Unión Europea no existe en absoluto el consenso necesario al respecto.
Del caso puntual de nuestro propio país sería mejor ni hablar. Ni los "rodrigazos", ni las "hiper", ni los "corralitos" parecen haber hecho mella en nuestros economistas domésticos. Aquí seguimos en el discurso de la supuesta necesidad de un Estado prescindente por un lado y de un "modelo productivo diversificado y con inclusión social" por el otro. Es decir: mientras algunos quisieran que el Estado se retire por completo del ámbito económico, los otros quisieran que ese mismo Estado progame – de hecho o indirectamente – la actividad económica y que, además, redistribuya una riqueza que no ha creado incluso entre quienes en una de ésas ni siquiera han participado en su creación.
Como en la mayoría de las dificultades que tenemos en todo el mundo, el fondo de este problema es en última instancia una cuestión de valores. Sin una valorización adecuada de virtudes tales como la sobriedad, la equidad, la responsabilidad, la disciplina, el honor, el compromiso y – no en última instancia – la sensatez, es bastante poco lo que se puede esperar de normas, regulaciones y medidas económicas.
Una sociedad armónica, equilibrada y productiva no se logra ni con ingenierías financieras, ni con bizantinismos legales, ni con dádivas demagógicas. Se logra, en primer lugar con un Estado eficiente que cumple con eficacia sus funciones esenciales de síntesis, planificación y conducción. Además – y sobre todo – se logra haciendo coincidir la responsabilidad moral con la responsabilidad jurídica. Y en esto, lo que no podemos perder de vista es que la responsabilidad es siempre personal.
Mientras los jefes no sean personalmente responsables por el destino de sus subordinados; mientras los empresarios no sean personalmente responsables por el destino de sus empresas y de sus empleados; mientras esos empleados y subordinados no sean individual y conjuntamente responsables por la calidad y por la disciplina laboral y mientras todos no nos hagamos responsables por el destino de la nación en que vivimos, nuestros organismos sociopolíticos continuarán dominados por la irresponsabilidad de la codicia constituyendo sociedades de responsabilidad limitada .
Hasta me animaría a decir que muy limitada.
Más información www.politicaydesarrollo.com.ar
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