miércoles, 22 de julio de 2009

Carta al Agricultor en Jefe

Los países ricos y pobres, que enfrentan alzas en los precios de los alimentos, deben recordar forzosamente que los alimentos son cuestión de seguridad nacional. Si una nación pierde la capacidad de procurarse alimentos, no sólo queda a merced del mercado global de commodities sino de otros gobiernos.

Por Michael Pollan

Tecnología & Buen Gobierno

Selección y Presentación: Ingeniero Enrique Martínez
Traducción: Graciela Zuccarelli

Michael Pollan es uno de tantos, demasiados, escritores americanos que en Argentina son casi enteramente desconocidos, porque sus obras no han sido traducidas y porque abordan una temática que aquí no se debate: la producción sustentable, amigable con el medio ambiente y con nuestro destino sobre el planeta. Es autor, entre otros, de The Omnivore´s Dilemma, publicado en 2006, excelente trabajo sobre el origen de nuestros alimentos y las opciones que se nos presentan para adquirirlos y para ingerirlos. En octubre pasado, escribió en The New York Times Magazine una carta abierta a Barack Obama proponiendo una política agraria, de industrialización y comercialización de alimentos. El texto no tiene desperdicios, párrafo por párrafo. Si algo le faltaba para ser de interés para los argentinos, utiliza el ejemplo de la producción de carne vacuna con pasto —asociado a nuestro país— para mencionar una forma virtuosa de generar alimentos, señalando que la tendencia a reemplazar ese sistema por el monocultivo granario y los feed lots produciría un desastre ecológico. Quizás una advertencia que nos llega tarde, pero que en todo caso obliga a redoblar la conciencia pública y voluntad política para reencontrar un modelo argentino sustentable. Entregamos hoy este aporte, que con seguridad sabrán disfrutar y reflexionar sobre él.

Enrique M. Martínez
Presidente del inti


Estimado señor presidente electo

Quizá le sorprenda saber que entre los temas que ocuparán gran parte de su tiempo en los próximos años, hay uno al que escasamente hizo referencia durante la campaña: alimentos. La política alimentaria no fue motivo de preocupación de los presidentes estadounidenses, al menos desde el gobierno de Nixon —último período en que los elevados precios de los alimentos constituyeron un serio peligro político—. A partir de entonces, las políticas nacionales para incentivar la producción de commodities (maíz, soja, trigo y arroz) presentes en la mayoría de los productos ofrecidos en nuestros supermercados lograron mantener precios admirablemente bajos y el tema alimentos con poco peso en la agenda nacional de gobierno. Pero de repente, y tomando a todos por sorpresa, la era de los alimentos buenos y baratos ha llegado a su fin. Esto significa que usted, al igual que muchos otros líderes de la historia, tendrá que confrontar el hecho —tan fácilmente pasado por alto en los últimos años— de que la salud del sistema alimentario nacional es un asunto crucial de seguridad nacional. Los alimentos demandarán su atención.

Para complicar el panorama, precio y abundancia de alimentos no son los únicos problemas que enfrentamos; si así fuera, sólo tendría que seguir el ejemplo de Nixon, nombrar Secretario de Agricultura a un Earl Butz contemporáneo y pedirle la adopción de las medidas necesarias para estimular la producción. Todo indica que el viejo enfoque ya no funcionará; por un lado, porque depende de energía barata y ya no la conseguimos; por otro lado, porque hoy para expandir la producción de la agricultura industrial, debería usted sacrificar algunos de los importantes valores en los que basó su campaña. Lo expresado me lleva a una razón de mucho mayor peso, no sólo tendrá que ocuparse del precio de los alimentos sino que una de las máximas prioridades de su gobierno será reformar el sistema alimentario; si no lo reforma no podrá solucionar la crisis del sistema de salud ni mejorar en cuanto a independencia energética o cambio climático. Al tratar de resolver estos tres temas, que sí estuvieron incluidos en su campaña, pronto descubrirá que la forma en que producimos, procesamos e ingerimos alimentos en los Estados Unidos está íntimamente relacionada con esos tres problemas y habrá que cambiar esa forma si queremos solucionarlos. Le voy a explicar.

Después de los autos, el sistema alimentario utiliza más combustible fósil que cualquier otro sector económico (19%). Los expertos no se ponen de acuerdo sobre la cifra exacta pero un estudio señala que la manera de alimentarnos aporta más gases de efecto invernadero a la atmósfera que cualquier otra actividad humana (hasta un 37%). Cuando un productor agrícola despeja y labra la tierra se liberan grandes cantidades de carbono. Durante el siglo XX, y en virtud de la industrialización de la agricultura, aumentó la magnitud de gases de efecto invernadero provocados por el sistema de producción de alimentos; los fertilizantes químicos (fabricados a partir del gas natural), los pesticidas (elaborados a partir del petróleo), la maquinaria agrícola, los modernos procesos de producción y de envase/embalaje, así como el transporte, transformaron un sistema, que en 1940 generaba 2,3 calorías de energía alimentaria por cada caloría de energía de combustible fósil utilizada, en un nuevo sistema que emplea 10 calorías de energía de combustible fósil para producir tan sólo una caloría de los alimentos hoy disponibles en los supermercados. En otras palabras, cuando ingerimos alimentos industrializados, consumimos combustible y generamos gases de efecto invernadero. La situación resulta sumamente absurda si tenemos en cuenta que cada caloría que comemos es, en última instancia, producto de la fotosíntesis —proceso basado en la elaboración de energía alimentaria a partir de la acción solar—. Este simple hecho abre un abanico de esperanzas y posibilidades.

Además de los problemas del cambio climático y de la adicción estadounidense a los combustibles, usted hizo referencia, en plena campaña electoral, a la crisis del sistema de salud. En 1960, el gasto público en materia de salud representaba el 5% del ingreso nacional, pero en la actualidad se elevó al 16%, pesada carga para la economía del país. Asegurar la salud del pueblo de los Estados Unidos depende de que esos costos se mantengan bajo control. Varios factores influyeron en el encarecimiento del sistema de salud, pero el mayor y quizás más fácil de manejar es el costo del sistema de prevención de las enfermedades crónicas. Hoy, en nuestro país, 4 de las 10 principales causas de muerte son las enfermedades crónicas relacionadas con la dieta: cardiopatías, derrame cerebral, diabetes tipo 2 y cáncer. No por casualidad los años en que el gasto público en el cuidado de la salud subió del 5 al 16% del ingreso nacional, el gasto en alimentos disminuyó en un porcentaje bastante parecido, del 18% a algo menos del 10% del ingreso familiar. Si bien la abundancia de calorías baratas producidas por nuestro sistema alimentario desde fines de la década del 70 fue razón suficiente para no incluir los precios de los alimentos en la agenda de gobierno, sí tuvo gran incidencia en la salud pública. No espere reformar el sistema de salud y mucho menos ampliar su cobertura sin hacer frente a la dieta estadounidense, catastrófica en términos de salud pública.

El impacto del sistema alimentario estadounidense en el resto del planeta también tendrá consecuencias en las relaciones exteriores y comerciales.

Más de 30 países sufrieron disturbios por escasez de alimentos en los últimos meses, hasta el punto en que cayó el gobierno de uno de ellos. Si el precio de los granos se mantiene elevado y hay escasez, advertirá que el péndulo se aleja del libre comercio, al menos en lo que a alimentos respecta. Los países que abrieron sus mercados y permitieron la invasión de granos baratos (por presiones de los gobiernos que le precedieron, así como del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional) perdieron infinidad de productores agrarios y ahora se dan cuenta de que para alimentar a sus pueblos dependen de decisiones tomadas en Washington (como la apresurada adopción de biocombustibles de su antecesor en la Casa Blanca) y en Wall Street. Hoy esos países se desvelan por reconstruir sus sectores agrícolas e intentan protegerse erigiendo barreras aduaneras. Seguramente escuchará frases del tenor de “soberanía alimentaria” y “seguridad alimentaria” de boca de los líderes extranjeros con los que dialogue. No sólo fracasó la Ronda de Doha, sino también la causa del libre comercio de bienes agrícolas, víctima de la política de alimentos baratos que hasta hace unos dos años parecía la salvación de todos. Una de las mayores paradojas de nuestros días es que las mismas políticas que favorecieron la sobrenutrición del primer mundo hoy provocan la subnutrición del tercero. Estamos frente a una de las mayores paradojas de nuestra época, tener demasiados alimentos es tan problemático como carecer de ellos. Debemos aprender esta lección para aplicar un nuevo enfoque a la política alimentaria.

Los países ricos y pobres, que enfrentan alzas en los precios de los alimentos, deben recordar forzosamente que los alimentos son cuestión de seguridad nacional. Si una nación pierde la capacidad de procurarse alimentos, no sólo queda a merced del mercado global de commodities sino de otros gobiernos.

No sólo se trata de tener acceso a los alimentos, que pueden ser retenidos por un estado hostil, sino de la seguridad; los recientes escándalos en China demuestran que ejercemos escaso control sobre los alimentos importados.
Una deliberada contaminación de nuestros alimentos haría peligrar la seguridad nacional.

Tommy Thompson, Secretario de Salud y Servicios Sociales, lanzó una espeluznante advertencia durante la conferencia de prensa que ofreció en el año 2004 para despedirse: “juro por mi vida que no entiendo porqué si es tan fácil, los terroristas no han atacado nuestras fuentes de alimentos”.

La mala noticia es que las políticas heredadas sobre alimentos y agricultura —concebidas para elevar a toda costa la producción y apoyarse en energía barata— provocaron un caos y urge terminar con él. La buena noticia es que las crisis de alimentos y energía van de la mano y están creando el ambiente político en el cual, por primera vez en muchos años, será factible reformar realmente el sistema alimentario. Es la primera vez en décadas que los estadounidenses se preocupan por los alimentos y tienen en cuenta tanto precios cuanto seguridad, origen y sanidad. Crece la conciencia de que el sistema de industrialización de alimentos no funciona. Prueba de ello es que prosperan los mercados de alimentos alternativos —orgánicos, producidos localmente, con manejo de pasturas y conceptos humanitarios—.

La combinación de estos aspectos da sustento político para generar un cambio, que no sólo proviene de la izquierda, últimamente también los conservadores se muestran proclives a la reforma. Al referirse al regreso a las economías alimentarias locales, a las comidas tradicionales (y familiares) y a la agricultura sustentable, la revista American Conservative consignó en su editorial del último verano: “es la causa más genuinamente conservadora que haya existido”.

Se pueden mover muchas piezas dentro del nuevo programa alimentario que le insto adoptar; sin embargo, la idea central es extremadamente simple: necesitamos que el sistema alimentario estadounidense se desprenda de la pesada dieta del siglo XX, con sus combustibles fósiles, y vuelva a una dieta moderna regida por la energía solar. Admito que es más fácil decirlo que hacerlo, el combustible fósil está profundamente enraizado en nuestras formas de producción y consumo de alimentos. Volver a un sistema regido por la acción solar implica adoptar políticas que cambiarán el funcionamiento de cada eslabón de la cadena alimentaria: en el campo, en la forma en que se procesan y comercializan los alimentos y hasta en las cocinas y en las mesas de los hogares estadounidenses. Agradezcamos que el sol aún ilumine nuestras tierras y que la fotosíntesis aún obre maravillas dondequiera que se dé. Seguramente los alimentos constituirán el área más apta para dejar de depender de los combustibles y volver a la acción de la energía solar.

¿Cómo llegamos hasta aquí?

Antes de reformar el sistema alimentario debemos entender cómo surgió y reconocer sus logros, aún con todos los problemas conexos. Nuestro sistema funciona a la perfección en todo aquello para lo que fue concebido, es decir, para producir calorías baratas en abundancia. No es poca cosa que un estadounidense vaya a un restaurante de comidas rápidas, compre una hamburguesa doble, con papas fritas y una Coca-Cola grande y abone un precio inferior al salario mínimo por hora —de hecho, es un logro importante en el devenir histórico—.

Hay que reconocer que el sistema alimentario actual —cuyas características son monocultivos de maíz y soja en los campos y calorías baratas provenientes de grasas, azúcar y carne de establecimientos de engorde a corral en la mesa— no es sólo el resultado del mercado libre. Es producto de una serie de políticas gubernamentales que indujeron el paso de energía solar (y humana) a energía fósil en la actividad rural.

Al recorrer Iowa en la campaña electoral, ¿se percató de que los campos carecían de vegetación, que estaban yermos —de octubre a abril—? Lo que usted veía era el paisaje agrícola creado por el combustible barato. En el pasado, salvo a fines de la temporada invernal, en esos campos podría haber contemplado un damero de diferentes tonalidades de verde: con forraje y campos de heno para los animales, cultivos de cobertura, hasta quizá un monte de árboles frutales. Antes de que el petróleo y el gas natural irrumpieran en la agricultura, los productores agrarios confiaban en la diversificación de cultivos (y en la fotosíntesis), tanto para reabastecer los suelos y combatir las plagas cuanto para alimentar a sus familias y a los vecinos. Sin embargo, la energía barata estimuló el surgimiento de los monocultivos y éstos, a su vez, aumentaron la productividad de los campos y de los productores; hoy podemos decir que un único productor del típico cinturón maicero abastece a 140 personas.

No es casualidad. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, el gobierno fomentó la conversión de la industria de armamentos en industria de fertilizantes —el nitrato de amonio es el principal componente de bombas y fertilizantes químicos— y la investigación de gases neurotóxicos en investigación de pesticidas. Asimismo, comenzó a subsidiar los agrocommodities y a pagar a los productores agrarios por tonelada1 de maíz, soja, trigo y arroz. Cada nuevo secretario de agricultura les imploraba plantar de alambrado a alambrado y crecer o retirarse.

Al terminar la era Earl Butz, todo derivó en un importante aluvión de granos baratos, con un precio de venta inferior al costo de producción y un cheque del gobierno para compensar la diferencia. A medida que el grano, artificialmente barato, iniciaba su camino ascendente en la cadena alimentaria, lograba contraer el precio de todas las calorías de él derivadas: el jarabe de maíz de alta fructosa de la Coca-Cola, el aceite de soja para freír papas, la carne y el queso de las hamburguesas.

El subsidio a los monocultivos de granos abrió la puerta a la cría intensiva de ganado: como el precio que esos establecimientos ganaderos debían pagar por los granos era inferior al costo que los productores agrícolas debían afrontar para cultivarlos, a esos establecimientos les resultaba más barato engordar a sus animales que a los productores agrícolas alimentar a los suyos. Fue así como los animales de Estados Unidos destinados a la producción de carne y leche pasaron de la chacra a los establecimientos de engorde a corral, haciendo bajar el precio de la proteína animal hasta el punto en que un estadounidense puede, en promedio, comer unos 86 Kg. de carne por año, o sea, casi ¼ Kg. por día.

Sacar a los animales del sistema pastoril tuvo cierto sentido económico pero careció totalmente de sentido ecológico: las excretas, otrora consideradas preciosa fuente de fertilidad, pasaron a ser contaminantes —actualmente, los establecimientos de engorde a corral son una de las principales fuentes de contaminación en los Estados Unidos—. Wendell Berry fue tajante al afirmar que sacar a los animales del sistema pastoril y llevarlos a los establecimientos de engorde a corral es adoptar una solución elegante —animales que devuelven la fertilidad que los cultivos se llevan— y dividirla en dos problemas: uno es la fertilidad del suelo de la chacra y el otro es la contaminación provocada por el engorde a corral. El primero se contrarresta con fertilizantes fósiles, el segundo no se soluciona.

Si antes hablábamos de economía alimentaria regional ahora vemos que su alcance es netamente global —nuevamente gracias al combustible fósil—. La energía barata —para transporte de alimentos y extracción de agua— es la razón por la cual hoy la ciudad de Nueva York se abastece en California y no en el cercano Garden State, como lo hacía hasta que se construyeron las autopistas interestatales y las grandes redes nacionales de transporte. En nuestros días, y gracias a que la energía barata financia a la economía alimentaria global, tiene (o mejor dicho, tenía) sentido económico capturar salmón en Alaska, embarcarlo con destino a China para filetearlo allí y luego despachar los filetes nuevamente hacia California para consumo; o intercambiar tomates, según fuese más conveniente en términos económicos, entre California y México; o intercambiar galletitas entre Dinamarca y Estados Unidos a través del Atlántico. El economista Herman Daly ironizó sobre este trueque: “sin duda seríamos más eficientes si intercambiáramos recetas”.

Comienza a desvanecerse todo el atractivo que alguna vez tuvieron los alimentos baratos, producidos con empleo de combustibles. Aún si deseáramos seguir pagando el precio implícito en el plano ambiental y de salud pública, no vamos a conseguir la energía barata (o el agua) que necesitamos para mantener el sistema en funcionamiento, y mucho menos para ampliar la producción. Sin embargo, y como pasa a menudo, toda crisis brinda la oportunidad de reforma, y esta crisis de alimentos ofrece oportunidades de las que debemos asirnos.

Si elaboré estas propuestas es porque suscribo ampliamente los pocos principios básicos que el sistema alimentario del siglo XXI deberá contemplar.

En primer lugar, la política de su gobierno en materia de alimentos deberá partir de una dieta sana para toda la población; en términos simples significa: apuntar a la calidad y a la diversidad (y no sólo a la cantidad) de calorías que la agricultura estadounidense produce y el pueblo consume. En segundo lugar, su política deberá estar dirigida a mejorar la versatilidad, salubridad y seguridad de los alimentos suministrados. Esto quiere decir, entre otras cosas, promover las economías regionales no sólo en los Estados Unidos sino en el resto del mundo. Por último, su política deberá reposicionar a la agricultura para solucionar en parte los problemas ambientales, como por ejemplo, el cambio climático.

Admito que las metas son ambiciosas aunque no será difícil avanzar en dirección a ellas si tenemos presente la gran idea central: la mayoría de los problemas que hoy enfrenta nuestro sistema alimentario obedecen a nuestra dependencia de los combustibles fósiles y, en la medida en que seamos capaces de eliminar el petróleo del sistema y de reemplazarlo por energía solar, mejoraremos simultáneamente nuestro estado de salud, nuestro ambiente y nuestra seguridad.

I. Volvamos a la energía solar en la actividad agrícola

Todo lo que pasa en el campo repercute en cada eslabón de la cadena alimentaria y llega a nuestra mesa —si nos abocamos a monocultivos de maíz y soja, consumiremos alimentos con maíz y soja procesados—.

Su iniciativa se verá favorecida porque el gobierno nacional influye enormemente en todo lo que pasa en las casi 340 millones de hectáreas de cultivos y tierras de pastoreo.

Actualmente el objetivo de la mayoría de los programas de gobierno en materia agrícola y de alimentos es apuntalar el antiguo sistema de elevar la producción a partir de un puñado de commodities originados en monocultivos.

Hasta los programas de asistencia alimentaria como el WIC2 y los comedores escolares se concentran en maximizar la cantidad descuidando la calidad; se caracterizan por especificar una cantidad mínima de calorías (en lugar de ocuparse del máximo) y raras veces prestan atención a la calidad nutricional.

Poner el foco en la cantidad puede tener sentido en épocas de escasez de alimentos, pero hoy nos encontramos con que el programa de comedores escolares brinda barritas de pollo y papas fritas a chicos obesos y diabéticos.

Su desafío será tomar el mando de esta enorme maquinaria nacional y dirigir la transición hacia una nueva economía alimentaria basada en la energía solar, empezando en la chacra.

Hoy por hoy, el gobierno desalienta el cultivo de alimentos frescos y sanos, y para ello prohíbe dedicarse a cultivos especiales —frutas y hortalizas— a los productores que reciben subsidios —los productores de California y Florida tuvieron que acatar esta norma a cambio de subsidios por los commodities—.

Habría que incentivar la máxima diversificación de producción de commodities, inclusive en la cría de ganado. Se preguntará por qué. Porque cuanto más se diversifique la producción, menor necesidad habrá de fertilizantes y pesticidas.

Ya ha quedado demostrado el poder de los policultivos planificados inteligentemente para producir alimentos en abundancia a partir de poco más que suelo, agua y energía solar; nos llevaron a esa conclusión no sólo los agricultores que se dedican a productos alternativos en Estados Unidos sino los grandes productores de arroz y pescado en China y las explotaciones en gran escala (de hasta 6000 hectáreas) en países como la Argentina. Allí, en una zona geográfica comparable en términos generales al cinturón agrícola de los Estados Unidos, los productores tradicionalmente desarrollan una ingeniosa rotación de ocho años de pasturas perennes y cultivos anuales. Se deja pastar al ganado durante cinco años (y se logra la mejor carne del mundo), luego se destinan esos campos a la producción de granos durante tres años sin aplicar fertilizantes fabricados con combustibles fósiles. No hay que recurrir a herbicidas: las malezas que afectan las pasturas no sobreviven a los años de labranza y las malezas que afectan a las plantaciones no sobreviven a los años de pastoreo. No hay razón —salvo en función de la política actual y de las costumbres— que impida que los productores estadounidenses obtengan granos de excelente calidad y carne de animales alimentados con pasturas que acabo de describir, en los estados de nuestra región central3. Debemos tener en cuenta que los elevadísimos precios actuales de los granos están empujando a muchos productores argentinos a abandonar el sistema de rotación y a concentrarse exclusivamente en granos y soja, con lo cual provocarán un desastre ambiental.

Para fomentar este tipo de agricultura natural, basada en la diversificación y en la energía solar, hace falta una política de orden nacional. Empecemos con los subsidios: los pagos deberían ser directamente proporcionales a la cantidad de diferentes cultivos de cada productor o a la cantidad de días al año en que los campos permanecen verdes —es decir, sacando provecho de la fotosíntesis, ya sea para producir alimentos, para realimentar el suelo o para controlar la erosión—. Si en nuestra región central se recurriera a cultivos de cobertura, al cabo de cada cosecha de otoño se reduciría significativamente el uso de fertilizantes y, por ende, la erosión del suelo. ¿Por qué no es una práctica de rutina de los agricultores? Porque en los últimos años se abarataron los fertilizantes fósiles y es más fácil utilizarlos que recurrir al sistema de fertilidad basada en la acción solar.

Además de premiar a los productores por los cultivos de cobertura, podríamos facilitar la aplicación de abono orgánico en los campos —práctica que no sólo mejora la fertilidad del suelo sino su capacidad de retener agua y, por consiguiente, de soportar sequías—. Hay pruebas fehacientes de que también se estimula la calidad nutricional de los cultivares de esos suelos. Según cálculos del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA), nuestra población desecha el 14% de los alimentos que compra, pero los comerciantes minoristas y mayoristas y las instituciones tiran mucho más. Si los municipios estuvieran obligados a elaborar abono a partir de los desechos de alimentos y jardines y después distribuyéramos ese abono en forma gratuita a los productores agrícolas de la región, reduciríamos la montaña de basura, eliminaríamos la necesidad de riego y de fertilizantes fósiles en la agricultura y mejoraríamos la calidad nutricional de la dieta estadounidense.

En este momento, la mayoría de los programas de conservación ejecutados por el Departamento de Agricultura obedecen al principio de suma cero: se bloquea el uso de la tierra para conservarla o se la somete a cultivo intensivo. Las dos alternativas de este enfoque se basan en una creencia ya superada, que consiste en considerar que la actividad agrícola ganadera conlleva destrucción, y por consiguiente, no tocar la tierra beneficia al medio ambiente. Hoy sabemos cómo cultivar y hacer pastar ganado dentro de sistemas que sostendrán la biodiversidad, la tierra sana, el agua pura y el secuestro de carbono. El Programa de Protección del Medio Ambiente, defendido por el Senador Tom Harbin e incluido en el proyecto de ley agrícola de 2008, constituye un importante avance hacia los reintegros por este tipo de prácticas, pero debemos proponernos que el enfoque pase de la periferia al centro de nuestra política agrícola ganadera. A largo plazo, el gobierno debería respaldar todo proyecto ambicioso que se esté gestando (como en el Land Institute de Kansas y en algunos otros lugares) para perennizar la agricultura de commodities, para desarrollar variedades de trigo, arroz y otros granos básicos que puedan crecer como pastos de pradera sin tener que labrar la tierra todos los años. Estos granos perennes alientan la posibilidad de reducir el uso de combustibles fósiles para fertilizar y labrar la tierra, simultáneamente protegen los campos de la erosión y secuestran grandes cantidades de carbono.

Tal vez estemos frente a un proyecto de 50 años. Para que la agricultura de nuestros días abandone los combustibles fósiles y aproveche al máximo la energía solar, los cultivos de cobertura y el ganado deben volver a convivir en la chacra —como en la solución elegante de Wendell Berry—. El sol alimenta a los pastos y a los granos, las plantas alimentan al ganado, el cual, a su vez, nutre al suelo, y éste vuelve a nutrir a los pastos y a los granos de la estación siguiente. El ganado cosecha su propio alimento de los campos de pastoreo y se deshace de su excreta sin ayuda del ser humano y sin combustibles fósiles.

Cabe preguntar por qué un sistema tan acertado sucumbió frente a los establecimientos que crían ganado en forma concentrada, conocidos como CAFO. En realidad, levantar grandes ciudades concentradoras de ganado mantenido en confinamiento no tiene nada intrínsecamente eficiente o económico. Los CAFO se apoyan en tres puntales, cada uno de ellos está claro en la política nacional. El más importante y que consiste en la capacidad de adquirir granos a un precio inferior al de producción acaba de derrumbarse. El segundo puntal se refiere a que la Administración de Alimentos y Fármacos (FDA) aprobó el uso rutinario de antibióticos en la alimentación animal, ya que el ganado no podría sobrevivir en las condiciones de hacinamiento y suciedad a las que está sometido. El tercero consiste en que el gobierno no exige que los CAFO traten los residuos, requisito que sí deben satisfacer las ciudades de similar magnitud pobladas de seres humanos. La FDA debería prohibir el uso rutinario de antibióticos en la alimentación del ganado fundándose en la salud pública, mucho más cuando ya tenemos pruebas de que esta práctica favorece el desarrollo de enfermedades de origen bacteriano resistentes a los medicamentos y de brotes de E.coli y de envenenamiento por salmonella. En realidad, los CAFO son fábricas, y como tales, deberían someterse a las normas que regulan este tipo de actividad, deberían estar obligados a sanear sus desechos como cualquier industria o municipio.

Se dirá que trasladar el ganado de los establecimientos de engorde a corral a las chacras encarecerá la carne. Quizás sea así —tal vez debería ser así—.

Usted tendrá que convencer a la gente de que pagar lo que la carne vale y, por lo tanto, comer menos carne, es bueno para la salud, para el medio ambiente y para nuestros recursos hídricos, cada vez más limitados, y para el bienestar del ganado. La producción de carne y leche es la carga más pesada que la industria de alimentos impone al medio ambiente.

Un estudio reciente de las Naciones Unidas revela que la actividad ganadera mundial es responsable del 18% de la emisión de gases de efecto invernadero, porcentaje superior al de todas las formas de transporte en conjunto. Según otro estudio, para obtener ½ Kg. de carne se necesitan 18.900 litros de agua.

Si bien el ganado de la chacra seguirá emitiendo su cuota de gases de efecto invernadero, al pastar y dejar su excreta en el campo, compensará su huella de emisiones de carbono, las que también se reducirán al dejar de dar granos a los rumiantes. Producir 25 Kg. de granos demanda casi 2 litros de combustible; el pasto sólo requiere sol y algo más.

Se dirá que la agricultura regida por la acción solar arrojará rindes inferiores a los de la conocida agricultura de combustibles fósiles. Es discutible. Deberá usted prepararse para contestar una pregunta clave: ¿El mundo podrá alimentarse con este tipo de agricultura sustentable que propone?

Hay dos respuestas. La más simple y honesta es que no lo sabemos porque no lo intentamos. Pero igualmente necesitamos aprender a dirigir una economía industrial sin combustible fósil barato; no hay alternativa, tenemos que descubrir si la agricultura sustentable puede producir suficiente alimento.

Durante el siglo pasado, las investigaciones en agricultura tuvieron por objetivo maximizar la producción con ayuda del combustible fósil. No hay razón para pensar que aplicando el mismo tipo de recursos al desarrollo de sistemas agrícolas más complejos, basados en la energía solar, no obtendremos rindes comparables. La agricultura orgánica actual, desarrollada casi sin inversión pública en investigación, generalmente logra entre el 80 y el 100% del rinde convencional de granos y, en años de sequía, frecuentemente supera el rinde convencional. Esto se debe a que los suelos orgánicos retienen mejor la humedad. Suponiendo que no haya ningún tipo de mejora, ¿podrá el mundo sobrevivir con estos rindes —sabiendo que la población pronto llegará a los 10 mil millones—?

Primero, hay que tener en cuenta que hoy el rinde promedio de la agricultura mundial es considerablemente inferior al rinde de la agricultura sustentable moderna. Según un estudio reciente de la Universidad de Michigan, si los rindes internacionales alcanzaran los niveles orgánicos de hoy, aumentaría el suministro mundial de alimentos en un 50%.

El segundo punto a tener en cuenta es que con el rinde no basta, y que cultivar commodities de alto rinde no es lo mismo que cultivar alimentos.

Mucho de lo que cultivamos hoy no es consumido directamente como alimento sino que es transformado en calorías de baja calidad de grasa y azúcar. La epidemia mundial de enfermedades crónicas relacionadas con la dieta nos demostró que la cantidad total de calorías producidas por un sistema alimentario mejora la salud sólo hasta cierto punto, después de eso, siguen calidad y diversidad en orden de importancia. Cabe esperar que un sistema alimentario que brinde menor cantidad de alimentos, pero de mayor calidad, genere poblaciones más sanas.

El último punto a considerar es que un 40% de la producción mundial de granos se destina a alimentar animales, y el 11% de la cosecha de maíz y soja se utiliza como biocombustible para autos y camiones. Siempre y cuando el mundo desarrollado reduzca el consumo de proteínas animales producidas a base de granos y de etanol habrá suficiente alimento para todos, cualquiera sea el método de cultivo elegido.

De hecho, los sistemas de policultivos bien diseñados, que incorporan no sólo granos sino también hortalizas y animales, pueden producir más alimento por hectárea y con mayor valor nutricional que los monocultivos convencionales.

Una agricultura así concebida es complicada y necesita muchas más manos en el campo para hacerla funcionar. Trabajar la tierra sin combustibles fósiles —realizar rotaciones complejas de animales y plantas y manejar pestes sin petroquímicos— demanda mano de obra intensiva y requiere mayor habilidad, no es sólo conducir y rociar como describen su trabajo los productores del cinturón maicero.

Cultivar suficiente cantidad de alimentos utilizando la luz solar requerirá más personas en esta actividad, millones más. Indudablemente será más fácil implementar la agricultura sustentable en los países en desarrollo, donde aún existen poblaciones rurales, que en el primer mundo, donde ya no existen.

Pero, ¿qué sucede aquí, en los Estados Unidos, donde solamente quedan alrededor de dos millones de productores rurales para alimentar a una población de 300 millones, donde los campos se urbanizan a razón de 1200 hectáreas por día? La agricultura de la era pospetrolera necesitará muchas más personas involucradas en la producción de alimentos — productores rurales y probablemente también horticultores—.

La agenda de producción de alimentos con energía solar debe incluir programas de capacitación para una nueva generación de productores rurales que posteriormente los ayude a radicarse en el campo. El productor agrícola estadounidense promedio tiene hoy 55 años; no deberíamos esperar que esos productores adhieran a este complejo enfoque ecológico de la agricultura que necesitamos. Deberíamos abocarnos a enseñar los sistemas de cultivo ecológico a los estudiantes que hoy ingresan a las facultades que funcionan bajo el sistema Land Grant4. Durante décadas, la política de gobierno consistió en reducir el número de productores rurales en los Estados Unidos, promoviendo la constitución y consolidación de explotaciones de monocultivos de capital intensivo. Como sociedad, devaluamos la actividad del productor rural e incentivamos a los mejores estudiantes a dejar las chacras por mejores trabajos en la ciudad. Vaciamos los condados rurales de los Estados Unidos para proveer de trabajadores a las fábricas urbanas. Para decirlo sin rodeos, ahora necesitamos invertir el curso. Necesitamos pequeños productores agrícolas bien capacitados en más lugares, en todo el país. No es nostalgia por el pasado agrícola sino un asunto de seguridad nacional. Las naciones que pierden la capacidad de alimentarse se encontrarán tan gravemente comprometidas en sus negociaciones internacionales como las naciones que actualmente dependen de la importación de combustibles. Pero si bien el petróleo tiene alternativas, no hay alternativa alguna para los alimentos.

La seguridad nacional es otro argumento para preservar cada hectárea de campo que se pueda con el fin de ponerla a disposición de los nuevos productores. No podremos depender de fuentes distantes de alimentos y, por lo tanto, necesitamos preservar cada hectárea de buena tierra cercana a las ciudades. Así como una vez reconocimos el supremo valor ecológico de los pantanos y pusimos coto a su urbanización, necesitamos reconocer el valor de las áreas rurales para nuestra seguridad nacional y exigir que los administradores de bienes raíces presenten declaraciones juradas sobre el impacto que tendrán las construcciones proyectadas en el sistema alimentario. También deberíamos crear impuestos e incentivos de zonificación para que los administradores de bienes raíces incorporen zonas de actividad agrícola (tal como ahora incorporan espacios verdes) en sus planos de loteo; todos aquellos lotes que ahora rodean campos de golf algún día podrán rodear chacras.

El renacimiento de la agricultura, que por supuesto se inspira en el perdurable poder cultural de nuestra herencia agraria, arrojará muchos dividendos políticos y económicos. Iniciará el camino hacia una saludable renovación del campo. Y generará cientos de millones de nuevos trabajos ecologistas, que es precisamente como debemos comenzar a pensar en la actividad agrícola-ganadera calificada: como un sector vital del siglo XXI para una economía de la era posterior a la del combustible fósil.

II. Volvamos a regionalizar el sistema alimentario

Para que su propuesta de alimentos obtenidos con intervención de energía solar prospere, tendrá que hacer mucho más que alterar la vida en la chacra.

El gobierno podría ayudar a unos mil nuevos agricultores a instalarse en los condados de Iowa y a dedicarse a los policultivos, pero ellos pronto fracasarán si el elevador de granos continúa como único comprador y sólo acepta maíz y leguminosas. Volver a un sistema alimentario basado en la acción de la energía solar significa construir la infraestructura para una economía alimentaria regional, que pueda sostener la agricultura diversificada y que al reducir la cadena alimentaria reduzca la cantidad de combustible fósil presente en la dieta estadounidense.

Un sistema alimentario descentralizado ofrece además muchos otros beneficios. El alimento consumido cerca del lugar de producción será más fresco y requerirá menos tratamiento, por consiguiente será más nutritivo.

Lo que se pierde en eficiencia con la producción local de alimentos se gana en resistencia: los sistemas regionales de alimentos pueden soportar mejor cualquier impacto. Si pensamos que una única fábrica pica carne para 20 millones de hamburguesas por semana o lava 25 millones de porciones de ensalada, nos damos cuenta de que un solo terrorista armado con una lata de toxinas puede, en un instante, envenenar a millones de personas. El sistema es igualmente sensible a la contaminación accidental: a medida que aumenta la envergadura y la globalización del comercio de alimentos, el sistema se hace más vulnerable a las catástrofes. Es obvio que la descentralización es el mejor camino para proteger nuestro sistema alimentario de las amenazas.

Hoy en día, en los Estados Unidos, aumenta la demanda de comida regional y local; las ferias de productores han crecido rápidamente en el mercado de alimentos. El Departamento de Agricultura estima que hay unas 4.700.

La actividad agrícola financiada por las comunidades también crece velozmente: existen actualmente cerca de 1.500 chacras de financiamiento comunitario; los consumidores pagan una cuota anual a cambio de una caja semanal de productos de estación. El movimiento de alimentos locales continúa desarrollando su ritmo ascendente sin ayuda del gobierno, especialmente porque el alto precio de los combustibles encarece los alimentos ofrecidos fuera de estación y producidos en zonas remotas, al igual que la carne de establecimientos de engorde a corral. El gobierno aún puede hacer mucho para cuidar este mercado y para que los alimentos locales sean más accesibles.

A continuación figuran algunas sugerencias:

FERIAS DE PRODUCTORES DURANTE LAS CUATRO ESTACIONES

Otorgar subsidios a pueblos y ciudades para construir ferias que funcionen todo el año bajo techo, siguiendo para ello el modelo de Pike Place en Seattle o de la feria de Reading Terminal en Filadelfia. Para acondicionar estas ferias, el Departamento de Agricultura debería otorgar subsidios destinados a reconstruir las redes locales de distribución y a minimizar la cantidad de energía que se utiliza en la logística dentro de los galpones de alimentos.

ZONAS DE EMPRENDIMIENTOS AGRÍCOLAS

La maraña de regulaciones, originalmente diseñadas para controlar abusos de grandes productores de alimentos, perjudica hoy el renacimiento de economías locales. Los productores deberían poder ahumar jamón y venderlo a sus vecinos sin tener que hacer grandes inversiones en instalaciones aprobadas por el Estado. Las regulaciones sobre seguridad alimentaria deben tener en cuenta la escala y el mercado, para que de esa manera el pequeño productor, que vende directamente en su chacra o en una feria, no esté tan presionado legalmente como el fabricante multinacional de alimentos. Esto no implica suponer que los alimentos locales nunca tendrán problemas en cuanto a la seguridad alimentaria – porque los tendrán – pero esos problemas serán menos catastróficos y de más fácil manejo porque será más sencillo ubicar los alimentos y a los responsables.

SERVICIOS LOCALES DE INSPECCIÓN DE CARNES

Tal vez el mayor impedimento para que la hacienda vuelva al campo y se reactive la producción local de carne de animales alimentados con pasturas radique en la desaparición de los mataderos regionales. La industria cárnica estuvo acaparando establecimientos de faena sólo con el propósito de cerrarlos una vez hecha la fusión, y el Departamento de Agricultura hace poco y nada para proteger los que aún existen. Desde la perspectiva del Departamento, se utilizan mejor los escasos recursos disponibles si se envían inspectores a una planta que sacrifica 400 cabezas de ganado por hora y no a un matadero regional por el que sólo pasan doce. El Departamento de Agricultura debería establecer servicios locales de inspección de carnes para poder de esa manera verificar los establecimientos de menor envergadura. Para ampliar el exitoso programa piloto de la Isla López en Puget Sound, el Departamento de Agricultura también debería incorporar una flota de mataderos ambulantes para ir de chacra en chacra procesando animales, según principios humanitarios y a menor costo. De esta manera, la carne de animales alimentados con pasturas podría competir en el mercado con la proveniente de establecimientos de engorde a corral.

ESTABLECER UNA RESERVA ESTRATÉGICA DE GRANOS

Así como el pasaje a energía alternativa depende de la estabilidad del precio del petróleo, la agenda alimentaria basada en la energía solar —y la seguridad alimentaria de miles de millones de personas en todo el mundo— requerirá acción gubernamental para prevenir grandes vaivenes en los precios de los commodities. Hará falta una reserva estratégica de granos, modelada al estilo de la reserva estratégica de petróleo; dispondríamos entonces de un colchón para asegurar el acceso a los alimentos que hoy se encuentra en niveles peligrosamente bajos. Los gobiernos deberían comprar y almacenar granos cuando estén baratos para venderlos cuando estén caros, de esa manera moderaría las subas y bajas de precios y morigerarían la especulación.

REGIONALIZAR EL ABASTECIMIENTO ESTATAL DE ALIMENTOS

Así como el abastecimiento estatal con frecuencia sirve para ir en pos de importantes objetivos sociales (como promover la actividad comercial de grupos minoritarios), deberíamos exigir que al menos un porcentaje mínimo de los alimentos comprados por el gobierno —ya sea para los comedores de escuelas, bases militares o prisiones— provengan de productores localizados dentro de un radio de aproximadamente 160 Km. de las instituciones compradoras. Deberíamos crear incentivos para que los hospitales y universidades, que reciben fondos nacionales, compren productos frescos de procedencia local. Si canalizamos una mínima porción de las compras institucionales de alimentos hacia la producción local, expandiremos la agricultura regional y mejoraremos la dieta de los millones de personas asistidas por estas instituciones.

CREAR UNA DEFINICIÓN NACIONAL DE “ALIMENTO”

No tiene sentido que el dinero utilizado para la asistencia alimentaria, cuyo objetivo es mejorar la salud nutricional de los estadounidenses en riesgo, respalde el consumo de productos que sabemos no son sanos. Es verdad que muchas personas argumentarán que el gobierno será tildado de paternalista si especifica lo que se puede comprar o se debe dejar de comprar con los cupones de alimentos. Sin embargo, ya está prohibido adquirir tabaco y alcohol con cupones de alimentos. Entonces, ¿por qué no prohibir las gaseosas, que son mucho menos nutritivas que el vino tinto? Porque, al menos nominalmente, son un alimento, aunque sabemos que son basura.
Debemos dejar de favorecer sustancias supuestamente alimentarias y sin valor nutricional, llamándolas: "comida chatarra". Debemos dejar muy claro que esos productos no entran en ninguna categoría de alimentos.
Definir la constitución de un alimento real, digno de financiación nacional, será motivo de controversia (recordará usted el enredo en que se metió el Presidente Reagan con el ketchup); de todas maneras, mejorar la definición de alimento es más aceptable políticamente que ser más inclusivo como Reagan. Tal vez podríamos empezar por establecer que el gobierno sólo denominará alimento a una sustancia comestible si ésta contiene un determinado porcentaje mínimo de micronutrientes por caloría de energía.
Esa definición basta para mejorar la calidad de los almuerzos escolares y desalentar la venta de productos dudosos en cuanto a su condición sanitaria, ya que así sólo los alimentos estarían exentos de impuestos locales sobre las ventas.

ALGUNAS OTRAS IDEAS

Debería duplicarse el valor de las tarjetas de débito provistas por el sistema de seguridad social para comprar alimentos en ferias de productores. Dicho sea de paso, es necesario equipar a las ferias con lectores electrónicos, que ya existen en los supermercados, para identificar estas tarjetas. Deberíamos ampliar el programa WIC, que da vales para ferias de productores a mujeres de bajos recursos con hijos; ese tipo de programas ayuda a conectar las ferias de productores con zonas urbanas, las cuales generalmente no acceden a productos frescos. También deberíamos ofrecer exenciones impositivas a las cadenas de distribución de alimentos vegetales para construir supermercados en zonas urbanas mal abastecidas. La asistencia nacional en el rubro de alimentos para la tercera edad debería construirse según los lineamientos del exitoso programa pionero del Estado de Maine, que paga membresías en granjas comunitarias a ciudadanos de la tercera edad de bajos recursos. Todas estas iniciativas tienen la virtud de potenciar dos objetivos al mismo tiempo: mejorar la salud de los estadounidenses en riesgo y apoyar el resurgimiento de economías alimentarias locales.

III. Reconstruyamos la cultura alimentaria de los Estados Unidos

Finalmente, llevar la dieta estadounidense sustentada en combustible fósil importado a una dieta apoyada en la energía solar local requerirá cambios en nuestra vida cotidiana, que hoy por hoy se encuentra profundamente afectada por la economía y la cultura de comida rápida, barata y fácil.
Disponer de alimentos más sanos dentro de un sistema sustentable no garantiza el consumo, y mucho menos que esos alimentos se aprecien y disfruten. Necesitamos usar todas las herramientas que estén a nuestro alcance —no me refiero sólo a medidas nacionales y a la educación pública sino al discurso presidencial y al ejemplo de la mesa de la familia presidencial— para promover una nueva cultura alimentaria que pueda respaldar su agenda de alimentos basados en la energía solar.

Para cambiar la cultura alimentaria debemos comenzar por nuestros niños, específicamente en las escuelas. Hace casi medio siglo, el presidente Kennedy anunció una iniciativa nacional para mejorar la salud física de los niños estadounidenses. Elevó la importancia de la educación física, presionando a los estados para que asignaran carácter obligatorio a la materia en las escuelas públicas. Necesitamos generar el mismo compromiso para enseñar a alimentarse —como dijo Alice Waters— haciendo que el almuerzo, en todas sus dimensiones, sea obligatorio en el programa escolar. Bajo la premisa de que alimentarse bien es una habilidad primordial en la vida, necesitamos enseñar a todos los estudiantes del nivel primario los aspectos básicos de cultivar alimentos, cocinarlos y posteriormente disfrutar de ellos compartiendo la mesa.
Para cambiar la cultura alimentaria de nuestros niños, tendremos que preparar huertos en las escuelas primarias, equipar cocinas, capacitar a una nueva generación de trabajadores en la atención de salones comedores para que nuevamente puedan cocinar y enseñar a cocinar a los niños.
Deberíamos crear un servicio de administración del sistema de almuerzos escolares y eximir del pago de deudas por préstamos a estudiantes de los distintos estados que se gradúen en escuelas de cocina a cambio de dos años de trabajo en el programa de almuerzos de las escuelas públicas.
Deberíamos aumentar inmediatamente la cantidad de dinero que se invierte en almuerzos escolares en un dólar por día y por alumno —monto mínimo que los expertos en este servicio creen necesario para garantizar un cambio de comida rápida a comida basada en productos frescos en los comedores escolares—.
Pero la educación pública en alimentos no solamente beneficiará a nuestros niños. Actualmente, la mayoría de los mensajes nacionales sobre alimentos, desde las etiquetas que explicitan el valor nutricional hasta la pirámide alimentaria, se negocian con la industria del rubro. La Dirección General de Salud Pública debería asumir la tarea de proporcionar información sobre la dieta a los estadounidenses, esa tarea está hoy a cargo del Departamento de Agricultura. De esa manera podríamos comenzar a construir un mensaje sobre salud pública y nutrición menos ambigua y más eficaz. No hay razón para que las campañas de salud pública sobre los peligros de la obesidad y la diabetes tipo 2 no puedan ser tan duras y efectivas como las campañas de salud pública sobre los peligros del tabaquismo. Los centros para el control de enfermedades estiman que uno de cada tres niños estadounidenses nacidos en el año 2000 desarrollará diabetes del tipo 2. Necesitamos que la población sepa y comprenda exactamente qué significa esta sentencia: ceguera, amputación, muerte temprana. Todas esas consecuencias pueden evitarse con un cambio en la dieta y en el estilo de vida. La magnitud de la crisis de la salud pública exige un mensaje directo, aún a riesgo de ofender a la industria alimentaria. El éxito de recientes campañas antitabaco indica que el ahorro en el sistema de salud será enorme.

Hay otros tipos de información sobre alimentos que el gobierno puede proveer o requerir. Como regla general, deberíamos presionar para que el sistema alimentario tenga la mayor transparencia posible —otra forma en que la luz solar podrá ser eje de nuestra agenda—. La FDA debería exigir que cada producto alimenticio envasado incluya un segundo informe de calorías para indicar cuántas calorías de combustible fósil fueron utilizadas en su producción. El petróleo es uno de los ingredientes más importantes en nuestros alimentos, y la gente debería saber precisamente cuánto combustible está comiendo. El gobierno debería también respaldar la idea de incorporar un segundo código de barras en todos los productos alimenticios para que cuando sean escaneados con un lector, en un comercio o en el hogar (o con un teléfono celular), se despliegue en pantalla el historial y las imágenes de producción: en el caso de los granos, imágenes de la chacra y listas de los agroquímicos que se utilizaron en su producción; en el caso de la carne y productos lácteos, descripciones de la dieta y régimen de medicamentos suministrados a los animales, así como videos de la línea de alimentación de los CAFO en donde vivieron y del matadero en donde fueron sacrificados. La longitud y complejidad de la cadena alimentaria moderna genera una cultura de ignorancia e indiferencia entre los consumidores. Acortar la cadena alimentaria es una manera de crear consumidores más conscientes, y hacer uso de la tecnología para correr el velo, es otra.
Finalmente, la Casa Blanca tiene el poder del ejemplo. Como necesitamos un cambio cultural en nuestra relación con los alimentos, la manera en que se organice la alimentación en el hogar presidencial marcará el tono nacional, atraerá la atención pública hacia este tema y transmitirá una serie de valores para guiar a los estadounidenses hacia alimentos basados en la energía solar y los alejará de consumir petróleo.
Las elecciones del chef de la Casa Blanca siempre son objeto de atención, y sería inteligente designar una figura que se identifique con la transformación propuesta y se comprometa a cocinar platos simples con ingredientes locales frescos. Además de alimentar al Presidente y a su familia excepcionalmente bien, ese chef demostraría que es posible aprovisionarse de productos locales, aún en Washington, y durante casi todo el año, y que la buena comida no necesita ser superelaborada o complicada pero sí depende de una buena agricultura. Usted deberá dejar en claro que cada noche que se encuentre en la ciudad cenará con su familia en la residencia presidencial, y que todos se sentarán a la mesa. Seguramente recordará que los Reagan miraban televisión mientras cenaban en bandejas.
También debería hacer saber que en la Casa Blanca no se consume carne un día a la semana —costumbre que si fuese imitada por toda la población, equivaldría, en términos de ahorro de carbono, a sacar de las rutas a 20 millones de automóviles medianos al año—. Permita que el chef de la Casa Blanca publique en la Web los menúes diarios y las recetas con un listado de los productores que proveyeron los ingredientes.
Ya que aumentar el prestigio del productor agrícola es fundamental para desarrollar la agricultura regional basada en la energía solar, además de un chef, la Casa Blanca debería designar un agricultor. Este nuevo puesto serviría para implementar lo que podría ser su paso simbólico más resonante en la construcción de una nueva cultura alimentaria estadounidense. Deshágase de dos hectáreas del parque sur de la Casa Blanca y prepare un huerto de frutas y hortalizas orgánicas.
Eleanor Roosevelt hizo algo similar en 1943 y así impulsó el movimiento Victory Garden que significó una importante ayuda para alimentar a la nación en tiempos de guerra. Menos conocido es el hecho de que Roosevelt armó el huerto a pesar de las objeciones del Departamento de Agricultura, que temía que los huertos hogareños perjudicaran a la industria alimentaria nacional. Al culminar la guerra, más de 20 millones de huertos hogareños suministraban el 40% de los productos consumidos en los Estados Unidos.
El presidente debería respaldar un nuevo movimiento Victory Garden, que ahora buscaría la victoria sobre los tres desafíos críticos que enfrentamos hoy: alimentos caros, dietas de baja calidad y población sedentaria. Comer del huerto, que es la cadena alimentaria más corta de todas, le ofrece a cualquiera que tenga una parcela de tierra una manera de reducir la cantidad de combustible fósil que consume y la posibilidad de ayudar a combatir el cambio climático. Deberíamos ofrecer subsidios a ciudades que construyan huertos para alquilar a personas sin acceso a tierras. Es importante también que los Victory Gardens ofrezcan una manera para que los estadounidenses se preparen, en cuerpo y mente, para el trabajo de alimentarse por sí mismos y de cambiar el sistema alimentario —algo más ennoblecedor, por cierto, que solamente pedirles que modifiquen sus hábitos de compra—.
No necesito decirle que sacar una mínima parte del parque de la Casa Blanca provocará discusiones: los estadounidenses aman sus parques y el Parque Sur es uno de los más hermosos del país. Pero imagine cuánta energía, agua y petroquímicos se necesitan para que el parque se vea así (ni siquiera para este informe la Casa Blanca revelaría el régimen de cuidado del parque). Los estadounidenses aman sus parques, pero el ideario agrario es mucho más profundo, y hacer producir a esta parcela de tierra en particular, especialmente si la Familia Presidencial se ocupa de ella, desmalezando de vez en cuando, dará una imagen mucho más conmovedora que en un parque bien arreglado: la imagen del cuidado de la tierra, de confianza en uno mismo y de sacar el máximo provecho de la luz solar local para alimentar a la familia y a la comunidad. Si el excedente producido en el Victory Garden instalado en el Parque Sur (y habrá mucho) es ofrecido a bancos regionales de alimentos será mucho más convincente.
Probablemente usted piense que cultivar e ingerir alimentos orgánicos en la Casa Blanca conllevará cierto riesgo político. Tal vez para empezar prefiera plantar lechuga repollada en lugar de rúcula. No debería ser difícil eliminar el peso del elitismo que a veces es igual al del movimiento por los recursos alimenticios sustentables. Reformar el sistema alimentario no es un tema de izquierda o de derecha: por cada comprador de alimentos orgánicos comprometido con los valores de la contracultura, encontrará una familia evangélica resuelta a controlar sus comidas y dieta, apartándose de la industria de comidas rápidas —equivalente culinario de la educación en casa—. Debería apoyar la cacería como una manera sustentable de comer carne —carne de animales que crecieron sin ningún tipo de combustible fósil—. También hay un componente altamente libertario en los objetivos de la agenda de alimentos basados en la acción solar, que busca liberar a los pequeños productores de la carga de la regulación gubernamental con vistas a activar la innovación rural. ¿Hay alguna acción que tenga un valor familiar superior al de hacerse tiempo para sentarse todas las noches a compartir la cena?

En nuestra agenda, los intereses de los productores agrarios, de las familias y de las comunidades están por encima de los intereses de la industria de comidas rápidas. Es absurdo que esa industria y sus defensores sostengan que es más popular o que se defiende el principio de igualdad destinando nuestro dinero de alimentos a Burguer King o a General Mills, en lugar de apoyar a un sufrido productor agrícola local. Es cierto que la comida basada en la acción solar cuesta más, pero las razones por las que cuesta más debilitan los argumentos de los elitistas: algunos alimentos son baratos por las dádivas e indulgencias regulatorias del gobierno (dos cosas que eliminaremos), sin mencionar la explotación de los trabajadores, de los animales y del medio ambiente de los que dependen estas economías putativas. Los alimentos baratos tienen un precio deshonesto, que es en realidad desmedidamente alto.
Su agenda en materia de alimentos basados en la acción solar promete ganar respaldo en el camino. Se construye sobre el pasado agrario de los Estados Unidos, que va hacia un futuro más sustentable y complejo.
Honra el trabajo de los productores agrarios estadounidenses y los alista para tres de las misiones más urgentes del siglo XXI: dirigirse hacia la era pospetrolera, mejorar la salud de la población estadounidense y mitigar el cambio climático. Sin duda, nos asocia a todos en función de esta gran causa al transformar a los consumidores de alimentos en productores de medio tiempo, reconectando a la gente con la tierra y demostrando que no necesitamos elegir entre el bienestar de nuestras familias y la salud del medio ambiente, ya que ambas se beneficiarán al consumir menos petróleo y más luz solar.

1 El autor utiliza el término Bushel: unidad de masa empleada en los países anglosajones para medir la compra/venta de granos. Cada grano tiene un peso específico estándar.
2 WIC es un programa gratuito de nutrición suplementaria que ayuda a las mujeres embarazadas, a las nuevas madres y a los niños de hasta 5 años a alimentarse bien y a permanecer sanos.
3 La región Central de Estados Unidos o Midwest comprende doce estados: Illinois, Indiana, Iowa, Kansas, Michigan, Minnesota, Nebraska, Missouri, North Dakota, Ohio, South Dakota y Wisconsin.
4 El programa Land Grant 1890 está dirigido a colegios y universidades. Las instituciones 1890 tienen unos de los mejores programas de ciencias agrícolas y de educación comercial de la nación. Las metas del programa son: Desarrollo de proyectos que produzcan ingresos a comunidades rurales subdesarrolladas. Creación de un desarrollo económico sostenido en áreas rurales específicas con un alto grado de desempleo a través de una sociedad con las universidades y organizaciones establecida en estas comunidades. Asistencia a esas comunidades con vistas a su autosuficiencia.

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