lunes, 25 de mayo de 2009

Cuándo, cómo y por qué fallaron algunos Estados latinoamericanos

¿Es posible revertir este viejo proceso de pudrición institucional y restablecer el imperio de la ley? Sí: pero todo comienza por el mea culpa y la regeneración de la clase dirigente, tanto del sector público como de la sociedad civil.

Por Carlos Alberto Montaner

El asesinato del abogado Rodrigo Rosenberg ha puesto contra las cuerdas al gobierno guatemalteco de Alvaro Colom. La noticia lleva varios días revoloteando por los cintillos de medio mundo. Rosenberg, una persona honorable, lo advirtió mediante un video impactante cuatro días antes de ser ultimado por unos sicarios todavía desconocidos: el presidente, la primera dama y otros funcionarios importantes planeaban matarlo por su conocimiento de un crimen previo. El mandatario, por su parte, ha negado toda responsabilidad en el hecho y hay que esperar a que ciertas investigaciones independientes determinen sobre su presunta culpabilidad. Hasta los políticos son inocentes mientras no se demuestre lo contrario.

A raíz de esta monstruosidad he vuelto a leer y a escuchar una aseveración un tanto confusa: ''Guatemala es un Estado fallido''. En efecto, es uno de los países con mayor índice de criminalidad en el planeta. Pero, ¿es realmente un Estado fallido? Ahora está de moda hacer esas afirmaciones. Lo dijo hace poco el Departamento de Defensa de Estados Unidos con relación a México y el creciente poder del narcotráfico. México, suponen, puede un día colapsar súbitamente. Es lo que sucedió en Haití, país ingobernable intervenido por Naciones Unidas y patrullado por varios millares de soldados extranjeros.

¿Cuándo un Estado se convierte en ''fallido''? No se trata del nivel de pobreza, educación, sanidad o de la imposibilidad de enfrentar terribles calamidades naturales. El asunto es más simple: estamos ante un Estado fallido cuando es imposible obtener justicia o protección para ejercer nuestro derecho a que nadie nos mate, secuestre o extorsione sin la razonable expectativa de que el delincuente pagará por su crimen. El Estado falla cuando se envilecen las instituciones de derecho.

A tenor de esa definición, en efecto, Guatemala, México y otras naciones latinoamericanas son Estados fallidos o están camino de serlo. No creo, como supone el Departamento de Defensa norteamericano, que se aproximan a un colapso súbito que puede desintegrarlas en facciones rivales que se hagan la guerra cruelmente, como sucede en el Congo o Sudán. Pero es indudable que en varias naciones latinoamericanas apenas hay seguridad ni protección para la vida, los crímenes suelen quedar impunes, las fuerzas del orden público muchas veces son cómplices de los delincuentes, o son ellas mismas las que violan las leyes, y es inútil acudir a los juzgados porque la justicia es muy lenta, muy incompetente, o los jueces venden las sentencias a quien les pague la cantidad adecuada, o a quien prometa no matarlos porque existe la regla no escrita de los dos metales: plata o plomo. Plata, si sentencian como quieren los delincuentes; plomo, si se ajustan a la ley y los castigan.

El propio presidente mexicano Felipe Calderón lo declaraba hace pocas semanas: la mitad de las fuerzas de la policía habían sido corrompidas por el narcotráfico. Hablaba de un universo de 450,000 personas. Si el dato es cierto, no estamos en presencia de un problema de la policía, sino de la sociedad mexicana. Doscientos veinticinco mil personas de todas las regiones del país es una muestra transversal de la nación mexicana. En Guatemala, a la escala del país, debe suceder lo mismo. La pregunta obligada, pues, es cómo se llegó a esa situación.

La respuesta también es bastante obvia: durante muchas décadas los políticos y los funcionarios públicos, en contubernio con buena parte de la sociedad, fueron erosionando el Estado de derecho hasta debilitarlo peligrosamente. Cada negocio ilegal grande o pequeño que pública y descaradamente hacían, o cada mordida que daban (o pagaban), sin consecuencias penales de ninguna clase, acabaron por configurar una cínica percepción de las relaciones entre el Estado y la sociedad: las leyes no se promulgaban para cumplirlas, sino para ponerles precio a las violaciones.

A partir de ese punto todo era posible. ¿Por qué los policías no van a robar si lo hacen los políticos o los funcionarios designados? ¿Por qué los matones no van a cobrar extorsiones si lo hacen los jueces y los fiscales? Era absurdo esperar que las personas con poder o con audacia iban a seleccionar escrupulosamente qué leyes cumplir o qué leyes violar. Donde se tolera la corrupción y reina la impunidad es perfectamente predecible un crescendo imparable de la clase de delitos y del número de delincuentes que los cometen.

Queda, pues, la pregunta obligada: ¿es posible revertir este viejo proceso de pudrición institucional y restablecer el imperio de la ley? Sí: pero todo comienza por el mea culpa y la regeneración de la clase dirigente, tanto del sector público como de la sociedad civil. Es una ceremonia poco frecuente, pero es factible. Todavía hay esperanzas.

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