Podemos decir que la economía ha crecido (hay más barcos, más casas, más amantes) pero con exclusión. Y esto no es bueno. Mucho mejor (y sin duda con más equidad) resultaría ahorcar al rico por xenófobo, distribuyendo sus mansiones, palacios y amantes entre los pobres.
Por Rolando Hanglin
1- Los pueblos originarios. En general, estos pueblos reclaman que se les devuelvan sus tierras ancestrales, arrebatadas por la fuerza, y aducen que la victoria no da derechos. Por más que los araucanos hayan arrebatado sus territorios, también por la fuerza, a los tehuelches originarios, exterminándolos prolijamente. Por más que los incas hayan sojuzgado a los calchaquíes. Por más que la misma República Argentina haya obtenido su territorio mediante una guerra contra la Corona Española ¿Qué derecho tendríamos nosotros, nietos de gringos, a ocupar la República Argentina? Es cierto que hemos repelido acciones armadas de Francia, Inglaterra (que acabó quedándose con las Malvinas), y de un gran cacique chileno, el general Juan Calfucurá, que gobernó a su modo la Pampa durante 50 años, hasta la victoria de Julio A. Roca.
Pero estas victorias tampoco deberían otorgar -en puridad- derechos territoriales. Hubo otros aspirantes a ocupar la magnífica geografía argentina, entre ellos el imperio del Brasil, el Británico, la Francia napoleónica y la República de Chile. Todos estos enemigos fueron disuadidos o rechazados, A punto de repetir por enésima vez que la victoria no da derechos, caemos en la cuenta de que lo único que -realmente- no da derechos, es el pacifismo. En efecto: fue por la fuerza que los Aliados sometieron a Hitler, lo obligaron al suicidio y lo transmutaron en Demiurgo del mal absoluto, en una guerra de 100 millones de muertos. ¿O más? Fue por la victoria de Hiroshima y Nagasaki que Estados Unidos aniquiló la resistencia japonesa y se dispuso a negociar la inmensa cuenca del Pacíficio. Fue por la fuerza que César conquistó las Galias y doblegó al mundo. La victoria le dio el derecho a gobernar España, Francia, Bélgica, Grecia, Suiza, Egipto, Siria, Judea. Impuso su lengua, su derecho, sus principios y su modo de vivir. Así nació el Imperio Romano, cuna de nuestra civilización. Tanto los romanos de la antigüedad como los hebreos de Canaán son modelos de genocidio escalofriante. Ni hablar de los normandos, los vikingos, los asirios, los hiksos, los espartanos. Pero, cualquiera sea el juicio moral que nos inspiren sus acciones, debemos reconocer que la victoria si les dio derechos. ¡Y qué derechos!
Lo mismo puede decirse, en modesta escala, de los argentinos: ganamos la guerra contra España, cruzamos a Chile, navegamos hasta Perú y obtuvimos derechos, poder, riqueza. ¿Para qué negar, entonces, que aquello que se adquiere por la fuerza ya no se pierde? Más aún, es lógico que las potencias con hambre de dominio territorial, habiendo empeñado sus armas y sacrificado cientos de hombres jóvenes en la ampliación de su poder geográfico, se resistan a devolver trozos de terreno que han abonado con la sangre de sus mejores hombres, cuando todavía pesan en el ánimo del jefe militar las lágrimas de viudas y madres de los soldados caídos.
Esto no es chiste: la victoria si da derechos, y la historia lo prueba. La conquista española de América encontró su límite en Chile, al sur del río Bío-Bío, cuando aquellos guerreros castellanos, capaces de cualquier hazaña, barbaridad e iniquidad reconocieron que el reino araucano no podía ser sojuzgado. Acordaron, pues, a los araucanos -caso único en la conquista española, que había producido ejemplos de fiereza y traición como Hernán Cortés y Francisco de Pizarro, frente a magníficas tropas imperiales- una respetuosa autonomía. Estos temibles guerreros araucanos, encabezados por Lautaro y Caupolicán, se derramaron luego sobre la pampa argentina, con toda la soberbia y la entereza del que se sabe ganador. El gran cacique argentino Cipriano Coliqueo llevaba la sangre de Caupolicán. Todos los jefes chileno-argentinos pertenecieron a linajes de la nobleza araucana: Catriel, Painé, Pincén, Coliqueo, Nahuelpán, Namuncurá, Reuquecurá, Platero , Morales Catricurá, Epugner, Painé-guorr. Esgrimieron la filosofía de matar o morir. En general, murieron.
Mientras tanto, los verdaderos originarios, (tobas, tehuelches, puelches, serranos, wichis, guaraníes, quilmes, collas, amaichas, tehuelches, ranqueles, onas, fueguinos, comechingones, timbúes, chanás, pehuenches) no han reclamado casi nada, porque 50 años de guerra civil (1830-1880) han dejado exhaustos a muchos pueblos argentinos. Y todavía se están recuperando. De todas maneras, el principio general, en clave progresista, es el siguiente: los argentinos no tenemos derecho al bello país que habitamos. Debiéramos volver a Italia, España, Irlanda o Polonia, salvando el desdichado detalle de que allí tampoco nos quieren. En este punto, el progresismo abandona totalmente su vena patriótica -si es que alguna vez la tuvo- y ya merece el calificativo criollo que alude a los que tienen "sangre de pato".
2- La inclusión. Claro: hay que lograr el desarrollo económico con inclusión, y un alto nivel educativo, pero también con inclusión. No importa que los alumnos sean burros de solemnidad: deben quedar dentro de la escuela, para no ser discriminados. No importa que los ciudadanos resulten haraganes, borrachos, narcotraficantes, patoteros, mafiosos, canallas de siete suelas, o simplemente inútiles. Deben permanecer dentro de la escuela y la sociedad, aunque corrompan a los demás, vendiendo éxtasis, paco, heroína o burundanga. También los mafiosos, los secuestradores y los chantajistas son víctimas de la sociedad.
3- La redistribución de la riqueza. Es una manera de combatir la peligrosa "concentración de la riqueza", que es uno de los males mayores de la sociedad. Hay hombres de empresa capaces, ingeniosos y hasta geniales (como Bill Gates, Mark Zuckerberg, Luciano Benetton, Ted Turner o Warren Buffet) a los que el Estado debe quitar sus inmensas fortunas, para distribuirlas entre los pobres. Así puede asegurarse que, en el futuro, seremos todos pobres sin excepción. Pobres, pero solidarios. En el caso de que estos magnates se hayan adelantado a la inevitable degollina, donando sus bienes a los pobres, cosa que no hizo ningún artista ni filósofo progre (José Saramago, Sean Penn o Jane Fonda, por ejemplo) habrá que quitarles lo que les quede, para repartirlo equitativamente.
Conviene recordar que los verdaderos hombres de estado distribuyen a manos llenas la fortuna de los otros, no la propia. De esa forma, reteniendo algún dinero, se cobran en vida los grandes servicios brindados a la patria. Sabemos también que, en la fortuna de nuestros líderes multimillonarios, siempre podremos contar con un prestamista de última instancia, más generoso que el FMI o Hugo Chávez, en caso de que la Nación necesite unos pesos prestados. Bastará con enviar un emisario al dorado exilio de nuestros héroes (en Marbella, Capri, Bali, París o Zurich) para solicitarle un préstamo que el líder en retiro concederá, feliz de asistir a sus compatriotas.
4- La mujer golpeada. Esta es una gran heroína-víctima de la vida actual. Algunos fascistas dicen que la mujer provoca y hasta necesita el bofetón, para que se le alineen los patitos del cerebro. Nada de eso. Al golpeador debe aplicársele la pena máxima (25 años en cápsula de aislamiento) sin contacto con los hijos, e imponiéndole una estricta ley de alejamiento familiar. Que no vea más a los niños.¿Para qué?
5- Estricto rigor con el papá irresponsable. Por su condición de pegador, maltratador, infiel, violador o genocida, el padre se aleja de los hijos. La justicia debe capturarlo con métodos policiales, obligándolo a pagar una cuantiosa cuota alimentaria, y luego expulsarlo para que permanezca aún más lejos. ¿Qué sentido tiene dejarle plata en el bolsillo, para que la gaste en locas?
6- El colmo de todos los males es una guerra de pobres contra pobres. Nada más horroroso. Los pobres deben combatir a los ricos, y si es posible matarlos a todos, como en la Revolución Rusa de 1917, donde sólo quedó viva Anastasia Romanoff, y por un problema de puntería. Siempre falla algún mujik ignorante, sin conciencia marxista.
7- El joven progre, en su vida de cada día, no celebrará las festividades indoamericanas: ni el Inti Raymi, ni la fiesta de la Pachamama, ni el Guillatún, ni otras fiestas indias, sino que se entregará alegremente a Halloween, el Thanksgiving Day y San Patricio, aunque no sabe qué día caen ni qué significan. Pero el joven progre es "cool", por eso se "apodera" de estas fiestas folklóricas extranjeras, del mismo modo que en su tiempo se apropió del rock, reemplazando exitosamente a Elvis Presley por Lalo Franzen. Una gran victoria cultural. Además, adherir al Inti Raymi y otras celebraciones paganas sería como sobreactuar el populismo. Y no es la idea.
Tampoco debe utilizarse, en este contexto, la palabra "indio". Sólo son indios los nacidos en la India, por más que el idioma de allá se denomine "hindi" (con hache aspirada) y la región reciba el nombre tradicional de "Hindu-Kush", con la misma pronunciación. O sea que nuestros indios, bautizados indios desde hace cinco siglos, antes de que existiera el gran país llamado India, serán motivo de denominaciones más pudorosas, acaso vergonzantes, pero nunca (¡!) discriminadoras. Se les dirá "pobladores originarios" o bien (en inglés) native-americans que queda mucho mejor.
8- Los colegios y escuelas serán gobernados por los alumnos, militantes de diversas tendencias, acompañados por sus padres, y expulsando rápidamente a los docentes reaccionarios. En la conducción ocuparán un sitio los trabajadores de maestranza, que al menos saben donde se guardan los mapas.
9- La primera educación es, obviamente, la educación sexual. Sus dos materias principales: uso del preservativo y derecho al aborto. Con un capítulo especial dedicado a los derechos humanos de los homosexuales, esto es: obtener el DNI correspondiente al sexo que se les dé la gana, digan lo que digan los médicos y otros fascistas. Unirse, besarse, casarse, y de alguna manera ser padres/madres.
10- El mal Absoluto es la Derecha. El segundo: ser funcional a la Derecha.
11- Pecado mortal: la discriminación, que está en todas partes como Satanás. Para evitarla, debe modificarse el vocabulario. En lugar de negro se dirá afro-descendiente. En lugar de criollo, se dirá morocho. En lugar de chino-coreano-japonés, se dirá "de origen asiático". Se suprimirá la palabra "gringo" (en sus variados sentidos puede significar rubio, extranjero, italiano, turista, yanqui) para reemplazarla por otros vocablos, hasta crear un caos idiomático donde nadie sabrá de qué color es la persona, qué idioma habla y de dónde viene. Incluso habrá vocablos como "tano", "gallego", "yoyega", "yorugua", "paragua", "bolita, "ruso", "polaco", "turco", que serán suprimidos por su contenido insultante. Cualquiera puede ser calificado de xenófobo y racista, incluso aquel que se declare admirador de las negras o que proponga una inmigración controlada. La palabra "negra" es discriminadora. La palabra "control" es discriminadora. En ese sentido, el progresista es digno heredero de nuestras bisabuelas, que en lugar de "caca" decían "popó".
Merece una mención aparte la palabra "judío". Si la pronuncia un miembro de la raza de Abraham, está bien. Pero si la emite un gentil, quedará inmediatamente imputado de "discriminador", ya que la expresión correcta es "persona descendiente de una familia judía".
12- ¡Atención, no se debe judicializar la protesta social! Los ciudadanos pueden reunirse para expresar sus demandas. Están más allá de las ridículas leyes de la democracia burguesa. No importa si son cinco, cincuenta o cinco millones: tienen derecho. No importa si su expresión consiste en cortar las rutas del país (acción de guerra) o apalear automóviles, o pasearse con máscaras y garrotes, o incendiar casas, o matar policías, que no es lo mismo que matar personas. El crimen, cuando es "social", deja de ser crimen. Tiene un solo culpable: la sociedad.
13- La riqueza no hace la felicidad. La dicha no está en el desarrollo económico, sino en el crecimiento de la riqueza con inclusión y con una equitativa distribución de la misma. Tomemos como ejemplo (simplificando un poco) a una nación que está habitada por un rico y diez pobres. El primer año, el rico posee tres mansiones, cuatro palacios, un yate y un jet privado, a la vez que atesora seis amantes. En cambio, los pobres tienen cada uno su miserable mendrugo de pan enmohecido. Al año siguiente, el rico posee no ya tres mansiones sino seis, no ya cuatro palacios sino ocho, no ya un yate y un jet privado sino dos de cada uno, y a la vez ya no cuenta con seis amantes, sino con doce. Mientras tanto, los diez pobres siguen disponiendo del mismo mendrugo de pan enmohecido.
Podemos decir que la economía ha crecido (hay más barcos, más casas, más amantes) pero con exclusión. Y esto no es bueno. Mucho mejor (y sin duda con más equidad) resultaría ahorcar al rico por xenófobo, distribuyendo sus mansiones, palacios y amantes entre los pobres. Si nuestros cálculos no fallan, todavía estarían sobrando dos amantes, y esta falta de equidad se solucionaría bien pronto, pues los pobres también tienen sus hijos o sobrinos, que darán cuenta, en un periquete, del excedente, Este es el profundo concepto de la "inclusión". Al redistribuirse la riqueza de este modo, los pobres se convertirán en nuevos ricos, y sin duda generarán una prosperidad económica sólo comparable con la de Cuba, la Unión Soviética o Alemania Oriental, aquella ilusión socialista que un triste día se desmoronó, cuando los espías de la CIA voltearon el muro feliz.
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