Desencadenados los sucesos eclesiásticos que todos conocemos, hemos dejado pasar deliberadamente algún tiempo, para que la precipitación no tiñera nuestro juicio, en tema ante cuya delicadeza y hondura cualquier prudencia parece poca.
Por Antonio Caponnetto
Queremos decir, en principio, que nos contamos entre quienes recibimos con gozo y gratitud el levantamiento de las excomuniones a los cuatro obispos de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X. No desconocemos las argumentaciones de ciertos tradicionalistas destacados que objetan este gesto pontificio, así como la aceptación del mismo por parte de los obispos beneficiados. En efecto, cabe pensar que si las tales excomuniones eran nulas y su consiguiente abrogación está condicionada ahora a determinados reconocimientos que son los mismos que ocasionaron el conflicto, no es enteramente éste el mejor camino seguido.
Sin embargo, y no siendo especialistas en la materia, insistimos con sencillez, y si se quiere con candor, en subrayar el gozo y la gratitud. Porque cualquiera fuese el status canónico de aquellas durísimas sanciones –y cualesquieras las medidas más aptas para invalidarlas- en concreto constituían una injusticia grave, una ofensa a la Tradición, una impunidad para la maldita progresía, un guante innecesaria y exageradamente arrojado al rostro de los defensores de la Fe de siempre. El modernismo en pleno, que es decir hoy la plana mayor de los pastores y el rebaño inmenso de imbéciles o confundidos, salía ganancioso siempre con la vigencia cruel de la terrible excomúnica.
A la par, y por lo mismo, el levantamiento de tan durísima carga era la señal inequívoca dada al mundo de que el Santo Padre ya no consideraba fuera del redil a los seguidores de Monseñor Lefevbre. Junto con el Motu Proprio Summorun Pontificum, y con algunas otras medidas en consonancia, ahora era el mundo el que recibía el merecido revés, y el amontonamiento de herejes y heresiarcas el que malparado quedaba. La variopinta manada de tartufos, fariseos, imbéciles, pasteleros, obsecuentes y confundidos –sin olvidarnos de cierto prototipo de cura felón y bajo vuelo- que durante décadas blandieron la obediencia ciega al Papa hasta ridículas actitudes papólatras, ahora era al Papa al que debían acatar. Al Papa que, además, y con esta medida, señalaba un importantísimo punto reivindicador de partida. Porque si a aquellos obispos ya no les cabía pena alguna, era de buena lógica deducir que tampoco a la enseñanza que ellos predicaban. Enseñanza –que prescindiendo ahora de los matices debatibles que pueda tener, y que tampoco desconocemos- significaba en su conjunto la rehabilitación de una doctrina decididamente contrarrevolucionaria y antimoderna.
Digámoslo en dos palabras: estábamos expectantemente felices con la caritativa decisión de Benedicto XVI. Sucedía algo justo, esperábamos más. No era todo ni tampoco lo suficiente, pero las oraciones y la equidad del Vicario de Cristo permitían augurar mejores días. Era un punto de partida, escribíamos antes. Pero la línea que se podía trazar a partir de este punto se divisaba trascendental.
Poco duró la alegría. Cuatro hechos de distinto valor, pero todos ellos repudiables, la empañaron y la despojaron de su verdadero rango teológico, abriendo aquella llaga insondable por la que Jesucristo pudo decir "mi alma está muy triste" (Mc. 14, 34-35).
El primero de esos hechos es la infame reacción judía, su descomedimiento inaudito, su insolencia grotesca, su torvísima maniobra para entrometerse en lo que no le compete, descentrando la cuestión de su natural raíz religiosa para centrarla artificialmente en el terreno mitológico del holocausto. El periodismo mundial le respondió en pleno –compitiendo en ignorancia y malicia- y quien a la vista del unánime y poderoso montaje multimediático-israelí, insista en que no existen conjuras ni conspiraciones, o camina distraído o es su encubridor manifiesto. El llamado "Expediente Williamson" que, hasta donde sabemos apareció en IL Riformista denunciado por Paolo Rodari, habla a las claras de la existencia de una siniestra maniobra para abortar la iniciativa papal a favor del tradicionalismo.
Póngasele al episodio el nombre que quiera. Quienes lo hemos visto desplegarse sin cesar, minuto a minuto, desde el 21 de enero y en todo el planeta, triturando salvajemente, sistemáticamente, la verdad, no podemos dejar de usar la desacreditada palabra complot.
El segundo hecho, en consonancia con el anterior, lo constituye la reacción conjunta de gobernantes y de pastores, contestes ambos en el proverbial "no pasarán", dirigido contra lo que más los enajena y perturba: la existencia del "fascismo". El término, claro, en la guerra semántica que han desatado –y que les da tanto rédito como la fábula del holocausto- no designa lo que debería designar sino, y en este caso en particular, el catolicismo ortodoxo y sin sombras de ambigüedades o de concesiones modernistas. Es la palabra que utilizan para encubrir lo que odian y poder perseguirlo a mansalva. No es necesario buscar el ejemplo de la canciller germana y de los episcopados europeos. Aquí entre nosotros, la negrísima dupla Libertino-Bergoglio basta como modelo del connubio atroz de los canallas. La primera, por el Gobierno, pidiendo la cabeza de Monseñor Williamson; el segundo, mediante el vocero episcopal Jorge Oesterheld, manifestando "el más enérgico rechazo" a las declaraciones del valiente purpurado.
El tercer hecho que nos entristece y apena, es la reacción de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X. Monseñor Williamson dijo la verdad. Tras él, y secundándolo lúcidamente, el Padre Abrahamowicz. Si nos apuran, hemos de lamentar que se quedaran cortos y escasos en el vigoroso testimonio de veracidad histórica que fueron capaces de dar. Que el gesto viril de ambos religiosos fuera sancionado por los superiores de la Fraternidad, que los dejaran solos frente a la cacería judaica, que tomaran distancia de sus declaraciones mostrándolas como meras opiniones personales, y que, al fin, los apartaran de sus funciones, es una conducta deplorable que nos decepciona profundamente. Por respeto a la Fraternidad –de la que nunca hemos formado parte, con la que hemos tenido y podremos tener diferencias, pero cuya injustísima marginación de la Iglesia siempre lamentamos- preferimos no utilizar adjetivos más gruesos. Más no es sólo decepción el término que cabe para juzgar a estos débiles Superiores Religiosos, sino algunos otros de significados más descalificantes. También nos consta que así piensan muchos miembros lastimados y combativos de la obra que rigiera otrora el mismo Monseñor Marcel Lefevbre.
En su misiva al Cardenal Castrillón Hoyos del pasado 28 de enero, el Cardenal Williamson mentó al Jonás arrojado a las olas para comparar su disposición a anonadarse. ¡Bien por la humildad frailuna del prelado! Pero ante el rumbo que han tomado los acontecimientos, y el funesto desdoro que ha padecido a manos de quienes deberían haberlo encomiado, abroquelándose junto a él, más le valdría ahora citar a Josué al renovar la Alianza en Siquen: "aunque todos no, yo y mi casa sí" (Jos. 24, 15). Aunque todos pacten, simulen, negocien, claudiquen, contemporicen, alguien debe quedar respondiéndole sí a la Verdad. No fue él quien cometió imprudencia, ni quien causó disgusto al Papa, ni quien debe disculparse o ponerse a estudiar la cuestión, como lamentablemente parece estar convencido. Y si alguien le sugirió la lectura de Jean Claude Pressac, para que retracte su "negacionismo", debe saber asimismo que tales páginas también fueron replicadas, entre otros, por Carlos Mattogno.
Dejamos para el final la mención del cuarto hecho, y es la reacción del Papa. Lo diremos pensando y pesando las palabras: es una reacción irreflexiva y pecaminosa. Permítasenos explicarnos antes de que alguien se perturbe. Es irreflexiva porque en ningún momento se aceptó discutir –con los procedimientos habituales de las disciplinas humanísticas- las afirmaciones de carácter histórico apenas esbozadas por Monseñor Williamson. Hombre de talla intelectual indiscutida, habituado a los altos e intrincados debates académicos, en la ocasión, sin embargo, Benedicto XVI optó por el juicio a priori, a-lógico y apodíctico, reservando para los embustes historiográficos hebreos y aliadófilos el carácter sacro e inconcuso del que ya ni siquiera gozan los dogmas de la fe católica.
Convertir a la amañada historia oficial en el artículo trece del Símbolo de los Apóstoles, y condenar al revisionismo histórico con rango de pecado mortal contra la Cruz, no parece un acto de racionalidad; esto es, no parece el ejercicio de uno de esos hábitos del pensamiento riguroso con el que se nutre la ciencia. Tampoco el desconocer que hay judíos sensatos que no han trepidado en sentarse a debatir el tema, en tanto cuestión histórica, y otros más que lisa y llanamente podrían ser catalogados como revisionistas. Pensamos en los rabinos que integran la agrupación Karta Naturei, o en el escritor israelí J. B. Burg, decidido corajudamente en sus libros a desenmascarar las patrañas sionistas. Un hecho insólito y por demás negativo para la disciplina intelectual acaba de refrendar el Papa con su indebida actitud; el hecho inusitado, según el cual, en estos tiempos sin límites para las controversias racionales más audaces y escabrosas, un episodio concerniente al estudio del pasado se declara aprioristicamente incontrovertible so pena de excomunión. Aumenta nuestro desconcierto el que tamaña arbitrariedad la protagonice un hombre como el Santo Padre, cuyo horizonte cultural y fineza espiritual son notables. ¿Adónde está la tenebrosa corte de galileogalileístas gritando epur si muove? ¿Adónde están los defensores a ultranza del librepensamiento, repitiendo con Kant que ningún ámbito por intangible que parezca puede sustraerse a la crítica?
Pero amén de caer en la irracionalidad, entendida como sinónimo de irreflexividad, el Santo Padre ha dado una prueba de su condición pecadora, más que dolorosa y sufriente para quienes nos declaramos sus hijos, queriendo serle fieles y queriendo amarlo cada día. Ha pecado de debilidad y de obsecuencia contra el enmarañado poder judaico. Ha pecado de servilismo a la Sinagoga, de pusilanimidad frente al mundo, de contemporización con los deicidas. Ha pecado contra el sí, sí; no, no, contra el deber de confirmar en la Fe a su rebaño antes que el de alimentar a los lobos. Ha pecado de escándalo al preferir la mentira insidiosa propagada por Israel, a las verdades luminosas que brotan del estudio sereno. Ha quebrantado la regla ciceroniana enunciada por León XIII: "la primera ley de la historia es no atreverse a mentir; la segunda, no temer decir la Verdad". Ha pecado de ambigüedad por flojera, prudencia carnal o diplomacia vaticana. Ha pecado contra el segundo mandamiento, porque darle rango de dogma a lo que no lo es, pidiendo su acatamiento incondicional, es un modo de tomar el nombre de Dios en vano. Además, el amor a su patria alemana -que bien sabemos lo distingue- debería haberlo retraído de dar este paso, con el que los enemigos seculares de Germania vuelven a justificar y a reavivar el estado de acusación constante en el que la tienen sometida desde la parodia de Nürenberg.
Que nadie se confunda al respecto. Todo lo que con ocasión de las declaraciones históricas de Monseñor Williamson ha manifestado Roma, todo lo que se ha expresado sobre la llamada shoa y su negacionismo, todo lo que al respecto se les ha reconocido y tolerado a los judíos, no es magisterio ni virtud. Es oscurecimiento de la inteligencia ante la Verdad y quiebra de la voluntad ante el Bien. Del Papa se nos asegura su infalibilidad –dadas ciertas condiciones bien conocidas por cualquier catecúmeno- pero no su impecabilidad. Hay abundante y segura doctrina al respecto. Entonces, por angustioso que resulte, queden, pues, registrados en la conducta de Benedicto XVI la irreflexividad y el pecado. No es la primera vez que la historia de la Iglesia registra estos problemas, como registra la asistencia del Espíritu Santo y la posibilidad cierta de que la sabiduría y la virtud se impongan al error y a las claudicaciones. Recemos por ello. Queremos conservar la esperanza de que, finalmente, las muchas virtudes y dones del Santo Padre desmontarán el tinglado de la farsa.
De sobra conocemos lo que aullará la jauría ante lo que acabamos de decir. A esta altura de las ultimidades parusíacas que probablemente estemos viviendo, nos tiene sin cuidado.
Sólo dos guantes recogeremos. El uno, cuando se nos diga quiénes somos nosotros para sostener estas afirmaciones. Somos nada. Pero si desde la nada sale la proferición de que el pan es pan y el vino es vino, lo proferido no corre el riesgo de ser falso por la ausencia de entidad en el emisor. Se tendrá que probar que erramos, porque ya está probado que somos nadie y simples pecadores.
El segundo guante es el que golpea llamándonos nazis. Somos católicos, apostólicos y romanos que reconocemos en Benedicto XVI al Vicario de Cristo, y como tal lo respetamos y nos encolumnamos tras su Cátedra. Pero por la misma y reiterada profesión de catolicismo militante que nos distingue, sabemos que la actual distorsión de la cuestión judía, acentuada desde Nostra aetate en adelante, y hoy falsificada sin límites, es una amenaza contra la integridad de nuestra Fe, no contra la ideología nacionalsocialista. Y es una amenaza contra la misma economía de la salvación –que quiere para cada israelita el destino de Natanael- no contra las teorías racistas. Es un agravio a los Santos Evangelios, no a Mi lucha.
Es curioso que este negacionismo teológico importe menos que el llamado negacionismo del holocausto. Es inadmisible que negar la verdad católica movilice menos a los creyentes que negar las baladronadas de la prensa masónica y marxista. Es trágico que se pueda negar el depósito más íntimo de nuestra Religión Verdadera, para condescender al sincretismo con las falsas creencias, con las consignas cabalísticas y los planes talmúdicos. Es lamentable, al fin, que la Verdad siga siendo la gran excomulgada.
Los apóstoles y el mismo Pedro estaban temerosos y asustados porque "el mar se puso muy agitado, al punto de que las olas llegaban a cubrir la barca" (Mt. 8,24). Entonces, Nuestro Señor Jesucristo, "se levantó e increpó a los vientos y al mar, y se hizo una gran calma". Marcos agrega que Jesús "estaba en la popa, dormido sobre un cabezal", y que desafiando con entereza la embestida marina, le digo al torrente agitado: "¡Cállate! ¡Sosiégate!" (Mc. 4,38).
Ya no seas cobarde, Pedro. Conduce a tu rebaño al puerto de bonanza. Defiende a tus cabrillos no a las lobuznas fauces. Pastorea a tu grey no a carniceras huestes. Ten a mano la tralla para los fariseos y la mano bendecidora para tus hijos leales. Ya no seas más cobarde, Pedro. El único negacionismo que debe preocuparte es el de tu triple negación. Y si el miedo te doblega, despierta a Cristo que está soñando en el cabezal de la popa. Él impondrá la calma y el orden con el solo refulgir de su palabra regia, de su mirada soberana, de su irrefragable e invicta presencia divina.
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