Kirchner es, sin duda, un buen ejemplo de "odiador", ya que su agenda incluye una amplia lista de los enemigos contra los cuales dispara de continuo: el campo, los militares, Menem, Cobos, Duhalde, Carrió…
Por Mariano Grondona
Tenía que ser José Mujica, no porque sea uno de los precandidatos presidenciales que tiene hoy el Uruguay sino porque es un criollo cabal quien nos pidiera a los argentinos "que nos queramos más". Como buen criollo, su advertencia no provino de una extensa biblioteca sino de la intuición. Es que Mujica, que nos quiere, no puede entender que los argentinos no nos queramos entre nosotros como los uruguayos se quieren entre ellos, dándonos frecuentes ejemplos de convivencia como las reuniones cordiales de sus políticos, sean blancos, colorados o del Frente Amplio, a la menor oportunidad. ¿Imaginamos nosotros acaso un encuentro amistoso entre el Gobierno y la oposición, entre Kirchner y el campo, entre Cristina y Cobos, entre Kunkel y Solá?
Los ejemplos de la discordia argentina podrían multiplicarse indefinidamente. Para un argentino, ¿no hay entonces nada peor que algún otro argentino? Pero este sentimiento negativo, ¿es sólo falta de cariño entre nosotros como dijo Mujica o él, buena persona y educado como es, no se animó a ir todavía más allá para preguntarnos, azorado, por qué los argentinos nos hemos odiado tanto, por qué hemos sido tan odiadores ?
En sus brillantes estudios históricos, el norteamericano Paul Johnson puso de relieve la condición de "odiador" (hater), de algunos de sus protagonistas. Ni el castellano "odiador" ni el inglés hater figuran en los diccionarios, pero pesan por cierto en la vida y en la historia. El "odiador" es, en este sentido, aquel que no define su propio perfil por el amor sino por el odio a otro.
Kirchner es, sin duda, un buen ejemplo de "odiador", ya que su agenda incluye una amplia lista de los enemigos contra los cuales dispara de continuo: el campo, los militares, Menem, Cobos, Duhalde, Carrió… Pero limitar el odio entre argentinos a la patología política del ex presidente sería minimizar el problema porque, si fuera así, bastaría con esperar que él abandone la escena para que renaciera entre nosotros, como por arte de magia, el amor que presuntamente nos tenemos. En esta hipótesis, Kirchner sólo vendría a ser una anomalía, un accidente, un charco, en el ancho paisaje de nuestro amor recíproco. ¿Pero se han amado acaso unitarios y federales, conservadores y radicales, peronistas y antiperonistas, Montoneros y militares? El Kirchner odiador que contemplamos todos los días, ¿es entonces una "excepción" o una "culminación"?
Los maniqueos
Competidores hay siempre. Es más: debe haberlos porque sin competencia no habría excelencia. En la política, como en el deporte, el aliento en la nuca del competidor nos presta el servicio de esa exigencia sin la cual nunca nos superaríamos. Pero una cosa es la rivalidad política o deportiva entre amigos que, porque se quieren, se exigen mutuamente en el marco de las reglas comunes que aceptan, y otra muy distinta es la enemistad que se nutre de la intolerancia. En la competencia reconocemos que nuestro rival es necesario. En la enemistad, querríamos destruirlo. Kirchner no quiere simplemente "ganarle" al campo; quiere "ponerlo de rodillas".
En el siglo III de nuestra era, el herético Mani vio el mundo dividido en dos: los hijos de Dios y los hijos del demonio. Cuando pensamos que nuestro rival es hijo del demonio, cuando lo "demonizamos", somos maniqueos. Nuestra única alternativa, a partir de ahí, sería aniquilarlo. No podríamos pensar siquiera en que ambos respetemos reglas comunes porque, si el cumplimiento de esas reglas llevara a su victoria, las desconoceríamos. ¿Por qué la oposición acaba de proponer una boleta única para las próximas elecciones? Porque teme que el Gobierno generalice esta vez un vicio que ya insinuó en las pasadas elecciones: el vicio del fraude. Lo único que legitima el fraude a los ojos de quienes lo cometen es la demonización del rival convertido en enemigo.
Si ojeamos la historia, sin embargo, el kirchnerismo se vería acompañado por precursores de peso. Los unitarios y los federales, los conservadores y los radicales, los peronistas y los antiperonistas, los Montoneros y los militares, ¿aceptaron acaso reglas comunes? ¿Compitieron como amigos o, simplemente, se odiaron? La historia argentina se divide en tal sentido en tres grandes períodos: la intolerancia inicial entre Rosas y los unitarios, la larga tolerancia que siguió al Acuerdo de San Nicolás de 1852 y el odio larvado entre conservadores y radicales que estalló al fin en el golpe militar de 1930 y que originó, de ese año hasta hoy, una sucesión de odios recíprocos que tuvieron diversos protagonistas pero que aún perdura en nuestros días.
¿Debe asombrarnos entonces que, de estos tres períodos, sólo el segundo haya dado lugar a ese extraordinario desarrollo que puso a la Argentina a la cabeza de los latinoamericanos, en un nivel equivalente al de las naciones que marchaban a la vanguardia del planeta? Porque la intolerancia y la demonización del adversario convertido en enemigo no es gratis. Su secuela inexorable es la pérdida de posiciones en la caravana de las naciones. Es porque no son maniqueos que países como Chile, Brasil y Uruguay nos están sobrepasando.
¿El primero o el último?
Si aceptamos que Kirchner es el máximo odiador de nuestro tiempo, ¿adónde lo colocaremos en nuestra agitada historia? ¿Será el último de una nefasta serie que está por agotarse o será el primero de una nueva serie de desencuentros que habrá de renovarse porque la intolerancia, el odio entre los argentinos, está metida en nuestra piel?
Cuando vemos la cordialidad que hoy impera entre los no kirchneristas, si notamos los juegos y contrajuegos que concentran la atención de los Reutemann, los Binner, los Macri, los Duhalde, los Rodríguez Saá, los Solá, los Narváez y tantos otros que no comulgan con el estilo excluyente de los Kirchner, si advertimos que su único dilema es asociarse o competir, nos tienta el optimismo. En la reciente reunión del peronismo disidente en Mar del Plata se habló en voz baja y no tan baja del "loco" Kirchner. Dejando de lado epítetos que no debieran pronunciarse, ¿refleja esta descalificación cierto consenso para que Kirchner quede como el último representante de un pasado de enconos que está por expirar?
Quisiéramos que así fuera, ¿pero será? ¿O la famosa consigna de Urquiza, "ni vencedores ni vencidos", ha quedado como una excepción tan noble como ingenua de 1930 en adelante porque los argentinos volvimos una y otra vez al seno de un maniqueísmo "estructural"? Si esto fuera así, aun si Kirchner pasara, su estilo divisionista volvería de alguna manera a nosotros como una centenaria maldición y, en tal caso, lejos de ser el último representante de una serie de odiadores para el olvido, el ex presidente resultaría el primero de una nueva serie, por ahora inimaginada, de trágicos desencuentros.
El propio "poskirchnerismo" se abre de este modo ante nosotros como un camino de horquilla. ¿Incluirá al fin el renacimiento de la cordialidad, del amor entre los argentinos, que Mujica nos ha aconsejado, o dará lugar todavía a "otro" poskircherismo, quizá sin Kirchner pero custodio todavía de las semillas del odio que nos frustraron por tanto tiempo?
Nadie conoce el rostro del futuro pero los argentinos de hoy aún podríamos dibujarlo como la etapa de nuestra definitiva superación. En tal caso Kirchner, como un maestro involuntario , nos habría enseñado lo que no hay que hacer, lo que hay que abandonar, si nuestro país va encontrarse otra vez, después de una larga demora, con esa paz interior que alguna vez tuvimos y que después perdimos, la única clave de un peraltado destino.
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