lunes, 16 de febrero de 2009

Pobre Cristina


“Cris... Cris... Cristina... suspira y fantasea con que la piropea un albañil...” (Joaquín Sabina)

Por Rogelio Alaniz

Cristina Kirchner estaba muy satisfecha por la recepción que había tenido en España. Es verdad que la prensa no fue tan amable con ella, entre otras cosas porque los periodistas no tienen la obligación de ser diplomáticos. En realidad, la recepción que las autoridades españolas le hicieron a la presidente argentina es la que le hacen a cualquier presidente de un país y, muy en particular, de un país de raíces hispánicas como el nuestro.

Para la diplomacia, esto es un abc: al presidente de un país amigo se lo recibe con todo el boato del protocolo. No es su competencia opinar si el gobierno es bueno o malo. Digamos que los españoles a quien recibieron y agasajaron es a una institución, no a una persona, con independencia de sus opiniones, su cara, sus inevitables y desconsideradas tardanzas y, por supuesto, su vestuario.

Queda claro que las opiniones sobre nuestra presidente es competencia de los argentinos. La señora Cristina está en ese lugar -conviene recordárselo- por el voto del pueblo, no por designios de Dios como dijera en uno de sus habituales y reiterados discursos. En homenaje a la historia, habría que decir que sólo una presidente fue capaz de remitirse a la voluntad inescrutable de Dios para justificar su investidura. Esa presidente pertenecía al mismo partido político que la actual y también estaba allí más por la voluntad del marido que por la propia: se llamaba Isabel, como la actual se llama Cristina.

Hace unos días, conversaba con un amigo peronista que me aseguraba que los Kirchner no son peronistas. En la Argentina, ocurren estas situaciones curiosas. En los últimos veinticinco años, los peronistas gobernaron casi dieciocho años, pero ese dato elemental de la cronología los únicos que no lo comparten son los peronistas. Menem estuvo diez años en el poder en nombre del peronismo y haciendo cosas de peronista, pero cualquiera en la calle te dice que en realidad nunca fue peronista. Algo parecido pasa con los Kirchner.

Como le gustaba decir a mi tío: “He padecido durante años al peronismo y ahora vengo a descubrir que nunca gobernaron, que lo mío fue una especie de alucinación paranoica”. Más académico que mi tío, Carlos Altamirano habla del peronismo real y verdadero, es decir un peronismo real, que gobierna, y un peronismo “verdadero” que como el Mesías está a punto de llegar y no tiene nada que ver con el que está. Hoy el peronismo real es Kirchner, pero el peronismo verdadero puede ser Solá, Rodríguez Saá, tal vez Menem, tal vez Reutemann. Mañana la relación puede invertirse y la fiesta continúa.

Digamos que un dato singular del peronismo, un dato que no lo registro en ningún otro partido del mundo, es su capacidad para mantenerse en el poder negándose a sí mismo. El recurso es original y eficaz: los peronistas gobernando pueden provocar las catástrofes más graves y siempre tendrán la excusa de decir que el responsable en realidad nunca fue peronista. La originalidad de la experiencia se completa porque siempre suele haber una mayoría popular que cree al pie de la letra en esta formidable maniobra de prestidigitación política.

A mi amigo antikirchnerista le recordaba que los Kirchner fueron acompañados por las estructuras reales y simbólicas del peronismo. También le mencionaba que la muy “izquierdista” señora Cristina, no sólo que fue peronista desde su primera juventud, sino que en 1983 estuvo entre las interesadas en promocionar la candidatura de Isabel. Como le gustaba decir a mi tío: “Por algo será”.

Las relaciones que los Kirchner mantienen con la prensa no son muy diferentes a las que mantenía Perón a través de sus privilegiados operadores: Raúl Alejandro Apold y José Emilio Visca. Si los Kirchner no hacen lo mismo que hacía el “primer trabajador” con los diarios y las radios no es porque no quieran sino porque no pueden.

La otra clave de la cultura peronista, clave que los Kirchner practican con fe militante, es la certeza de que en política los grandes líderes son indispensables, siempre y cuando quede en claro que la titularidad de ese liderazgo la tienen ellos.

El otro mito fundante es que la felicidad del pueblo está en manos del líder que un día sale al balcón, sonríe, otorga un aumento de sueldos y luego reitera que la obligación de los beneficiarios es ir de casa al trabajo y del trabajo a la casa. A esta vulgar y grosera manipulación de las masas, los escribas del populismo la denominan “asamblea popular”.

La ilusión de que el devenir de una sociedad depende del líder carismático se ha internalizado en la cultura política argentina con tal profundidad que todos los presidentes, incluso los no peronistas, quieren hacer lo mismo, es decir perpetuarse en el poder, porque están convencidos de que la salvación de la patria depende de su clarividencia o su genio.

Digamos que el cerrojo ideológico es perfecto: por un lado se instala la ilusión de que el bienestar de los hombres no depende de su esfuerzo sino de la generosidad del líder y, por el otro, todo dirigente peronista se cree la reencarnación de Perón y privilegia más su destino personal que las instituciones.

Por el contrario, en Uruguay, Chile, Brasil, los presidentes saben que hoy están y mañana no. En la Argentina, el peronismo instaló el mito de que el presidente debe eternizarse en el poder. Menem y Kirchner, cada uno con su estilo, están o estaban convencidos de su rol providencial. No conciben, no les entra en la cabeza, que el poder democrático es rotatorio, no inmutable.

Transformar a la esposa en la abanderada de la causa, es otro de los paradigmas fuertes del peronismo. Es lo que hizo Perón con Evita y con Isabel. Es lo que hace Duhalde con Chiche, y Kirchner con Cristina. Lo más curioso de todo es que esta manipulación que se hace con la esposa, este sometimiento de la mujer a la voluntad del marido transformado en macho dominante, es presentado como un acto de liberación femenina. El espectáculo de la señora Cristina, controlada por el esposo, sometida a sus caprichos y, según las confidencias de algunos íntimos, a sus malos tratos, es muy representativo de esta visión del poder y del lugar que el peronismo le suele asignar a la mujer.

Cristina se jacta de hablar sin papeles y presenta esta facilidad oratoria como una prueba de su cultura. Como dijera Beatriz Sarlo: hablar de corrido no quiere decir ser una intelectual. Yo conozco grandes vendedores de baratijas, extraordinarios charlatanes de feria, que jamás se les ocurrió presentarse como intelectuales de fuste.

Más o menos sé de lo que hablo: la cultura política de Cristina es tan superficial como su maquillaje. Es, en el mejor de los casos “correcta”, en el sentido irónico de la palabra. Esta corrección está hilvanada con hilos muy delgados y tejida por manos muy improvisadas. Los grandes discursos, aquellos que pasaron a la historia fueron pronunciados por hombres que estaban preocupados por algo más que hablar de corrido. Entre el discurso de Obama y el discurso de la señora Cristina hay una diferencia que es al mismo tiempo abismal y sutil, por más que la señora Cristina siga creyendo que la sabiduría de Obama proviene de las lecturas de los folletos y libelos escritos por Juan Domingo Perón.

El Litoral

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