El zafarrancho armado con motivo de una eventual declaración de inconstitucionalidad de la Ley de Caducidad, obedece a una inequívoca maniobra política.
La confirma el meteórico y telegráfico allanamiento del Poder Ejecutivo al planteo de la fiscal Guianze, en un escritito que no supera las diez líneas.
En un año electoral y en medio de una campaña de recolección de firmas para incluir en la Constitución -plebiscito mediante- una norma jurídicamente aberrante, anulatoria de dicha ley, no cabe otra conclusión.
Peor que lo anterior, mucho peor, es que este batifondo configura un atropello al soberano. O sea, al pueblo, constituido en Cuerpo Electoral. Dispone el art. 82 de la Constitución que la soberanía "será ejercida directamente por el Cuerpo Electoral en los caso de elección, iniciativa y referéndum". "E indirectamente por los (tres) Poderes representativos que establece esta Constitución".
Estos últimos sólo actúan por delegación del Cuerpo Electoral -lea doña María, el pueblo- que es el titular de la soberanía. Y fue éste, ejerciéndola directamente, quien en abril de 1989, en un referéndum, ratificó la vigencia de la ley de caducidad. Esta, por consiguiente, no es derogable por el Parlamento ni puede ser declarada inconstitucional por la Suprema Corte. Los delegados no pueden alzarse contra una decisión del delegante, que es el pueblo. Después que canta Gardel, no canta nadie más.
En 1992, el Cuerpo Electoral derogó en un referéndum la ley de empresas públicas. ¿En qué cabeza puede entrar, entonces, la absurda idea de que las Cámaras volvieran a sancionarla o la Suprema Corte la aplicara en un litigio? Lo mismo ocurre, pero al revés, con la ley de caducidad.
Supongamos, sin embargo, que la Corte asuma competencia respecto de una cuestión de inconstitucionalidad referida a la ley de caducidad, como ha ocurrido. Se planteó ella por vía de excepción -o defensa-, lo que supone que existe un proceso en el que es aplicable dicha ley. Rige, en tal caso, el art. 516 del Código del Proceso (C.G.P.).
Este dispone que, opuesta la excepción y elevados los autos a la Corte, ésta "la sustanciará con un traslado simultáneo a las demás partes, por el término de diez días". Se trata, en el caso, de una denuncia penal, no de un proceso penal, pues a nadie se procesó, precisamente en aplicación de la ley de caducidad. Pero, aún imaginando lo contrario, el Poder Legislativo no es parte en ese hipotético proceso, como jamás lo ha sido ni lo será en ningún proceso penal.
Erró, pues la Corte, al darle traslado. Y asiste razón a la Asesoría Letrada del Parlamento, la cual, según trascendió, quiere evacuar el traslado oponiendo una excepción de falta de legitimación pasiva, que es de fundamento obvio. Es la misma excepción que opondría el demandado, en un divorcio, por una mujer que no es su cónyuge.
Pero la mayoría oficialista, acreciendo el macaneo jurídico, no quiere seguir ese camino sino declarar inconstitucional la ley. Es decir, como el Ejecutivo, allanarse a la pretensión de la fiscal. Si tal cosa ocurriera, al no haber oposición sino acuerdo entre las partes, ¿la Corte debiera o no dictar sentencia? Y si la dictare, ¿se limitaría a homologar el criterio de las supuestas partes o podría dictarla según su propio criterio?
Hacer lo primero sería no comprender que el juicio de inconstitucionalidad, en rigor, es un proceso a la ley y no un litigio entre partes, como un vulgar juicio de desalojo.
La tiranía del espacio nos impide desarrollar otros aspectos de esta anómala excepción de inconstitucionalidad. Enunciémoslos, no obstante. ¿La fiscal tiene legitimación activa para oponerla, es decir el interés directo y personal exigido por el art. 258 de la Carta?
¿Hay en verdad un proceso penal donde oponer válidamente la excepción? No, no lo hay. Sólo se trata de una denuncia que no prosperó, ley de caducidad mediante. Es lo que entendió y falló la Suprema Corte en un caso similar -no idéntico-, en su sentencia N° 332, del año 2004.
Estamos, pues, en el campo del disparatario jurídico, del manoseo de la Constitución y de la falta de respeto al pueblo, que es el soberano. A todo ello puede llegarse cuando la politiquería y el electoralismo trasponen las puertas del Palacio Piria. A la vista está.
El País Digital
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