El oficialismo y el variopinto arco opositor se distinguen, sobre todo, por sus actitudes: frente a los malos modales y la crispación se observa una cierta urbanidad y un tacto que reconfortan.
Por Carlos Mira
Aunque octubre quede muy lejos de lo que debería preocupar en la Argentina de hoy, la indisimulada búsqueda del poder como lo único que les importa a los políticos, los ha lanzado a las calles y a las tribunas como si las elecciones fueran mañana mismo. Las novedades se suceden sin solución de continuidad como si los K le hubieran impreso a la agenda argentina una vertiginosidad de la que no se puede salir.
El ex presidente en funciones, usando a discreción los bienes del Estado como si fueran propios, aparece hablando todos los días aquí y allá tal cual es su costumbre a los gritos pelados y repartiendo insultos, culpas y rencores a diestra y siniestra. Su esposa no cesa en anunciar “planes” y “millonadas” que nadie controla y nadie verifica si se cumplen o son anuncios al cielo de la demagogia.
La oposición se reúne para acordar. La ex tropa propia del kirchnerismo se escapa del incendio por donde puede y trata de mostrarse como algo distinto del gobierno. Pero cualquiera sea el timing de todos para las próximas elecciones lo que queda claro es que lo que se está produciendo en la Argentina es un monumental choque de estilos entre lo que hasta hoy ha representado el matrimonio presidencial y sus seguidores, con lo que puede observarse en el arco opositor.
Desde Carrió hasta Reutemann, pasando por Macri, Solá, De Narváez, Stolbitzer o el mismísimo Cobos, muestran una urbanidad mínima de convivencia que, al menos, cubre los extremos de la buena educación, el tacto y la cordialidad que cualquier dirigente debería deberle a todo argentino de bien.
Es manifiesta la diferencia en el trato que todos estos personajes se da entre sí cuando se la compara con la intemperancia y la bravuconada de los Kirchner. Si hay algo que Néstor y Cristina le han quitado a la política de estos años es precisamente su contenido de tolerancia cívica del que deriva hasta la propia etimología de la palabra. Es cierto que el peronismo no se caracterizó nunca por ser una agrupación demasiado “elevada”. No fueron pocas las veces que terminaron dirimiendo a los tiros sus diferencias internas. Y tampoco fueron pocas las veces que se han sentido públicamente orgullos de eso.
Pero si hay algo que los K le han agregado o profundizado al trato político de la Argentina es ese costado arrabalero que no hace otra cosa que bajarlo de categoría.
Y me parece que la oposición la ha elegido esta nueva forma de presentarse ante la sociedad, no solo porque se trata de gente diferente a los Kirchner sino porque perciben que la gente ya se cansó del grito, del insulto, de la intolerancia y de la soberbia vacía.
Es hora del ablandamiento de los semblantes. Es hora de ser firme en las decisiones pero un caballero o una dama en los modales. El barrabravismo futbolero en el que hemos caído nos ha asqueado a todos. Puede resultar canchero y hasta simpático en una mesa de café, pero aburre y desgasta cuando se lo transforma en un estilo de gobierno.
Y es bueno y hasta paradójico que el opacamiento de los Kirchner empiece a ocurrir por el costado que primero cautivó a la sociedad.
Acostumbrados a la endeblez de De la Rúa los argentinos confundieron eso con “moderación” y, al principio, vieron con buenos ojos a alguien que venía a pegar cuatro gritos. Pero ese tiempo se agotó. Cuando no hay más que gritos, lo único que se escucha son ruidos y eso no alcanza para asegurar el porvenir del país.
Ojalá que las formas nuevas denoten profundidades también diferentes. Sería bueno que estos años hayan servido para tener el efecto que la gula tiene sobre los que comen demasiado: ese instante en que aparece clara la exageración y el desmadre. El país ha padecido de gula de groserías y es hora de ponerse a régimen.
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