Cuando un individuo se apropia de un bien que no le pertenece es simplemente un inmoral. Sus necesidades no pueden ser la justificación. Si aceptáramos esta regla impropia, el saqueo sería la norma que regiría los destinos de la humanidad, solo porque las necesidades son infinitas y siempre subjetivas.
Por Alberto Medina Méndez
Habrá que admitirlo como corresponde, sin peros, sin medias tintas, no es cierto que la pobreza otorgue derechos especiales a disfrutar de bienes por los que no se ha hecho el esfuerzo de obtenerlos de un modo legítimo. No alcanza con tener necesidades no cubiertas.
Un hombre con principios, un ciudadano con valores, no se quedaría jamás con algo que no le pertenece, aun con cuestiones sin resolver en su vida personal y familiar. Y ya no porque se trata de un delito, no por lo que dicen las leyes, sino porque el más elemental sentido de la honradez, de la honestidad, dirá que solo se puede poseer aquello por lo que se trabajó previamente, por aquello por lo que se pagó con recursos propios, derivados del esfuerzo personal y no esquilmados a otros de modo coercitivo.
Por eso, por ese vital motivo que tiene que ver con las creencias, con los ideales, con los principios, no deberíamos hablar de pobreza como sinónimo de carencias materiales, tendríamos que poder diferenciarla de aquella que se define como la verdadera miseria humana. No es pobre quien no tiene recursos económicos, es pobre quien carece de criterio, de principios, de valores, de ideales y creencias.
Durante mucho tiempo hemos hablado de pobreza como sinónimo de indigencia. Y lo hemos vinculado con cuestiones meramente dinerarias. Tal vez debamos revisar esa visión y concluir que los miserables, los seres despreciables, son aquellos que amparados en supuestas necesidades básicas, se creen con derechos especiales que los hacen merecedores de la dádiva de la sociedad, de ese coercitivo altruismo culposo que algunas culturas pretenden amparar sin chistar.
Mucho más despreciables son aquellos que hacen beneficencia con patrimonio ajeno, con el dinero de todos, con los bienes de los contribuyentes. Recitan grandilocuentes discursos, diciendo que los postergados merecen recibir ayuda de la sociedad y para ello meten mano a los recursos de la comunidad, a esos que les han quitado vía impuestos para distribuirlos como si fueran propios.
Si tan convencidos están de la justicia de esa distribución, pues podrían empezar entregando sus bienes personales, dando el ejemplo con su patrimonio e instando a otros a imitarlos y hasta convocar a grandes colectas voluntarias u organizarse socialmente para reunir esos fondos con gente que posea idénticos ideales altruistas. Pero no resulta demasiado razonable esto de hacer beneficencia con lo quitado a otros, con lo sustraído discrecionalmente, mediante el uso de la fuerza.
Por eso, en tiempos en que la cultura parece marcar mandatos que sostienen “que la necesidad genera derechos”, algunos tendrán que repasar su concepto de pobreza. La inmensa mayoría de los pobres se esfuerza día a día por salir de su situación, trabajan más horas de lo aconsejable, se ocupan de actividades que pocos aceptarían, disfrutan casi nada de los tiempos familiares y no pueden darse lujo alguno. Pero tienen principios, creen en sus sueños, luchan para que llegue el momento de salir del pozo, tienen la esperanza que en ese recorrido, encontrarán el camino de salida.
Y si aun no logrado encontrar ese sendero tan ansiado, no es porque les haya faltado esfuerzo en los más de los casos, sino porque los burócratas de siempre se han ocupado de quitarles la libertad, de sacarles con impuestos el fruto de su trabajo, que es su principal herramienta para salir de la indigencia con dignidad y sin actitudes mendicantes e indecorosas.
La política, la demagogia, el clientelismo, el populismo más perverso, no solo los ha sumergido, sino que los humilla, los estigmatiza y se ha constituido en un aplastante techo y no en un piso como pretende, para sus oportunidades.
Pero cada uno de ellos, de los que pelean a diario, se muestran firmes en sus convicciones, ellos no caerán bajo la tentación del robo, no le quitaran sus bienes a otros, no harán la fácil, seguirán enviando a sus hijos al colegio y apostando por la educación como oportunidad para dar el gran salto, tratarán de alimentarlos de la mejor manera que puedan, ya no solo brindándoles comida sino con el impulso espiritual que sus principios potencian, dejando el legado del ejemplo como mayor riqueza.
Decididamente la mayoría de los pobres hace su mejor esfuerzo por sostener sus ideales. Saben que el trabajo, el esfuerzo, el defender lo suyo es lo que deja la luz encendida para que se presente algún día la oportunidad de salir del pantano.
Lo otro, el acceso al dinero sin sacrificio, el prestarse a la esclavitud a la que invita a diario el clientelismo, es ceder en sus convicciones. Algunos han vulnerado ese umbral y hoy son carne de cañón de los perversos personajes del presente. Terminarán en una cárcel como delincuentes, o tal vez solo sigan deambulando por las calles sin más, pero de lo que estamos seguros, es que se trata de lo peor de nuestra sociedad. Intentar quedarse con lo ajeno, pretender que la sociedad toda los subsidie y se ocupe de lo que no pudieron no dignifica a nadie. Ser pobre y ser miserable son cosas bien distintas aunque algunos sigan confundiendo conceptos. Definitivamente no tiene que ver con la ausencia de recursos materiales, sino con aquellos, que son los menos, que abandonaron para siempre los principios morales independientemente de sus posibilidades económicas y que han pasado a ser parte de esa miseria que deshonra.
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