El derecho tiene recursos más que suficientes para no quedarse de brazos cruzados frente a las manipulaciones de las reglas electorales. El derecho no necesita ni debe amparar engaños electorales, sino ponerse al servicio de los votantes.
Por Roberto Gargarella
Entre algunos colegas abogados se ha instalado la idea según la cual las llamadas candidaturas testimoniales constituyen iniciativas tal vez inmorales, pero, en todo caso, jurídicamente irreprochables. Estos colegas nos dicen, por ejemplo, que cualquier candidato tiene el derecho de preservar su puesto público actual hasta el momento de asumir (o no) el nuevo cargo para el que se presenta, y también afirman que todos tienen el derecho de participar en una elección para luego, ante una hipotética victoria, resignar el cargo obtenido. Este tipo de cuestiones, nos dicen, no deben resolverse con la intervención judicial (lo que implicaría "judicializar la política"), sino por el voto de la ciudadanía.
Contra tales colegas, me interesaría decir que los impedimentos legales no se licúan a través de ninguna victoria en las urnas: lo que el derecho prohíbe no pierde su carácter de prohibido después de una contienda electoral. Me interesa afirmar que el derecho, hoy, tiene mucho para decir contra las candidaturas testimoniales. Desde consideraciones más bien "tecnicistas" (por caso, la exigencia del artículo 23 de la Convención Americana de Derechos Humanos, referida al derecho de "votar y ser elegido en elecciones periódicas auténticas"), hasta otras más sustantivas, sobre las que, en lo que sigue, quisiera concentrar mi atención.
Mi análisis parte del siguiente principio: cuanto más restringido sea el acceso del ciudadano sobre el proceso político, más razones hay para aumentar el control público (judicial) de éste. El riesgo que se quiere evitar es que las reglas de juego sean manipuladas por unos pocos en su propio beneficio. Tales peligros se intensifican, por caso, cuando el votante resulta atrapado con listas cerradas en cuya conformación no pudo intervenir (los candidatos fueron elegidos sin que se lo consultara); listas que, a la vez, no puede modificar a la hora del voto (seleccionando sólo a algunos nombres de entre los propuestos) y conformadas por candidatos a los que ni siquiera va a ver en su cargo una vez finalizada la elección. Cuanto más se cierra el proceso electoral frente al ciudadano, para ser dominado de manera exclusiva por la dirigencia política que se beneficia de ese proceso, más fuertes son las razones para la injerencia judicial. En esos casos, la intervención judicial se torna necesaria para reabrir el proceso electoral hacia los votantes, al recuperar la "soberanía del elector" e impedir que la política se convierta en el gobierno de una elite, para el propio beneficio de esa elite dirigente.
Este es, justamente, el sentido y la justificación que reconoce John Ely -una de las mayores autoridades mundiales en materia de control judicial- para el desafío judicial frente a la política (lo que él llamaba una fundamentación "procedimental" del control judicial).
Los intentos que se hicieron hace un tiempo, en nuestro país, en favor de una tercera reelección presidencial; la ley de lemas; los cambios sorpresivos de domicilio de los candidatos, previos a una elección; los llamados neolemas, y las actuales candidaturas testimoniales son todas manipulaciones serias de las reglas electorales, realizadas (especial, aunque no exclusivamente) por quienes tienen el control de tales reglas para preservarse en el poder, y dificultar el acceso y la supervisión ciudadana sobre la política.
Estas manipulaciones abiertas, objetivas, son las que deben quedar sujetas a un escrutinio judicial más estricto, y no más laxo, como algunos están proponiendo.
¿Qué es lo que podría hacer un juez, en tales circunstancias, sin romper la estructura de la separación de poderes y recuperando, a la vez, el carácter democrático de la política? Muchas cosas. Por caso, el juez podría exigir "declaraciones de certeza" a los partidos, para que les aclaren la situación a los votantes, que albergan genuinas dudas sobre quiénes son los candidatos que se presentan para ocupar efectivamente los cargos que están en disputa. O puede prohibir que en la boleta electoral figuren nombres de personas o instituciones que no protagonizan directamente ese proceso electoral (aceptar tales nombres sería como si se hubiera aceptado que Barack Obama incluyera en la boleta electoral el nombre de cien actores de Hollywood, deseosos de "testimoniar" su apoyo al candidato: ésa es propaganda que bien puede figurar en un afiche de campaña, pero ¡no en una boleta electoral!). O, siguiendo las normas contrarias a la publicidad engañosa, el juez puede sancionar a los partidos que traten de confundir al votante difundiendo de modo consciente información que no es veraz.
En definitiva, el derecho tiene recursos más que suficientes para no quedarse de brazos cruzados frente a las manipulaciones de las reglas electorales. El derecho no necesita ni debe amparar engaños electorales, sino ponerse al servicio de los votantes. No se trata, entonces, de "judicializar la política", sino de emplear el derecho para preservar el control popular sobre las reglas del juego democrático.
El autor es abogado y sociólogo (Universidad de Buenos Aires) y profesor universitario.
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