Este siglo XXI nos revela un mundo amenazado por innumerables males y prisionero en una gigantesca red de tensiones. Incomunicación, sensación de vacío, ansiedad, resentimiento, envidia, insatisfacción, parecen ser ingredientes significativos en el sentir de los hombres de nuestros días.
Por el Prof. Alexander Torres Mega
Drogas, suicidio y corrupción se anuncian como falsas y nocivas respuestas ante la frustración que crece.
Una visión panorámica del Planeta y de los cataclismos que lo acechan suele provocar impotencia y perplejidad. Se ha llegado a presentar diagnósticos y pronósticos terribles que causan angustias casi invencibles. Las soluciones de fondo que se proponen están en consonancia con la estimación que en cada caso se haga de la realidad actual tan confusa y compleja.
Se aprecian valiosos esfuerzos de interpretación de la crítica situación contemporánea. Especialistas preocupados que investigan en las diversas disciplinas hacen oír sus voces de alarma. Autores serios alertan ante la existencia de crisis profundas en determinadas áreas del obrar humano. Algunos sostienen que la principal de esas crisis se verifica en el campo político; otros -partidarios del monismo materialista- entienden que la crisis fundamental es de carácter económico y también hay quienes están persuadidos que la causa de toda crisis es de orden sociocultural.
No existe actividad humana con relación a la cual no se haya señalado graves deterioros. Esto autoriza a pensar que estamos en presencia de un desorden integral.
La acción política, la economía, las relaciones sociales, la vida cultural toda, constituyen diversas formas de realización de un mismo protagonista: el hombre. De allí que esas diversas crisis que se denuncian no sean más que facetas distintas de una sola crisis fundamental que tiene al ser humano como primer escenario. En efecto, el proceso de crisis que sacude al mundo tiene su raíz más profunda en el mismo hombre. Desde él se proyecta hacia todos los dominios de su actividad. Si la sociedad actual está enferma es porque la enfermedad afectó la personalidad del ser humano y contaminó -en mayor o menor grado- todas sus realizaciones.
La crisis se manifiesta en todas partes. Lo invadió todo, nada escapa a su creciente poder destructor. Es total, universal y progresiva. Parece ser la más profunda y dominante que registra la historia.
Esa crisis principal y única tiene como primer campo de acción la interioridad de cada hombre y las tendencias desordenadas que habitan en él constituyen su fuerza propulsora (cfr. Plinio Corrêa de Oliveira, «Revolución y Contra-Revolución»).
Las tendencias descontroladas logran modificar la mentalidad, alteran el modo de ser personal, incidiendo directamente en el terreno de las ideas. El desarreglo tendencial impulsa el surgimiento de ideas que tienden a justificar el desorden interior que se experimenta.
Desde el plano de las ideas se extiende al campo de los hechos. Luego de concebida la idea, ésta se traducirá en el obrar concreto del hombre. El hacer práctico de cada hombre y las realizaciones de los grupos humanos en los diversos órdenes, tienen su causa primera en las tendencias más profundas.
Todo hombre posee el irrenunciable derecho a buscar y conocer la Verdad, a creer firmemente en ella y a defenderla por todos los medios lícitos. El ser humano aspira a encontrar la verdad y a practicar el bien. Y efectivamente, puede llegar a poseer la verdad mediante el ejercicio de la recta razón auxiliada por los sentidos.
Dado su carácter racional, el ser humano -dotado de voluntad libre- procurará obrar consecuentemente con sus ideas. Actuará “conforme a su modo de pensar, so pena de terminar pensando tal como actúa".
Los hombres buscan, necesariamente, principios e ideales nobles que den sentido a su existencia. Vivir sin ellos conduce fatalmente a la frustración, al derrumbe intelectual y al caos moral.
Sólo es capaz de sacrificios por un ideal aquel hombre que posea firmes convicciones y que haya hecho de ese ideal el centro de su vida y la razón de su existencia. Las convicciones -que se traducen en ideales- son motores de la historia personal y universal. Los ideales son chispas capaces de incendiar los mayores entusiasmos al servicio de una vida que valga la pena ser vivida.
Desorientado e insatisfecho, el hombre contemporáneo se encuentra abrumado por las infinitas dudas que debilitaron sus convicciones. Para todas las certezas aparecen escépticos y negadores sistemáticos.
Se está pisoteando la distinción entre la verdad y el error. Se afirma que ninguna verdad es tal y que la única seguridad radica en que todo es inseguro. Se niega la verdad como «algo que es» y, paradójicamente, con carácter absoluto se llega a aseverar que todo es relativo. Solo parece importar la subjetividad que lo relativiza todo y resquebraja el orden moral. Surge el dogma del antidogmatismo.
Hoy se escuchan con alarma las más sutiles prédicas de menosprecio o de negación de las nociones éticas fundamentales. Las distinciones entre el bien y el mal vienen siendo destruidas paulatinamente.
Ciertas corrientes filosóficas y jurídicas se niegan a reconocerle validez a la ley moral o le dan a ésta fundamentos débiles o ridículos. De este modo se facilita el advenimiento del más radical desconocimiento de toda norma moral.
Los principios éticos son presentados como si fueran simples convencionalismos o usos sociales o tabúes o mitos. Es tal la descomposición que las normas morales son consideradas por algunos como supersticiones o prejuicios detestables. Se pretende amordazar la conciencia moral.
Parecería que el progreso material viene acompañado de una progresiva decadencia moral y de una gravísima corrupción ideológica. Debilitada la fortaleza moral, avanza la degradación y se pierde la identidad personal, mientras la manipulación de las conciencias se hace cada vez más frecuente.
Ya no pasa inadvertida la acción de cierta propaganda que, sin atreverse a afirmar descaradamente que la ética no existe, hace abstracción de ella. Se fomenta la veneración de ídolos tales como el confort, el mero placer de los sentidos, la riqueza puramente material, la utilidad práctica inmediata, etc. Parece importar más que algo sea útil antes que verdadero o legítimo.
Se insinúa que la obtención de felicidad para el hombre solo es posible cuando -gracias a la técnica y a la ciencia- disfruta, sin freno y sin orden, de comodidades, dinero, prestigio, fuerza muscular, belleza física, etc. En consecuencia -dicen- hay que procurar hacer de esta Tierra un paraíso técnicamente delicioso en completa libertad, idolatrar el tecnicismo hipertrofiado, adorar la máquina y la velocidad.
Es como pretender hacer de cada hombre un ególatra, postergando o negando lo espiritual, mientras se le da preeminencia a todo lo material.
No es difícil encontrar como fundamento último de determinadas corrientes filosóficas una concepción inmaculada del hombre que pretende presentarlo dotado de una razón infalible, de una voluntad omnipotente y de tendencias siempre ordenadas y perfectas. Un hombre tan perfecto y autosuficiente por la acción de la técnica y de la ciencia que será capaz -dicen- de eliminar el dolor, el sufrimiento y todo mal de la faz de la tierra. Tan omnipotente que llegará a prolongar la vida indefinidamente porque confía vencer a la misma muerte. Es la ilusión de un ser humano inmejorable, casi divino o ya deificado.
El hombre de hoy está cansado de las urgencias de lo inmediato, está saturado de la rutina mecanizada y frenética, está hastiado de hedonismo materialista. Busca lo absoluto, lo necesita. La velocidad de lo contingente no logra hacer desaparecer la natural preocupación por los profundos misterios vitales.
La sed de verdad, la apetencia de saber y el anhelo cognoscitivo no se sacian con electrodomésticos. El imperativo del Bien y el hambre de Justicia no desaparecen porque podamos correr a enorme velocidad en un auto super sport.
Se intenta dar la espalda a la vida y a sus misterios. Se pretende fugar de lo más serio de la existencia humana y por ello se termina -quiérase o no- en el laberinto de un mundo sin sentido.
Cada hombre al apartarse de la Verdad, queda como ciego ante la vida y sus maravillas, sordo porque no escuchará sus mensajes y mudo porque no podrá responder a sus más profundos interrogantes.
El significado de la creación está más allá del telescopio. Tampoco se le encuentra en un tubo de ensayo ni se llega a él tripulando naves interplanetarias. Es dentro del mismo hombre que viven esos valores que responden a un orden universal. Son los valores morales los que justifican y ennoblecen la vida humana. Esos mismos valores que se empeña en negar el materialismo ateo, del cual millones de almas ya han probado sus amargos frutos.
Necesitamos el antídoto para combatir la fiebre materialista que amenaza convertir nuestras vidas en vacías. El recto y auténtico progreso implica el pleno desarrollo de las potencias del alma, la prevalencia de los valores espirituales sobre los aspectos materiales. Supone la ascensión de los hombres rumbo a la perfección moral.
Se quiere fomentar el más crudo hedonismo materialista. Para ello se exacerban los apetitos sensibles y se estimulan las pasiones desenfrenadas. Parecería que la meta es instaurar la tiranía de las pasiones mediante el debilitamiento de la razón y de la voluntad. Sin el control eficaz de la razón y sin la participación de la voluntad, el hombre queda a merced del instinto, de impulsos y de reacciones primarias. Es como si se quisiera un comportamiento humano animalizado, espontáneamente anárquico.
Hasta los peores vicios cuentan con defensores que fabrican justificaciones para ellos. Se llega a hacer la apología de las prácticas más corruptas y repugnantes.
Parecería que una enorme presión ambiental intenta hacer creer que la libertad es sinónimo de desenfreno, de ruptura con todo principio, con toda autoridad y con toda norma. En tal sentido se presenta como paradigma del hombre libre al más anárquico, impulsivo e irracional.
Se está promoviendo la negación del hombre como ser inteligente. Se ha llegado a declarar la guerra contra la razón para evitar –dicen- que el hombre sea «alienado» por ella. La consecuencia de ese querer «liberarse de la razón» es la peor esclavitud: la del instinto.
En vez de exacerbar el ansia de libertad sin límite, lo justo y conveniente sería que se entendiese la libertad como conquista y señorío del yo. El hombre auténticamente libre es dueño y responsable de sus actos (y omisiones). Es persona (per-se uno) dueño de sí mismo y protagonista de su existencia.
La libertad debe ser entendida como posibilidad de opción entre el bien y el mal. Supone autonomía con respecto al sentir colectivo y clara responsabilidad en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de las obligaciones.
No es posible concebir la crisis en todo lo humano prescindiendo de la crisis que afecta la educación. Si se quiere armonía y justicia en lo social, es necesario cultivar esos valores en el alma de los integrantes de la sociedad.
Vivimos en un mundo en ruinas y cada hombre es testimonio de los efectos de la profunda crisis pedagógica. Hoy encontramos al hombre sin clara conciencia de su fin último, dudando de su mismo origen y de todo lo que le rodea.
Hay quienes insisten en que se vea al hombre como un mero trozo de carne llamado a venerar la tecnología; un montón de materia que existe para adorar la máquina.
Es claro que quien crea que nada existe fuera de la materia, niega a Dios y al alma humana. Esa misma concepción materialista impedirá la aceptación de genuinos valores espirituales.
Si la educación procura atender las necesidades de cada época, no podrá -en este momento histórico- desconocer la crisis que nos afecta y debe reaccionar ante ella.
La tarea educativa es, en lo cultural, la de mayor importancia. Únicamente puede concebírsela rescatando lo propiamente humano, descubriendo y cultivando valores superiores.
Será preciso educar con miras al conocimiento de las causas de los males presentes, de modo tal que pueda diagnosticarse con seriedad y, en función de ese diagnóstico, encauzar las soluciones adecuadas.
La educación no puede perder su preocupación por la dignificación espiritual del ser humano y la realización de los valores morales permanentes que el legado cultural trasmite a través de las generaciones. Debe permanecer vigente el esfuerzo por procurar el mejoramiento ético de cada persona y de la sociedad toda.
Se han realizado esfuerzos loables por la perfección pedagógica pero se llega a ignorar o negar al espíritu. Esa negación es la causa profunda de la crisis actual. En tal sentido, se ha señalado como causa del deterioro pedagógico la ruptura con las tradiciones culturales del occidente cristiano. Darle la espalda a los valores del cristianismo y a los fundamentos de su moral racional nos condujo al desastre actual.
Sólo habrá reconstrucción o restauración en la medida que, con paso firme, se retorne a los valores espirituales y se ponga límite a la ebriedad de técnica que afecta a los furiosos contra el espíritu. Modificar parcialmente los distintos planes, programas y métodos sin revisar la concepción filosófica en que se apoyan, equivale a dejar las cosas como están en su proceso de materialización y deterioro creciente. Proceso éste que resulta nefasto por ser negador de la fuerza moral que habita en cada hombre.
Si nos proponemos seriamente la «formación» de nuestros jóvenes (y no simplemente la mera instrucción) será preciso que resolvamos, en forma urgente y satisfactoria, los problemas más profundos de la educación que son los referidos al modo de concebir el hombre, la vida y el mundo. Solo a partir de allí estaremos en condiciones de saber, sin equívocos ni ambigüedades, en qué dirección orientamos la educación a la cual debemos dedicar nuestros mayores esfuerzos.-
Contáctenos politicaydesarrollo@gmail.com
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