El diccionario dice que un intruso es quien ha entrado en un lugar sin derecho. Podría tratarse de un ratero o un polizón, según los casos, pero también de un ocupante de bienes ajenos, como una casa o un lote de tierra, en los que el intruso se establece con intenciones de permanecer en el lugar.
En todos los casos ese intruso comete un acto ilegal, exponiéndose a la represión y al castigo que corresponden, aunque en el acto de apropiación de viviendas deshabitadas o terrenos desiertos, la gravedad del hecho puede aparecer atenuada porque los transgresores son a menudo seres desposeídos (o por lo menos invocan esa condición), es decir individuos o grupos sin un techo ni un sitio donde vivir. Entonces el rechazo de la sociedad ante su conducta puede convertirse en una sensación colectiva de culpa o de compadecimiento, lo cual contribuye a que los intrusos permanezcan indefinidamente en el espacio que han invadido, como ha ocurrido infinidad de veces en los márgenes de las ciudades donde la apropiación de tierras públicas o privadas permite el desarrollo de asentamientos irregulares, cuyo desalojo -a partir de cierto punto de afianzamiento- ya puede ser inviable.
El fenómeno, acompañado de su poderosa raigambre social, ha cobrado actualidad en esta región del mundo durante los últimos meses. A mediados de diciembre, la ocupación del Parque Indoamericano en Villa Soldati (Buenos Aires) por parte de miles de intrusos, desencadenó un problema mayor y hasta un debate en torno a la situación de sectores indigentes, que se cerró de todas maneras con el desalojo. Pero esos desbordes tienen el mismo ímpetu de una inundación, de modo que el hecho se multiplicó, repitiéndose en varios puntos de la capital argentina (Villa Lugano, Parque Lezama) y luego en un extenso campo de la localidad suburbana de Esteban Echeverría. Lo inquietante es que el 17 de enero se produjo un brote similar en el Uruguay, en un predio privado de 4 hectáreas ubicado en el barrio Capra, cerca de Manga, donde los ocupantes marcaron la propiedad en parcelas para repartírsela, antes de ser desalojados por la Policía. Eso sucedía mientras en Brasil el Movimiento de los Sin Tierra invadía 39 haciendas (según ellos improductivas) en el oeste del estado de San Pablo.
Todos esos episodios reflejan la presión que ejercen las franjas más necesitadas de la población, pero en el marco constitucional son asimismo desafíos al derecho de propiedad y al equilibrio de un sistema legal que tambalea cuando se enfrenta a tales manifestaciones de violencia, detrás de las cuales consta una desigualdad que puede avergonzar al propio régimen encargado de reprimir esas apropiaciones. Allí radica justamente lo delicado del fenómeno, porque si se contemplan las carencias invocadas por los intrusos y se anteponen a la urgencia por restaurar el orden, se incurre en un temible precedente según el cual también deberían admitirse otros ilícitos (hurto, arrebato, rapiña) cuando los mueve una necesidad extrema de parte del infractor. En todo caso, la ocupación de propiedades puede ir expandiéndose y transformarse en una oleada de difícil contención. Si se toma en cuenta la ventaja demográfica que los sectores más pobres de la población le llevan al resto de la sociedad, y el volumen mayoritario que esa tendencia les conferirá en un futuro cercano, el riesgo de que proliferen los intrusos está a la vista, no solamente en parajes rurales sino además en ciudades como Montevideo, que por el momento tiene 25.000 casas deshabitadas.
Allí radica un dilema, motivado por la población ubicada debajo del umbral de la pobreza, cuyos reclamos no siempre son tomados en cuenta por los gobernantes, generando en muchos aspectos una tensión social que se agudiza con el paso del tiempo. Cuando esa tensión produce episodios violentos, y si falta en esos casos una solución inmediata y un enfoque riguroso por parte de las autoridades, el conjunto de síntomas señalados puede adquirir en cualquier momento la fuerza irreprimible de una pandemia, ante la cual no habrá prevención capaz de defender los derechos de la comunidad ante los invasores.
Editorial El País Digital
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