Cada año por estas fechas celebramos ese momento que hemos inventado los humanos en el que con las campanadas de un reloj, nos mostramos alborozados —la mayor parte de las veces de forma ficticia— simplemente porque se produce un cambio de número en el discurrir de nuestras vidas.
Por César Valdeolmillos Alonso
Nos mostramos gozosos porque despedimos un año que se va, como si con él dijésemos adiós para siempre a todo aquello que en los últimos doce meses nos ha sido dañoso. El sonido de esas doce campanadas constituye todo un ritual profano que nosotros, pobres gnomos del universo, elevamos a la categoría de lo místico.
Preparamos las doce uvas, depositamos un atavío de oro en la copa de vino espumoso, incluso algunos se ponen una prenda íntima de color rojo y esperamos expectantes y en silencio el sonido milagroso de las doce campanadas. La verdad es que nunca he llegado a saber el significado y porqué de estos simbolismos, tras los cuales y todos al unísono, exultantes de una programada —que no auténtica— alegría, nos besamos y felicitamos repitiendo el consabido latiguillo “Feliz Año Nuevo”.
Es esta una atolondrada ceremonia en la que teóricamente pretendemos alejar de nosotros todo lo malo que nos haya podido suceder durante el año que muere, al tiempo que aparentamos desear a aquellos que tenemos próximos —a veces tan lejanos— las mayores venturas que deseamos nos traiga el futuro, por el artificial hecho de que en el calendario haya cambiado un número.
Analizada esta actitud desde la madurez racional, podría calificarse de infantilmente patética. No nos damos cuenta que los días, los meses y los años que dan forma al tiempo, están vacíos y jamás nos podrán ofrecer nada, ni bueno, ni malo. Es un vacío que llenamos los seres humanos, día a día, con nuestra disposición, con nuestras palabras, con nuestros actos. El futuro aún no existe, se nos ofrece pleno de nada, somos nosotros quienes le vamos dando forma, con nuestro pensamiento, con nuestro comportamiento, ese comportamiento que proyectamos sobre nuestros semejantes. Por eso, esperar que la ventura y la felicidad nos la proporcione el año que comienza, me parece algo tan baldío como ir a buscar un empleo al INEM.
No sé porqué ese ansia por que se vaya un año y llegue otro. Parece como si quisiéramos escapar. Pero escapar ¿de qué? ¿de nosotros mismos? Al fin y al cabo, detrás de cada anochecer, siempre brillará el resplandor de un amanecer. El tiempo, está ahí. O mejor dicho, nosotros estamos en el tiempo. El no pasa por nosotros. Somos nosotros quienes pasamos por él y en él dejamos el rastro de nuestras obras. Cuando cae nuestra última hoja del calendario, lo que queda en el recuerdo de los demás, no es nuestra imagen. Si así fuera ¿Cuál quedaría? ¿La de cuando fuimos niños? ¿La de nuestra adolescencia? ¿La de la madurez? O ¿la de la decrepitud de la ancianidad? No, no queda una imagen concreta. Queda el surco de nuestro paso por este mundo, con la huella de lo que hicimos y hasta de lo que no hicimos.
Cuando asomamos por vez primera al laberinto de la vida y entramos en lo que llamamos el tiempo, lo hacemos llenos de energía, de proyectos e ilusiones que aun ignoramos, de obras por realizar. Iniciamos la siembra de una cosecha en la que vamos dejando el germen en cada etapa, en cada época y en la que cada estación nos va segando sin darnos cuenta, hasta que de nosotros no queda más que el surco de nuestro pasado. Un pasado que somos incapaces de cambiar. Pero sí somos dueños de nuestro futuro. La vida es un vaivén entre el recuerdo y la esperanza.
Cuando suenan las doce campanadas, no debemos esperar nada de ellas; seamos nosotros los que salgamos a su encuentro con coraje y basados en la experiencia de ese pasado que dejamos atrás, con nuestra participación decisiva, hagamos del mañana una aurora de prometedora esperanza para todos.
Aprendamos la lección: Si el futuro nos angustia y el pasado nos encadena, no permitamos que se nos escape el presente.
De todos modos y aún cayendo en mi propia contradicción, Feliz Año Nuevo a todos.
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