"El pesimista se queja del viento; el optimista espera
que cambie; el realista ajusta las velas"
William George Ward
Por Enrique Guillermo Avogadro
No resulta difícil establecer la fecha de nacimiento de la verde marejada que golpea tan fuerte a nuestra economía ya que, a mi modo de ver, comenzó con la discusión en el H° Aguantadero de la muy suave (¿gradual?) reforma previsional, que tan violenta repercusión tuvo en la calle. En ese momento, todo el sistema armado por Cambiemos para lograr la famosa gobernabilidad, siempre anhelada cuando se trata de un gobierno en minoría y que tiene al peronismo en la oposición, un rol al que éste no está acostumbrado ni en el que se encuentre cómodo, saltó por el aire.
Hasta entonces, todos, absolutamente todos, estábamos convencidos de la fácil victoria de Mauricio Macri en 2019, lo que implicaría un verdadero cambio de paradigmas en la cultura política nacional, ya que se transformaría en el primer presidente no peronista en resultar reelecto desde que el Movimiento naciera, allá por 1945. A su vez, el triunfo cambiaría fuertemente la composición de las cámaras legislativas, con todo lo que eso significa en materia de poder real.
Pero apareció el cisne negro de la conferencia de prensa del 28 de diciembre del año pasado, en la cual fue declarada terminada la independencia del Banco Central, una condición esencial para generar confianza en los mercados internacionales, y todo se complicó definitivamente.
Luego, se juntaron aún más negros nubarrones -en realidad, fue la falta de ellos- sobre nuestro cielo económico y el repetido fenómeno de La Niña representó, con la sequía, un golpe monumental sobre nuestra balanza comercial; el aumento en las tasas de interés estadounidenses, las actuales guerras económicas de Donald Trump contra China y la Comunidad Europea y el brusco incremento en el precio del petróleo, todos hechos previsibles a partir de la mera lectura de los discursos del Presidente de Estados Unidos, produjeron una fenomenal aversión al riesgo de los inversores, que comenzaron a huir en masa de los países emergentes.
Esa fuga fue especialmente significativa respecto a la Argentina, fuertemente dependiente del financiamiento externo -nuestra economía no genera los dólares que gasta y la sociedad no parece tener ganas de aceptar esa verdad de Perogrullo-, con altísimas tasas de interés en pesos y muy escasas balas para una creciente especulación contra su propia moneda; para entender de qué estoy hablando, basta recordar que George Soros, en 1992, consiguió doblegar al propio Banco de Inglaterra, apostando a la baja de la libra esterlina, y embolsó US$ 1.000 millones en 24 horas.
Y allí el diablo de la política volvió a meter su cola, con la demagógica e impracticable ley mediante la cual todas las tribus de la oposición pretendieron retrotraer las tarifas de energía a valores de hace un año, un costo -traducido en nuevos subsidios- realmente impagable para el ya debilitado Estado. Mientras alzaba sus fervorosas manos populistas en los respectivos hemiciclos, las mismas que se niegan a aprobar la ley de extinción de dominio en la corrupción, el peronismo en pleno rogaba por veloz veto presidencial al disparate suicida; así, quedó bien con sus acongojados seguidores y, a la vez, no asumió parte del sideral golpe que hubiera significado para las finanzas de las provincias que gobierna. Pero, claro, desde la ventana desde la cual los inversores externos miran a nuestro país, el hecho quedó registrado como un nuevo aumento en la inseguridad jurídica, algo que sigue faltando a dos años y medio de gobierno de Cambiemos.
Los gremios tradicionales, que habían demostrado racionalidad en la negociación salarial del primer semestre, se ven ahora apretados por la realidad: los trabajadores han perdido poder adquisitivo por la inflación, en gran parte debida a la fortísima devaluación y, utilizando esa verdad como arma, la presión de la pinza formada por Hugo Moyano y la necesidad de frenar sus inconmensurables problemas judiciales, por un lado, y las organizaciones de izquierda que les roen los talones, por el otro. Ante la imposibilidad de mostrarse pasivos o faltos de reacción, se vieron obligados a convocar a un paro nacional que, por la adhesión de todas las ramas del transporte, adquirió una importante significación, aunque sólo sirviera para complicar aún más la situación.
Ante ese panorama, coloreado también por la baja en la ponderación de la imagen del Gobierno, en general, y de Mauricio Macri, en particular, el peronismo ha vuelto a acariciar la idea de forzar un ballotage y recuperar el poder en el año que viene. Con la natural preocupación generada por la posibilidad -no la probabilidad, que considero reducida- de tener que asumir el poder en estas condiciones, tuvo la prudencia de no sumarse al irracional griterío de la izquierda y del kirchnerismo, ahora de consuno con las organizaciones piqueteras de las más diversas filiaciones, contra el gigantesco apoyo financiero que recibió el Gobierno del FMI, respaldado e impulsado, en forma unánime, por todas las grandes potencias mundiales.
Y aquí corresponde que todos, en especial quienes rechazan ese salvataje desde las más diversas posiciones, nos preguntemos quién pondrá ese faltante de dólares que tiene nuestra economía, de dónde saldrá el dinero necesario para generar energía y regalarla, inclusive quién pagará los planes sociales que, en parte, permiten a muchísimos argentinos escapar a la miseria absoluta. La respuesta es obvia, pero debiera hacerse carne en todos estos nihilistas que, nuevamente, pretenden romper todo lo existente para construir sobre él un paraíso socialista: nadie, absolutamente nadie.
Si lograran triunfar, si consiguieran arrasar con todo, no alcanzaría ningún ahorro nacional que, por lo demás, volvería a fugar, para paliar el inmenso déficit y, por supuesto, la esperanza de que aparecieran estúpidos inversores extranjeros se diluiría para siempre. El efecto que eso produciría lo tenemos frente a nuestras narices: Venezuela, que literalmente flota sobre un mar de petróleo, se hunde en la desesperación y en la miseria más absoluta, mientras la inflación bate records todos los días y, pese a que ya llega al 900%, se presume que alcanzará este año 100.000%. ¿Es verdaderamente eso lo que quieren? Porque debo informarles que están cerca de conseguirlo.
Debemos, de una vez por todas, convencernos de algunas irrefutables verdades: a) para poder distribuir riqueza, primero hay que generarla; b) con todos sus defectos, ciertos, el único sistema económico capaz de generar riqueza es el capitalismo; c) todos los países que trataron de hacer historia "combatiendo al capital" han fracasado; d) Argentina no es un país rico, pese a sus cuantiosos recursos naturales; e) para movilizarlos y explotarlos, se requieren inversiones de enorme magnitud; y f) para que esas inversiones lleguen, es esencial que ofrezcamos seguridad jurídica y, sobre todo, seriedad en nuestra conducta. Ni Rusia, ni Cuba, ni Nicaragua, ni Bolivia, ni siquiera Uruguay lograron triunfar contra esas verdades económicas, y la propia China, sin ceder un ápice en su sistema político comunista, ha permitido la apertura económica y hace temblar al mundo.
Nos estamos jugando la última oportunidad, y como sucedió en el fútbol, está en nosotros, en todos nosotros, aprovecharla porque, a pesar de que tengamos que sufrir varios meses, la alternativa no puede ser peor.
No resulta difícil establecer la fecha de nacimiento de la verde marejada que golpea tan fuerte a nuestra economía ya que, a mi modo de ver, comenzó con la discusión en el H° Aguantadero de la muy suave (¿gradual?) reforma previsional, que tan violenta repercusión tuvo en la calle. En ese momento, todo el sistema armado por Cambiemos para lograr la famosa gobernabilidad, siempre anhelada cuando se trata de un gobierno en minoría y que tiene al peronismo en la oposición, un rol al que éste no está acostumbrado ni en el que se encuentre cómodo, saltó por el aire.
Hasta entonces, todos, absolutamente todos, estábamos convencidos de la fácil victoria de Mauricio Macri en 2019, lo que implicaría un verdadero cambio de paradigmas en la cultura política nacional, ya que se transformaría en el primer presidente no peronista en resultar reelecto desde que el Movimiento naciera, allá por 1945. A su vez, el triunfo cambiaría fuertemente la composición de las cámaras legislativas, con todo lo que eso significa en materia de poder real.
Pero apareció el cisne negro de la conferencia de prensa del 28 de diciembre del año pasado, en la cual fue declarada terminada la independencia del Banco Central, una condición esencial para generar confianza en los mercados internacionales, y todo se complicó definitivamente.
Luego, se juntaron aún más negros nubarrones -en realidad, fue la falta de ellos- sobre nuestro cielo económico y el repetido fenómeno de La Niña representó, con la sequía, un golpe monumental sobre nuestra balanza comercial; el aumento en las tasas de interés estadounidenses, las actuales guerras económicas de Donald Trump contra China y la Comunidad Europea y el brusco incremento en el precio del petróleo, todos hechos previsibles a partir de la mera lectura de los discursos del Presidente de Estados Unidos, produjeron una fenomenal aversión al riesgo de los inversores, que comenzaron a huir en masa de los países emergentes.
Esa fuga fue especialmente significativa respecto a la Argentina, fuertemente dependiente del financiamiento externo -nuestra economía no genera los dólares que gasta y la sociedad no parece tener ganas de aceptar esa verdad de Perogrullo-, con altísimas tasas de interés en pesos y muy escasas balas para una creciente especulación contra su propia moneda; para entender de qué estoy hablando, basta recordar que George Soros, en 1992, consiguió doblegar al propio Banco de Inglaterra, apostando a la baja de la libra esterlina, y embolsó US$ 1.000 millones en 24 horas.
Y allí el diablo de la política volvió a meter su cola, con la demagógica e impracticable ley mediante la cual todas las tribus de la oposición pretendieron retrotraer las tarifas de energía a valores de hace un año, un costo -traducido en nuevos subsidios- realmente impagable para el ya debilitado Estado. Mientras alzaba sus fervorosas manos populistas en los respectivos hemiciclos, las mismas que se niegan a aprobar la ley de extinción de dominio en la corrupción, el peronismo en pleno rogaba por veloz veto presidencial al disparate suicida; así, quedó bien con sus acongojados seguidores y, a la vez, no asumió parte del sideral golpe que hubiera significado para las finanzas de las provincias que gobierna. Pero, claro, desde la ventana desde la cual los inversores externos miran a nuestro país, el hecho quedó registrado como un nuevo aumento en la inseguridad jurídica, algo que sigue faltando a dos años y medio de gobierno de Cambiemos.
Los gremios tradicionales, que habían demostrado racionalidad en la negociación salarial del primer semestre, se ven ahora apretados por la realidad: los trabajadores han perdido poder adquisitivo por la inflación, en gran parte debida a la fortísima devaluación y, utilizando esa verdad como arma, la presión de la pinza formada por Hugo Moyano y la necesidad de frenar sus inconmensurables problemas judiciales, por un lado, y las organizaciones de izquierda que les roen los talones, por el otro. Ante la imposibilidad de mostrarse pasivos o faltos de reacción, se vieron obligados a convocar a un paro nacional que, por la adhesión de todas las ramas del transporte, adquirió una importante significación, aunque sólo sirviera para complicar aún más la situación.
Ante ese panorama, coloreado también por la baja en la ponderación de la imagen del Gobierno, en general, y de Mauricio Macri, en particular, el peronismo ha vuelto a acariciar la idea de forzar un ballotage y recuperar el poder en el año que viene. Con la natural preocupación generada por la posibilidad -no la probabilidad, que considero reducida- de tener que asumir el poder en estas condiciones, tuvo la prudencia de no sumarse al irracional griterío de la izquierda y del kirchnerismo, ahora de consuno con las organizaciones piqueteras de las más diversas filiaciones, contra el gigantesco apoyo financiero que recibió el Gobierno del FMI, respaldado e impulsado, en forma unánime, por todas las grandes potencias mundiales.
Y aquí corresponde que todos, en especial quienes rechazan ese salvataje desde las más diversas posiciones, nos preguntemos quién pondrá ese faltante de dólares que tiene nuestra economía, de dónde saldrá el dinero necesario para generar energía y regalarla, inclusive quién pagará los planes sociales que, en parte, permiten a muchísimos argentinos escapar a la miseria absoluta. La respuesta es obvia, pero debiera hacerse carne en todos estos nihilistas que, nuevamente, pretenden romper todo lo existente para construir sobre él un paraíso socialista: nadie, absolutamente nadie.
Si lograran triunfar, si consiguieran arrasar con todo, no alcanzaría ningún ahorro nacional que, por lo demás, volvería a fugar, para paliar el inmenso déficit y, por supuesto, la esperanza de que aparecieran estúpidos inversores extranjeros se diluiría para siempre. El efecto que eso produciría lo tenemos frente a nuestras narices: Venezuela, que literalmente flota sobre un mar de petróleo, se hunde en la desesperación y en la miseria más absoluta, mientras la inflación bate records todos los días y, pese a que ya llega al 900%, se presume que alcanzará este año 100.000%. ¿Es verdaderamente eso lo que quieren? Porque debo informarles que están cerca de conseguirlo.
Debemos, de una vez por todas, convencernos de algunas irrefutables verdades: a) para poder distribuir riqueza, primero hay que generarla; b) con todos sus defectos, ciertos, el único sistema económico capaz de generar riqueza es el capitalismo; c) todos los países que trataron de hacer historia "combatiendo al capital" han fracasado; d) Argentina no es un país rico, pese a sus cuantiosos recursos naturales; e) para movilizarlos y explotarlos, se requieren inversiones de enorme magnitud; y f) para que esas inversiones lleguen, es esencial que ofrezcamos seguridad jurídica y, sobre todo, seriedad en nuestra conducta. Ni Rusia, ni Cuba, ni Nicaragua, ni Bolivia, ni siquiera Uruguay lograron triunfar contra esas verdades económicas, y la propia China, sin ceder un ápice en su sistema político comunista, ha permitido la apertura económica y hace temblar al mundo.
Nos estamos jugando la última oportunidad, y como sucedió en el fútbol, está en nosotros, en todos nosotros, aprovecharla porque, a pesar de que tengamos que sufrir varios meses, la alternativa no puede ser peor.
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