“La vida no es ningún pasillo recto y fácil que recorremos libres y sin obstáculos, sino un laberinto de pasadizos, en el que tenemos que buscar nuestro camino, perdidos y confusos, detenidos, de vez en cuando, por un callejón sin salida" - Spencer Johnson (Escritor estadounidense)
Por César Valdeolmillos Alonso
Analizando lo que políticamente ha sucedido en España en el transcurso de los últimos 40 años y observando el comportamiento de las izquierdas dominantes a partir del acceso al poder de Rodríguez Zapatero, tengo la convicción de que ciertos sectores de las mismas —curiosamente los que la han conocido solo de oídas— no la han dado por terminada la guerra civil y aún mantienen un frente popular incruento abierto, con el deseo de imponer una sociedad que no pudieron hacer realidad hace ya 82 años.
El pasado solo sirve para dos cosas: dejar constancia de los hechos sucedidos, y en su caso, aprender de los errores cometidos con el fin de que no se vuelvan a repetir.
Pero no es el caso de la izquierda española que mantiene vivo un guerracivilismo suicida, que hasta ahora, siempre que ha gobernado, en vez de tratar de elevar nuestro nivel de conocimientos y nuestro estado de bienestar, solo ha pretendido igualarnos en la pobreza y mantener a España dividida entre buenos y malos, pobres y ricos, víctimas y opresores, explotadores y explotados, posturas decimonónicas trasnochadas, que junto a un gasto improductivo e incontrolado, solo han servido para situarnos al borde de la quiebra.
El PSOE vive anclado en un mundo pretérito que nada tiene que ver con la realidad social española y lo focaliza en su odio irracional a la derecha, lo que hace de él un partido sectario y no fiable.
De hecho, en su XXIV congreso celebrado en Suresnes en 1974, el partido abandonó el reconocimiento del derecho de autodeterminación de los pueblos, pero sin embargo, refiriéndose a España, sigue estando muy próximo a las tesis nacionalistas y siempre ha propugnado su idea de un estado federal, la autonomía asimétrica, ha puesto en cuestión el concepto de nación, y en la actualidad, su secretario general, mantiene la tesis de Estado plurinacional para nuestro país, o que España es una nación de naciones, con los riesgos disgregadores que cualquiera de estas teorías conlleva.
En 1978, con la aprobación de la Constitución, el PSOE aceptó formalmente la monarquía y los símbolos que representan al Estado español. No obstante, siguió haciendo gala de su vocación republicana, y en sus actos públicos, raro es en el que no ha estado presente la bandera republicana.
Que alguien me explique lo que la presencia de estos símbolos quería dar a entender.
Y es que cuando en 1979 el PSOE renunció al marxismo como ideología oficial, lo que hizo fue revestirse con la edulcorada imagen de una socialdemocracia moderna, mientras en su interior seguía conservando las raíces de sus orígenes.
De hecho siempre que ha perdido las elecciones pero ha tenido oportunidad de arrebatar el poder al centro o a la derecha por medio de pactos con la extrema izquierda y los nacionalistas, incluso ahora con los herederos del terrorismo, no ha tenido el menor empacho en hacerlo.
Cualquiera de estas posturas demuestra, que por encima del concepto de Estado, el PSOE se mueve impulsado por el oportunismo político del momento.
En las últimas cuatro décadas, su soporte ideológico siempre ha sido su lucha contra un Franco y un franquismo inexistentes —nunca tuvieron el valor de enfrentarse al dictador en vida— su anticlericalismo y fomentar la cultura de la muerte, presentándola como una liberación del individuo.
Es un hecho constatable que las izquierdas siempre se unen en contra del centro y la derecha, anteponiendo sus intereses ideológicos a la voluntad mayoritaria del pueblo español. Lo han venido haciendo desde las primeras elecciones municipales en 1979.
Mientras tanto, en el seno del descabezado PP, se lleva a cabo una lucha desigual por el poder entre David y Goliat, como si la solución al problema que España tiene planteado, se pudiese encontrar en un simple cambio de caras.
Vano intento, sobre todo intuyendo de antemano quien puede alzar la cabeza del vencido, pues no en vano, determinados medios próximos al progresismo y con mucho poder, llevan años invirtiendo en uno de los dos contendientes.
En esta última etapa, el PP se ha despojado de todos los valores que un día representó. Abrazó el pragmatismo, creyendo que solucionando la crisis económica —que no ha terminado de solventar— ya estaba todo resuelto.
Y es que no hay peor ciego que aquel, que viendo, no quiere ver.
No quisieron o no supieron ver que la crisis superaba con mucho el aspecto económico.
No quisieron o no supieron ver que la crisis económica era el resultado del abandono de todo tipo de valores que era lo que la gran mayoría de los españoles esperaba que el PP le restituyese.
Pero naturalmente, el PP no podía devolver a la sociedad, aquello de lo que carecía porque las metástasis del cáncer de la corrupción —corrupción no es solo meter la mano en la caja— hacía tiempo que habían invadido todo su organismo.
Ello le había costado la pérdida de tres millones de votos, tres millones de votantes que ya no confiaban en él y medio centenar de escaños, y a pesar de ello, no solo siguieron sin aprender la lección, sino que al parecer, quien se perfila como probable vencedor de la contienda en que se han convertido las primarias para suceder a Rajoy, trata de evitar cualquier tipo de debate ideológico que permita a los populares recobrar su identidad, con lo que se encaminarían hacia su posible desintegración.
José María Aznar se ha dado cuenta de la magnitud del problema en el que el PP se encuentra sumido y ya ha dicho que el partido precisa de una refundación.
Y no le falta razón. El PP necesita redefinirse y encontrarse de nuevo con su electorado natural. Recuperar la confianza perdida de sus votantes naturales, no se logre con un simple cambio de caras, sobre todo cuando la que podría ser ganadora, ya se conoce su trayectoria y por tanto, lo que de ella se puede esperar.
Ya lo dice el aforismo: “Por sus obras los conoceréis”.
Pero es que yo no veo la solución a los problemas que España tiene planteados, aunque se refundara el PP y encontrase su camino. Ni siquiera, aunque se refundase la derecha —algo que sería casi un milagro— y las formaciones afines fueran capaces de anteponer los intereses de España a las ambiciones partidarias.
No basta con que una parte adquiera conciencia de la responsabilidad que le incumbe si la otra se empeña en tirarse al monte.
Los problemas que nos aquejan son de tal magnitud, que para salvarlos, precisarían de una segunda transición. Pero para hacerla posible, harían falta personas de la talla moral, intelectual y política como aquellas que en 1978, en un acto de suprema responsabilidad, fueron capaces de salvar sus diferencias ideológicas y ofrecernos una Constitución en que se ha demostrado, que si queremos, cabemos todos.
Pero por más que me afano, aquí y allá solo encuentro insignificantes bajitos (y bajitas).
¿Qué digo, bajitos? No. ¡Liliputienses!
César Valdeolmillos Alonso
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