que las mentiras parezcan mentiras".
Joaquín Sabina
Por Enrique Guillermo Avogadro
Los argentinos en general, y quienes vivimos en la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores en particular, seguimos sufriendo y discutiendo los nuevos valores de la energía en todas sus formas, que golpean sin piedad los presupuestos familiares, afectados por una inflación que no cede con la velocidad prometida. Con la natural hipocresía que siempre caracteriza a los opositores a cualquier gobierno, nuestros políticos en el llano aprovechan la coyuntura para sumarse al coro de quejosos, tratando de llevar agua a sus propios molinos, sin explicar nunca a qué solución recurrirían si se encontraran en el poder.
El peronismo, en su penúltimo disfraz (el duhaldismo), después de contribuir con su innegable capacidad de movilización a derrocar a Fernando de la Rúa, rápidamente pudo salir de la crisis por algunas razones que, de tan elementales, no debiera ser necesario recordar.
La caída de la convertibilidad, causada por el desenfreno de su anterior máscara (el menemismo) para perpetuarse en el poder, llevó a que el país tuviera una enorme capacidad ociosa, tanto en materia de energía -exportábamos los excedentes de gas a Chile, Brasil y Uruguay y de electricidad a los dos últimos- cuanto industrial, y a ello se sumó la fuerte devaluación que orquestó el Ministro Jorge Remes Lenicov; al ponerse nuevamente en marcha la economía, se llamó a elecciones generales, en las cuales el Partido Justicialista dirimió su interna.
Con la deserción de quien saliera primero, llegó una nueva mutación del peronismo (el kirchnerismo) a la Casa Rosada, ahora de la mano de un matrimonio que creyó haber encontrado la fórmula mágica para permanecer en ella por décadas, con el simple método de alternar en el sillón de Rivadavia las posaderas de los cónyuges y, desde allí robar todo lo posible, sin parar mientes en los costos que tuviera el saqueo para el país entero.
Como el pater familæ venía escaso de votos propios, salió a la conquista de la clase media y media-alta urbana, siempre reacia a sumarse a los fieles del gigantesco mito inventado para sostener esa fenomenal y aceitada maquinaria electoral que Juan Domingo Perón amasó sesenta años antes. Y lo hizo con un caramelo irresistible: regaló la energía que entonces sobraba; el precio de tamaño disparate fue la creación de la cultura del despilfarro, a la cual muchísimos se acostumbraron rápidamente.
Evidentemente, no se puede negar que tuvo un éxito fulminante ya que, desde el magro 6% propio que lo acompañó en 2003, su cónyuge supérstite se alzó nada menos que con el 54% en 2011. Tal fue el suceso que acompañó al desaforado populismo, que la votaron incluso los vilipendiados productores rurales, pese a que ella misma les había declarado la guerra en 2008.
Pero, como bien se dice en la economía, no hay almuerzo gratis, y llegó la hora de pagar la cuenta de una fiesta que todos los argentinos vivimos con la cortedad de miras que se ha transformado en nuestro raro distintivo nacional. Mientras Brasil, por ejemplo y a pesar de todos los nubarrones actuales que cubren sus cielos, tiene un Ministerio de Planeamiento que establece planes a tres décadas adelante, que se ajustan finamente cada año, nuestro nac&pop Julio de Vido dedicó sus mejores esfuerzos a destruir el futuro para robar en todas las formas posibles mientras durara el efímero presente que, cuando se esfumó hoy lo tiene tras las rejas.
Pero la cultura del despilfarro, con sólidas bases en tarifas de energía que eran absolutamente ridículas (la luz eléctrica costaba mensualmente el equivalía a una pizza chica, y el gas, a un café) además de socialmente injustas, perduró hasta que el déficit fiscal se transformó en una bestia tan ardua de domeñar que requiere, para evitar una crisis gigantesca, pedir prestado la friolera de US$ 30 mil millones por año.
Con la deserción de quien saliera primero, llegó una nueva mutación del peronismo (el kirchnerismo) a la Casa Rosada, ahora de la mano de un matrimonio que creyó haber encontrado la fórmula mágica para permanecer en ella por décadas, con el simple método de alternar en el sillón de Rivadavia las posaderas de los cónyuges y, desde allí robar todo lo posible, sin parar mientes en los costos que tuviera el saqueo para el país entero.
Como el pater familæ venía escaso de votos propios, salió a la conquista de la clase media y media-alta urbana, siempre reacia a sumarse a los fieles del gigantesco mito inventado para sostener esa fenomenal y aceitada maquinaria electoral que Juan Domingo Perón amasó sesenta años antes. Y lo hizo con un caramelo irresistible: regaló la energía que entonces sobraba; el precio de tamaño disparate fue la creación de la cultura del despilfarro, a la cual muchísimos se acostumbraron rápidamente.
Evidentemente, no se puede negar que tuvo un éxito fulminante ya que, desde el magro 6% propio que lo acompañó en 2003, su cónyuge supérstite se alzó nada menos que con el 54% en 2011. Tal fue el suceso que acompañó al desaforado populismo, que la votaron incluso los vilipendiados productores rurales, pese a que ella misma les había declarado la guerra en 2008.
Pero, como bien se dice en la economía, no hay almuerzo gratis, y llegó la hora de pagar la cuenta de una fiesta que todos los argentinos vivimos con la cortedad de miras que se ha transformado en nuestro raro distintivo nacional. Mientras Brasil, por ejemplo y a pesar de todos los nubarrones actuales que cubren sus cielos, tiene un Ministerio de Planeamiento que establece planes a tres décadas adelante, que se ajustan finamente cada año, nuestro nac&pop Julio de Vido dedicó sus mejores esfuerzos a destruir el futuro para robar en todas las formas posibles mientras durara el efímero presente que, cuando se esfumó hoy lo tiene tras las rejas.
Pero la cultura del despilfarro, con sólidas bases en tarifas de energía que eran absolutamente ridículas (la luz eléctrica costaba mensualmente el equivalía a una pizza chica, y el gas, a un café) además de socialmente injustas, perduró hasta que el déficit fiscal se transformó en una bestia tan ardua de domeñar que requiere, para evitar una crisis gigantesca, pedir prestado la friolera de US$ 30 mil millones por año.
El kirchnerismo, que no podía hacerlo porque los mercados internacionales no le atendían el teléfono a la Argentina desde que una mutación peronista anterior (el rodriguezsaaísmo) se diera el lujo de decretar el default más grande de la historia en una asamblea legislativa que aplaudió de pie tamaño suicidio, le daba a la máquina de fabricar pesos las 24 horas del día, fuera en la Casa de la Moneda, en Ciccone Calcográfica o en Brasil.
La natural contrapartida del regalo indiscriminado de la energía fue la pérdida del autoabastecimiento, la indispensable inversión del sentido de gasoductos y líneas de alta tensión (comenzaron a traer lo que antes llevaban) y un subproducto ideal para la voracidad delictiva de los muchachos encaramados en el poder: la importación de gas licuado, con monstruosos sobreprecios y negocios non sanctos de toda índole. Y la inevitable consecuencia fue la monumental pérdida de divisas que todo ello trajo aparejada, que derivó en la famosa inflación, aún incontrolada.
El equipo que se hizo con el triunfo electoral en 2015 cometió, y aún lo hace graves torpezas: al inicio, no informó seria y detalladamente a la sociedad la magnitud de la venenosa herencia recibida (su informe "El estado del Estado" no fue difundido como debía) y continúa explicando muy mal -cuando lo hace- las medidas que se ve obligado a adoptar. No aprendió con la reforma previsional, y tampoco parece haberlo hecho con el tema de las tarifas.
Porque debió recordar que, enfrente, no sólo tiene a verdaderos buitres ("vamo a volver, vamo a volver") que viven el llano como una maldición, sino a una sociedad muy especial que, mientras llora por los aumentos de tarifas de los servicios, no deja de consumir comunicaciones móviles y televisión paga y viaja batiendo records de turismo local y externo.
Pero la pregunta que todos debemos hacernos, entre muchas otras, es: ¿quién debe pagar la energía que consumimos? ¿Los Reyes Magos? Recordemos que todos los subsidios que el Estado otorga salen de nuestros impuestos, es decir, todos -incluidos los que intentan economizar luz y gas- pagan por ese despilfarro al que tantos años de falsa bonanza nos acostumbraron. Y también hagámoslo pensando en la cantidad enorme que, por carecer de medios para afrontar los aumentos, continúan recibiendo subsidios a través de la tarifa social.
¿A qué se debe que el Gobierno no lo explique con claridad?, que no se tome el trabajo de utilizar, por una vez, la cadena nacional de la que tanto abusara la predecesora para dar a conocer cuántos y a quiénes se está subsidiando, identificando el lugar de residencia de los mismos y, sobre todo, exhibiendo cuadros comparativos del precio de la luz y del gas en cada provincia y ciudad. Tal vez, contra toda esperanza, consiga que la vergüenza por los enormes privilegios de los que hemos gozado hasta ahora en desmedro de muchos de nuestros conciudadanos, nos haga llamar a silencio.
Para terminar, un brevísimo comentario acerca de lo sucedido en la inauguración de la Feria del Libro, cuando cien jóvenes imbéciles, que se oponen inexplicadamente a que los institutos de formación docente capitalinos se transformen en una universidad (como lo hacen los gremios de los "trabajadores de la educación en la Provincia de Buenos Aires frente a los premios por presentismo), con vistas a aumentar la calidad de la enseñanza, impidieron patoterilmente hablar a los ministros de Cultura de la Nación (Pablo Avelluto) y de la Ciudad (Enrique Avogadro). Simplemente, que agradezcan haberse encontrado con ellos y no conmigo; otro hubiera sido el cantar entonces.
Enrique Guillermo Avogadro
Abogado
La natural contrapartida del regalo indiscriminado de la energía fue la pérdida del autoabastecimiento, la indispensable inversión del sentido de gasoductos y líneas de alta tensión (comenzaron a traer lo que antes llevaban) y un subproducto ideal para la voracidad delictiva de los muchachos encaramados en el poder: la importación de gas licuado, con monstruosos sobreprecios y negocios non sanctos de toda índole. Y la inevitable consecuencia fue la monumental pérdida de divisas que todo ello trajo aparejada, que derivó en la famosa inflación, aún incontrolada.
El equipo que se hizo con el triunfo electoral en 2015 cometió, y aún lo hace graves torpezas: al inicio, no informó seria y detalladamente a la sociedad la magnitud de la venenosa herencia recibida (su informe "El estado del Estado" no fue difundido como debía) y continúa explicando muy mal -cuando lo hace- las medidas que se ve obligado a adoptar. No aprendió con la reforma previsional, y tampoco parece haberlo hecho con el tema de las tarifas.
Porque debió recordar que, enfrente, no sólo tiene a verdaderos buitres ("vamo a volver, vamo a volver") que viven el llano como una maldición, sino a una sociedad muy especial que, mientras llora por los aumentos de tarifas de los servicios, no deja de consumir comunicaciones móviles y televisión paga y viaja batiendo records de turismo local y externo.
Pero la pregunta que todos debemos hacernos, entre muchas otras, es: ¿quién debe pagar la energía que consumimos? ¿Los Reyes Magos? Recordemos que todos los subsidios que el Estado otorga salen de nuestros impuestos, es decir, todos -incluidos los que intentan economizar luz y gas- pagan por ese despilfarro al que tantos años de falsa bonanza nos acostumbraron. Y también hagámoslo pensando en la cantidad enorme que, por carecer de medios para afrontar los aumentos, continúan recibiendo subsidios a través de la tarifa social.
¿A qué se debe que el Gobierno no lo explique con claridad?, que no se tome el trabajo de utilizar, por una vez, la cadena nacional de la que tanto abusara la predecesora para dar a conocer cuántos y a quiénes se está subsidiando, identificando el lugar de residencia de los mismos y, sobre todo, exhibiendo cuadros comparativos del precio de la luz y del gas en cada provincia y ciudad. Tal vez, contra toda esperanza, consiga que la vergüenza por los enormes privilegios de los que hemos gozado hasta ahora en desmedro de muchos de nuestros conciudadanos, nos haga llamar a silencio.
Para terminar, un brevísimo comentario acerca de lo sucedido en la inauguración de la Feria del Libro, cuando cien jóvenes imbéciles, que se oponen inexplicadamente a que los institutos de formación docente capitalinos se transformen en una universidad (como lo hacen los gremios de los "trabajadores de la educación en la Provincia de Buenos Aires frente a los premios por presentismo), con vistas a aumentar la calidad de la enseñanza, impidieron patoterilmente hablar a los ministros de Cultura de la Nación (Pablo Avelluto) y de la Ciudad (Enrique Avogadro). Simplemente, que agradezcan haberse encontrado con ellos y no conmigo; otro hubiera sido el cantar entonces.
Enrique Guillermo Avogadro
Abogado
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