domingo, 19 de julio de 2009

Cinco mil cuatrocientos setenta y seis días

Hace cinco mil cuatrocientos setenta y seis días que ochenta y cinco argentinos esperan justicia. ¿La tendrán?

Por José Luis Milia

¿Qué es la AMIA? Si este fuera un País en serio no sería otra cosa que una asociación mutual que reúne a argentinos de ascendencia judía. Sería, ni más ni menos, lo mismo que cualquier asociación mutual italiana o española o de cualquier grupo de argentinos unidos por particulares lazos ancestrales. Pero, hace quince años y un día la AMIA es el símbolo cruel del último atentado que sufrimos los argentinos y lo que es aún peor y clama al cielo es que es una muestra de la inoperancia, la poca vergüenza y la capacidad de ocultamiento de hechos y pruebas que la justicia argentina tiene para tapar causas incómodas y convertirlas en pingües negocios, es una muestra más de la desvergüenza de un gobierno que manda a un ministro a decir: "Uno siente que el tufo a complicidad siempre ha estado presente y uno tiene mucha bronca" cuando ese gobierno argentino, digámoslo con todas las letras aunque la cara se nos caiga de vergüenza, ha hecho de la complicidad con el gerente de la Jihad iraní en Latinoamérica una política de estado.

Hace cinco mil cuatrocientos setenta y seis días que la causa se desenvuelve en una cerrada nebulosa, en todo este tiempo la titularidad del atentado viajó por todo el oriente medio. Según nuestros genios judiciales podían hallarse un día huellas en Baalbek o en un bazar de Damasco para que, al poco tiempo se encontraran pruebas enterradas en el adobe barato de una choza yemenita o en un prostibulario barrio chipriota.

Finalmente, nuestros genios de frasco se han puesto de acuerdo que del cerebro de un ayatollah loco, o simplemente hijo de puta, salió la orden de masacre. Mientras la “búsqueda” de responsables erraba desde la bonaerense hasta “grupos de tareas residuales” los actores privilegiados del asesinato de ochenta y cinco argentinos habían puesto mar y desierto por medio y cómodamente arropados por las barbas de los ayatollah gozaban a la distancia de las lágrimas de la matanza.

AMIA es y léanlo bien, por ahora, el último atentado soportado por la República Argentina. Que a lo largo de estos años la sede de las agresiones haya cambiado de La Habana a Teherán o Caracas podría ser hasta meramente anecdótico. Que la República ponga todo su esfuerzo en lograr un repudio internacional contra el gobierno de un País que, hoy por hoy es unánimemente abominado mientras flirtea con el gerente de los Ayatollah que está en Caracas, es un despropósito por no decir que es una nimiedad. Que creamos que Irán entregará a los asesinos es una estupidez, es “fulbito pa’ la tribuna”. Que sepamos nombres y apellidos de los organizadores de la destrucción de la AMIA pero ni una palabra de que o quienes fueron la conexión local es la prueba palmaria lo poco que le interesa al gobierno y a la justicia la resolución de este homicidio masivo.

Hace cinco mil cuatrocientos setenta y seis días que ochenta y cinco argentinos esperan justicia. ¿La tendrán?

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